jueves, 25 de febrero de 2010

ARCO'10: LUCES AL FINAL DEL TÚNEL, ¿POR QUÉ NO?


(artículo originalmente publicado en revista 'Claves de arte': http://www.revistaclavesdearte.com/reportajes/20442/La-embestida-de-ARCO)
Si hay cosas que nunca cambian, ARCO desde luego que es una de ellas. Quizá el ‘desde siempre’ venga a ser una licencia literaria, pero lo cierto es que, al menos desde los últimos tres años, las coordenadas son las mismas: una obra de Bacon lidera el ranking de precios mientras que otra obra de Eugenio Merino logra hacerse con el primer premio en otra categoría ‘casi’ igual de importante: la de ser erigida como obra contendor de todo lo que se le supone al arte contemporáneo (provocación, escaso gusto, espectacularidad o banalidad son los adjetivos más manidos y recurrentes).
Y entre medias, toda la morralla que haga falta, todo el refrito que sea necesario para adecentar unas cuentas, las del mercado del arte que, según nos dicen, también tiene su particular travesía por el desierto de la crisis.
Pero así son las cosas y al final (y como no podía ser de otro modo) todos contentos. El mercado tiene sus cuatro días de gloria y la prensa encuentra su ‘escándalo’ particular al ver cómo un musulmán, un cristiano y un judío subidos el uno encima del otro logran entrar en la -para muchos- meca del arte. Como diría alguno, no es un tiburón en formol… ¡pero casi!

Por lo que se refiere al panorama local, las galerías madrileñas han cumplido más que de sobra mostrando lo mejor de los artistas que han expuesto en el último año. Sin duda era un festival para los sentidos volver a ver las obras que han sido expuestas en la última temporada. Entrar en La Fábrica era reencontrarse con Francesca Woodman, con Marina Abramovic o Gregory Crewdson. Max Estrella ha triunfado igualmente colocando dos obras de Lorenzo-Hemmer entre las demás obras ya vistas. Lo mismo cabría decir de Elba Benítez donde se han podido admirar obras de Ignasí Aballí, de Vik Muñiz o de Ruiz de Infante, mientras que con decir que son Sánchez Castillo y a Jordi Colomer los puntales de Juana de Aizpuru está todo dicho. Otras galerías han optado por llevar a ARCO al mismo artista que estaban exponiendo. Tal es el caso de Maisterravalbuena, que llevó el mismo video de Karmelo Bermejo que se puede ver en su sede estos días, o de Casado Santapau, que hizo lo propio con obras de Alexandre Arrachea. Las demás mantuvieron el nivel de lo que se esperaba de ellas aunque, con sinceridad, Richard Serra en La Caja Negra empieza a cansar, Leo Villareal y sus juegos de luces desmerecen quizá de un trabajo internacional como es el de Javier López, y las ‘hojas rojas’ de García Lorca son inexplicables para una galería como Travesía Cuatro.
Es de destacar que la Galería Nieves Fernández ha logrado ser una de las más visitadas gracias a la obra de Danica Phelps y sobre todo esos objetos recubiertos de telarañas de la artista Chiharu Shiota, objetos que pasaron totalmente desapercibidos cuando fueron expuestos en la galería el pasado mes de Marzo. Pero así es ARCO, capaz como siempre de lo mejor y de lo peor.





Para terminar con lo patrio, los nombres que más se han visto son más o menos los de siempre: además de los ya citados puede que Verbis, Uslé, Amondarain e Yturralde estén entre los más recurrentes, pero sin olvidar tampoco a Alicia Framis, Cristina Iglesias, Muntadas, López-Cuenca o Mabi Revuelta.Extrapolando al resto de galerías, si Peter Zimmerman es sin duda el más expuesto en la feria, la fotografía se llevaría el premio a la práctica que, aún siendo casi la más expuesta, encuentra resultados menos satisfactorios. La crisis tiene sus recovecos en el ‘glamoroso’ mundo del arte, y si las pinturas de Peter Zimmerman quedan bien en cualquier despacho, pudiéndose incluso confundir sin ningún complejo con algún Bartnett Newmann o Rothko, la fotografía ha encontrado su status de ‘arte’ y de ahí no hay quien la saque.
Retratos á la Rineke Dijkstra los hay a millares, fotografías de no-lugares á la Muntadas a puñados, imágenes de objetos á la Wolfgang Tillmans innumerables, y, sin seguir con los tópicos, fotografías de arquitecturas desnudas o de topologías orográficas se dan por doquier dentro de la feria. A destacar entre tanto maremágnum las ciudades chinas de Ángel Marcos, los paparazzi de GRAM, Dorothea Golz y su reinterpretación de la pintura de Vermeer los retratos de Ann-Sofi Sidén o las parejas de guardias de grandes edificios de Aldo Giannotti.
Pero como ARCO es feria que aboga también por no hacerle ascos a la vena comercialota del arte, es bueno disponer de tanto en cuanto de obras mastodónticas que distraigan y diviertan sobre todo al visitante de fin de semana. Habiéndonos ya referido a Eugenio Merino y a su memo intento de provocar por provocar, no nos podemos dejar en el tintero a Enrique Marty y su obra Los curadores (lo abyecto-heavy como bofetada al establishment del arte contemporáneo, al toro de proporciones mitológicas de Ji Yong-Ho o la orwelliana Vida perra de Víctor Pulido. Aunque, sin duda, el oso dándose golpes con la pared sea la atracción preferida en el domingo de feria.
También hay que destacar, aún sin entrar mucho en detalle, la coincidencia casi idéntica de obra de Javier Pérez y Mona Hatoum (un rosario gigante hecho de calaveras uno y de simples bolas la otra), la regadera con maleta al modo de violín de Delvoye, la batería con luces de Iván Navarro, el cubo de basura con ruedas de oro de Chus García Fraile o los objetos imposibles de Hisae Ikenaga. Se ve que pese a la consabida desmaterialización, el objeto sigue teniendo mucho tirón.

Lo humano, desanclado ya de su cariz de abyecto, también es permeable a esta primacía de la visión: Henk Visch propone figuras deshumanizadas y parecidas a gusanos, Ji Min Kim figuras casi robóticas con una gran bola como cabeza, Hwon Kwon Yi va un poco más lejos y desmonta la visión en unas figuras casi imposible de ver, John Isaacs deconstruye la figura humana en una escultura que se confunde con el pedestal y Debanjan Roy una especie de hiperrealismo pop proponiendo figuras de budistas con cascos. También en este capítulo, cómo no, las ‘figuras humanas’ de Thomas Schütte o la crudeza descarnada de Han Hyo Seok.
La obra de Cruz Novillo, que jugando probabilísticamente entre los tonos de una obra dodecafónica y los colores propone una obra eterna, es una bocanada de aire fresco, igual que los videos de Regina José Galindo, no tan impactantes como los del año pasado, pero si con una igual carga dramática y emocional y recurriendo también a cuestiones de poder y género.




Por último, y así a la carrera, conviene citar algunos nombres interesantes: Berkheimer y Verónica Kellndorfer, el arte político de Sanja Ivekovic, el como siempre divertido video de Katayama, las instalaciones escultóricas de Pedro Croft, el ‘apasionante’ mundo sin tecnología de Tea Makipaa, el juego de trampantojos de Shana Lutker con una simple cortina, el vídeo de helicópteros cayéndose al mar de Dinh Q. Le, o las reinterpretaciones de la obra de Freidrich llevada a cabo, aunque de modo banal, por Max Peintner.
Seguro que había muchos más, o también muchos menos, pero igualmente dignos de tenerse en cuenta son los trabajos de Iván Pérez, Iñaki Graceroa, Jorge Pardo, Thomas Locher, John Williams, Tony Cragg, Catherine Opie, Nancy Reddin, Ángela Ferreira, Carlos Garaicoa o Raúl Gómez Valverde.Todo esto, aderezado con algún Longo, Prince, Deacon, Baldessari o Boltanski, además de saberse en el epicentro de eso tan aburrido y caro llamado ‘arte’, es lo que se ha podido ver en ARCO. Como se ve, una cita “ineludible”.

miércoles, 24 de febrero de 2010

TEOLOGÍA DE LA MIRADA

ETTORE SPALLETTI
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 14/01/10-13/03/10

Que el minimalismo ha hecho mucho daño en cuanto a una presunta de lo visual, queda patente cuando, en la misma nota de prensa de esta exposición, se sintetiza la obra de Ettore Spalletti con un archirepetido y bufonesco ‘lo que se ve es lo que es’.
Porque, vale que el italiano no sea el enésimo en apelar a una psicología de la gestalt ni que tampoco se postule como el último eslabón en un reapropiacionismo que ya casi hay que entenderlo como un cierto aire de familia intergeneracional, pero lo que queda más obvio y patente es que, si hay algo en la obra de Spalletti que ‘sea’, esto precisamente es lo que no se ve.
Podríamos discutir sobre la aquiescencia de postular un minimalismo como momento enfático de la percepción bajo las premisas más greenbergnianas, o si por el contrario es más bien su carácter de invisibilidad lo que lo denota como momento puntual de la reciente historiografía del arte contemporáneo. Pero nada de esto iría con Spalletti. Porque su apriorismo perceptivo solo tiene una meta: hacer visible precisamente aquello que no se ve.
La densidad, la distancia, el entrelazamiento con una tradición que la hace suya hasta el más sutil de los detalles, todo ello forma parte del conjunto de estrategias que vienen a confluir en unos lienzos monocromáticos que pretenden traer a la mirada aquello que fue y que ahora recala como icono de lo grandioso, de lo artístico en un mundo que ha devenido desquiciado de tanta cotidiana estetización. El logro casi ascético de estos frescos es hacer mediar la distancia, poner sobre la pista todos los interrogantes de un arte que se sabe muerto merced a esa misma fractura histórica que se da en el cabalgamiento que propone Spalletti entre dos mundos, entre dos instancias de comprender la cultura y la sociedad.
Porque Spalletti reniega de encasillarse en un minimalismo que nada tiene de original y se vuelve, en un gesto muy postmoderno, hacia atrás, hacia la esencia de un pasado que retorna pleno de resignificación artística. Y este truco sacado de la manga que renuncia de los apriorismos contemporáneos que le podían hacer más amigable y familiar, solo puede llevarse acabo de una única manera: poniendo en jaque al propio protagonismo sobre el que ha operado la propia negatividad del arte contemporáneo: la mirada.

Porque si algo media entre los frescos de Piero de la Francesca o Fra Angélico de los de Spalletti es el infinito menoscabo que ha debido de soportar un arte para el cual la mirada se ha convertido en lugar cero, en inutilidad fantasmagórica de la que solo los despistados creen poder sacar algo aún en claro.
La mirada cierra el ciclo: los frescos de los renacentistas sellaban el pacto con el Gran Otro, otorgaban significación en una pantalla para la cual lo memorístico era archivo consustancial a la esencia teocéntrica de quien nos mira sin prestarse a ser visto. ‘Yo soy el que soy’ dice Yahvé. Y lo es porque toda mirada viene a intersecarse en un punto ciego donde Él ha venido a situarse como proyección escópica y en donde la mirada es devuelta. El ‘Juicio final’ de Miguel Ángel es la escenificación de la mirada, del otorgar sentido bajo la desnudez de quien todo lo ve sin ser visto.
Pero, intuyendo que el punto ciego donde se sitúa el Gran Otro que todo lo ve no es más que un lugar vacío, la mirada ha ido quedándose atrofiada y velada en un mero tratarse con objetos donde, de igual manera, la visión tenía todas las de perder. Lo esencial es comprender que la mirada devuelta por parte del objeto indica que el sujeto ha de recomponerse de nuevo en su propia imagen como una mancha. O, más dramático si cabe, que el propio ‘yo’ solo cabe ser comprendido como el error producido por la mirada en el lapsus que media entre el mirar y una mirada que, devuelta, incide de nuevo en el ‘yo’.
Así, el mirar esencia al sujeto como error, como instancia temporal en la que se hace patente que el mirar nunca coincide con la mirada. Todo aterra, nada hay que mirar y el horror es la única distancia válida con un Real lacaniano que nos quema la visión tan pronto como nos acerquemos.
Pero no es sólo que quiera hacer de la mirada el lugar para la nada más sublime, sino que Spalletti propone una escenificación de la negación, una materialidad que consume el desconcierto ante el carácter fantasmal de un mirar que se ve ninguneado en su vagabundeo. Para ello potencia lo táctil, lo tridimensional y hasta lo escultórico en un hacer que sabe bien lo que persigue: desquiciar al propio mirar que ya solo sabe que no ve nada.
Atendiendo al decir de Zizek, para quien “la realidad observada nunca es total porque siempre tiene un área de ceguera que es precisamente el lugar de inscripción del sujeto en aquella”, la obra de Spalletti apunta directamente ahí donde más duele, al horror de saber que el punto de ceguera se ha convertido en la realidad entera y que nuestro ámbito de inscripción queda al abrigo de cuantos intentos de conexión se prodiguen en una sociedad que hace de la dromótica de la velocidad límite pathos original.

jueves, 18 de febrero de 2010

ARCO’10: EL ARTE BURGUÉS COMO MOMENTO EFECTIVO DEL SILENCIO DEL ARTE


(artículo originlment publicdo en ARTE10.com)
“Los burgueses cultivados suelen exigir a la obra de arte que les ‘dé’ algo. Ya no se indignan con lo radical, sino que se repliegan en la afirmación impúdicamente modesta de que no entienden”.

Adorno, Minima moralia



Allá por 1981, Mary Kelly tuvo la suficiente intuición como para ver la crítica moderna como la “retícula de temas que construye objetos definidos y un sistema de elecciones estratégicas que también permite su modificación”. Es decir, y como dice más adelante en el célebre ensayo publicado en la revista Screen, “el arte nunca se da bajo la forma de una obra individual, sino que queda construido como una categoría en relación a una compleja configuración de textos”.
Si subrayamos esta cita es porque lo que desde entonces hasta ahora ha quedado claro es que el arte es un discurso intra-sistémico que opera desde la autoreflexividad de la razón objetiva ahora trasmutada en deconstruida y pluridiscursiva razón postmoderna. Así, una exposición es una práctica discursiva que implica una selección, organización y evaluación de textos artísticos según un orden determinado llevado a cabo por las mismas fuerzas materiales del arte.
Incluso hoy más que nunca, cuando la forma mínima de arte es la exposición temporal, la comprensión del arte como entramado textual que se construye a raíz de diferentes grupos enunciativos de declaraciones viene a ser fundamental.
Sin embargo, algo salta dentro del sistema para forzar de inmediato su paradoja: “la autoría artística que produce la obra de arte, tras pasar por instituciones y discursos que determinan sus condiciones de posibilidad específicas, adopta la forma fundamental del sujeto burgués: creador, autónomo y propietario”.
Esa es la paradoja fundamental al arte contemporáneo y que, año tras año, viene a hacerse patente y obvia en la feria que nos taca vivir: ARCO. Porque, pese a autocomprenderse como una pluralidad de discursos que solo pueden ser entendidos desde el ámbito intrasistémico, estas ferias de arte vienen a sacar a la luz la, para muchos, única verdad del entramado discursivo del arte contemporáneo: una indiferencia atroz hacia aquello que es incomprensible y un desprecio mayúsculo hacia un arte que solo cabe cifrarlo en estrategias de mercadotecnia con el fin de hacer del artista una imagen de marca al tiempo que inflar de manera desorbitada los precios.
Entre los discursos que conforman la práctica artística, uno de ellos, solo uno de ellos, puede catalogarse como la ‘institución arte’, y otro como el ‘mercado del arte’; pero ni de lejos llenan por sí solos o conjuntamente todo el espectro de discursos que posibilitan que el arte siga funcionando. Lo que sucede es que ambos discursos son los que más de cerca tocan al gran público, o incluso a la masa generalizada. Colas infinitas en el Museo del Prado para ver a Bacon y sensacionalismo barato tras las estrategia de Hirst son dos hitos que, como las dos caras opuestas dela misma moneda, vienen a dar cuenta de todo lo que es arte para la amplia mayoría de la población.
Pero, una cosa está clara: ni el arte ha de comprenderse desde lo hiperinstitucionalizado que eleva a tótem determinados nombres dedicándoles macroexposiciones ni mucho menos, y siguiendo el ejemplo de Hirst, el famoso tiburón en formaldehido es en absoluto un referente para el arte contemporáneo.


¿Qué es lo que sucede entonces para que el arte opte por, una vez al año, saltarse sus propios límites discursivos e intente desandar lo andado en su historia como negatividad autoimpuesta? Sucede que, como sostiene Adorno en la cita del principio y Mary Kelly más abajo, el arte continúa con su ramalazo burgués y le cuesta horrores separarse de él. O, mejor aún, adiestrado como está el arte en la estrategia vanguardista de ‘épatant les bourgeois’, y pese a ser esta un momento de su propia historiografía abandonada a dios gracias, todavía necesita de acontecimientos que reintroyecten significado a sus momentos negativos. Es decir, sobredimensionarse sobre sus propias estructuras y poner todo el énfasis en el momento productivo capitalista y burgués puede y debe ser entendido como un aliciente incluso para un arte que sabe demasiado bien que su única salida es seguir replegado en sus propias coordenadas.
Así, una vez al año, en el micromundo que conforma las prácticas artísticas en España, el arte cede al impulso burgués de intentar domesticarlo. Desde todos los ámbitos entonces una infinidad atropellada de comentarios vienen a coincidir en la puerilidad machacona: incomprensible, vacuo, decadente, plegado a los interese del mercado, modo taimado de especulación bursátil para grandes fortunas, etc, son los calificativos que el arte logra reunir para sí en apenas unos días.
Yendo más al núcleo duro de esta contradicción interna del arte contemporáneo, nos encontramos con que, y pese a los ríos de tinta que han corrido, todavía subverticiamente se siguen los dictados de Greenberg: atención a la materialidad de la obra y, a modo de generalidad, todo lo sustentado por Victor Burgin en relación a comprender la idea de modernidad que Greenberg sostenía: “la tendencia de una práctica artística a la autoreferencia mediante el subrayado de: la tradición de la práctica, la diferencia de la práctica respecto de otras práctica; las ‘normas fundamentales’ de la práctica; el sustrato material o ‘medio’ de la práctica”. Es decir, una sobrepujanza de lo visual-interpretativo en detraimiento de cualquier otra tipo de experiencias estéticas que, a la postre, han venido a situarse en el eje discursivo del arte contemporáneo: lo efímero, lo invisible, la puesta entre paréntesis de cualquier referencia a nociones como la de gusto, belleza y, más a las claras, originalidad, creación y genio.
Porque, tirando de la cuerda de Greenberg, no muy alejado de él en las conclusiones pudiera situarse a Danto, para quien el arte viene a resumirse en la capacidad de encontrar la teoría correcta que dé con la interpretación correcta y administrársela a la obra en cuestión. Así, el público-masa viene, acude como posesa a multitud de ferias de arte con la promesa perpetua de encontrar la piedra filosofal, de moverse con agilidad entre bambalinas para dar con el quid de la cuestión. El arte entonces se descompone en una inmensa maraña de objetividades, en una infinitud de obras comprendidas en su especificidad y que permanecen impertérritas y como a la espera de que la gran masa les encuentre, no solo significado, sino el significado correcto. ‘Fui, vi y comprendí’, pudiera ser el leitmotiv perfecto para estas ferias.
De esta manera el arte, pese a no serlo, se comprende como mera literalidad, como búsqueda de autoridad y validez discursa y, sobre todo, como ansía de literalidad. Comprender el arte como un modo de literalidad encubierta es el error al que el propio arte se someta en estas narcosalas construidas para el simulacro más perseguido del arte (y de cualquier práctica abstracta): dar a entender que es plausible una conectividad real entre la realidad media de ahí fuera y el entramado reticular del arte.
La búsqueda compulsiva y literal del significado como modus operandi generalizado por la masa a la hora de ‘disfrutar del arte’ ha hecho dar por válida una versión del arte contemporáneo que desde finales del siglo XIX se comprende como el desarrollo de autobiografías tan efectivas como efectistas. Se llega a comprender el arte en la medida en que se entabla una conexión entre vida y obra lo suficientemente densa como para poder elevarse al púlpito de lo hipervisible. Las estrategias de Tracy Emin no vendría a ser sino el dar por sentado que se trata de eso: de hacerse notar. Lo malo (o lo peor) vino después: las afirmaciones de desesperación existencial, a modo de pie de página en la pertinente biografía, degeneraron en un manierismo vacío, autocompasivo y sensacionalista donde las copulaciones de Jeff Koons con Ciciolina pueden ser vistas como la puesta al día de la atrofia emocional destilada por Andy Warhol en toda su obra. Una vez que es la provocación y el escándalo los significados que la masa está en condiciones de más rápido valorar, el arte no hace sino seguirle la pista con tal de llenar sus dos minutos de rigor en el telediario de las nueve.
Parejo a esta hipervisibilidad que durante una semana tiene el arte contemporáneo en la sociedad corre, no ya el desprecio del lego y la desesperación del voluntarioso ciudadano medio, sino la renuencia e incomprensión mostrada por púlpitos encaramados a eso que viene en llamarse ‘generadores de opinión’ y que, antaño, respondía al palabro de intelectual.




Y es que, cuando el intelectual queda referido por la general al mundillo literal, esa forma de experiencia estética que antes hemos referido como ‘interpretosis’ o compulsión ante el significado se trueca en aversión hacia todo lo que emane algún tufillo a arte contemporáneo. Si hace apenas un mes hemos tenido la prueba más fehaciente de esto en la retahíla de tópicos que desde el desconocimiento Vicente Verdú vertió en ‘El País’ (a enmarcar esa inferencia según la cual las galerías no cobran por entrar porque de hacerlo no iría nadie), esta semana Javier Montes nos ha recordado en el ‘ABCD’ el 'supino' artículo que Muñoz Molina dedicó a la ‘incomprendida’ figura de Beuys: “bajo una gran bóveda hay una mesa de madera sobre la que cuelga una bombilla, y también varias hileras de ropa tendida”. Ya decir que en una obra de Beuys ‘hay’ algo no denota sino una machacona insistencia por el sentido menos importante para el arte contemporáneo: la vista.
Pero, y volviendo casi al principio del texto, como bien supo ver Mary Kelly, lo esencial es que la dimensión social del arte queda indisolublemente planteada como la cuestión del contexto: “guarda relación con el sistema de galerías (dentro vs. fuera) y la mercantilización del arte (objeto vs. proceso, acción, idea, etc.). Así, la publicidad que se da al arte en torno a estas ferias viene a desestabilizar el límite entrópico que se da entre el ‘dentro del discurso del arte’ y el fuera, y en disolver el replegamiento del arte contemporáneo en referencia a comprenderse como mera objetualidad mercantilizada (lista para ser ‘interpretada’, ‘comprendida’, e, incluso, ‘comprada’).
Que el arte actual adolece de una mayúscula falta de autoridad crítica y que el mercado es el baremo que más a mano tiene un arte cada vez más decantado hacia las obras de ingeniería bursátil e interesado en hacer del artista auténticas imágenes de marca, es algo tan obvio como patente. Pero reducir a tal simpleza el arte contemporáneo es no comprender que el arte, más que ninguna otra producción pues esta juega con la eterna promesa de autonomía y utopía, ha de situarse en el cruce de caminos en que todos los discursos provenientes de los agentes artísticos vienen a confluir. No se trata de hacer unos más hipervisibles para la masa que otros con el fin de operar una negatividad artística comprendida como desafección extra-sistémica, sino que, como Foucault apuntaba en su “Arqueología del saber” se trataría de “situar estas unidades significativas en un espacio en el que se reproduzcan y multipliquen”. A partir de entonces, el arte vendría él solo a coincidir con su esencia no solo a pesar sino gracias a ferias como ARCO y multitud de eventos más.
Así pues, la institucionalización programada del arte, a pesar de deber ser comprendida como singularidad efectiva en el entramado reticular y discursivo del arte, conlleva una estrategia de infiltración y sabotaje realizada por el arte mismo que, de comprenderse como discurso propio del arte, no significaría sino un momento más de la propia negatividad efectiva del arte.
Para concluir por tanto, en el momento en el que la hipervisibilidad del arte se lleva a efecto, el arte no muestra sino aquello que le es más propio: su impertérrito camino a permanecer en la sombra pese a todos los circunloquios, bagatelas, impropiedades, amputaciones y tergiversaciones que solo el espectáculo de una feria propicia.
Así las cosas, solo nos cabe decir: ¡saludemos como se merece a una nueva edición de ARCO!

sábado, 13 de febrero de 2010

EL SER DE LA NATURALEZA COMO PANTEISMO NIHILISTA


OLAFUR ELIASSON: “KEPLER WAS WRONG
GALERÍA ELVIRA GONZÁLEZ: 14/01/10-06/03/10

En los últimos años, seguro que a causa de esta oleada de buenismo y pensamiento verde que nos inunda, se ha producido un retorno a un arte que pone el ojo en aquello que parecía superado: la belleza de la naturaleza.


Si el arte como constructo ilustrado ha abogado, en esa lucha dialéctica sin parangón que se da entre la naturaleza y la razón, por esta última, es obvio que la naturaleza ha seguido, y todavía hoy con mayor razón, perturbando e irritando a una contemplación estética que no logra zafarse de la coacción natural: la de saberse mediadora entre lo nouménico y lo fenomenológico, entre el reino de la necesidad y el de la libertad creadora. Así, la naturaleza siempre ha quedado incardinada, desde este doble juego que tan pronto seduce como necesidad de utopía como enfatiza su carácter de lugar para el recuerdo, ahí donde quedaron cifradas todas las esperanzas humanos y no fueron sino traicionadas desde el comienzo en un olvido fundacional. Lo bello natral es lo ya-sido pero que como olvido vuelve a cada instante para golpear, para postularse como momento dialéctico en la gestación de la obra de arte.

Pero, en otro orden, también es cierto que toda la destrucción de la naturaleza llevada a cabo por el hombre encuentra acomodo como regresión a su carácter virginal en la negatividad propia del arte: el arte es entonces la última imagen no figurativa de la humanidad y la última imagen no desfigurada de la naturaleza. Es en su inobjetualidad donde el arte redime, al tiempo que se emerge por su causa, a una naturaleza a la que se le ha despojado de todo en aras de un progreso desbordado.


Hoy el aparecer del arte está anestesiado, tachado por unos momentos que lo pospone continuamente. El vínculo entre realidad y representación se ha desgajado por completo gracias al reino del simulacro hipertecnológico. Siendo como es la relación con lo real no mediata sino media por lo virtual e hiperreal, la propia naturaleza queda desgajada de su carácter de polo negativo en cuanto al producir humano. Ni siquiera como resto, como exceso de esa razón ilustrada, la naturaleza tiene la más mínima posibilidad de hacerse valer como momento negativo. Así, el arte ya no se centra en la representación de lo real, sino en tener experiencias reales.

La apariencia, el recóndito dominio de lo dialectico natural en la obra de arte, es desconectado en la hipervisibilidad tecnológica. Todo sabe a artificio, a mecánica del signo en su poder telemático. La apariencia queda sujeta a libres juegos aleatorios de significantes, a la hipertextualidad semántica, a la implosión del signo. Así al arte le ha quedado cada vez esa nada desde la que parece lacónicamente lanzar sus últimos esténtores. La crisis de la apariencia es indisoluble de la crisis de lo real.



De lo real no es solo que no quede nada sino que la apariencia tecnológica está tan evolucionada que permite reflexividad sobre sí misma. El fantasma del fantasma como lo nuevo-Real, como el juego del escondite en el lugar vacío del signo.
El tour de forcé de la era postutópica consiste en que no solo es que el todo de la negatividad del arte caiga del lado del objeto en una cosificación brutal de la obra de arte como mercancía, sino que incluso esta situación ha trascendido en un más allá virtual donde ahora todo cae dentro de la apariencia del tele-simulacro hiperreal. Así, una virtualidad de la vida ha de entenderse como una coexistencia con una virtualidad del arte.

Siguiendo este orden de cosas, la obra de Olafur Eliasson parece seguir los dictados de Adorno en relación a la belleza natural: “lo que la naturaleza desea en vano, eso lo llevan a cabo las obras de arte: abrir los ojos”.
Abrir los ojos es mirar en derredor, orientarnos entre las imágenes, captar la esencia que como verdad histórica se coagula en las obras de arte. Y, como hemos, una vez negada y reducida a cero la apariencia, esta orientación no es más que un continuo ir de una imagen a otra en una vorágine en la que, como decía Baudrillard, “nada hay que ver ya”.

Eliasson propone entonces un retorno al origen de la orientación entre imágenes en las que la apariencia natural tiene su peso. Antes de la mediación humana, antes de encontrar la senda del progreso en el positivismo alentado por lo datable, por lo científico y tecnológico, existe, como hemos venido diciendo, el emerger de la naturaleza desprovista de toda conceptualización. El terror que causa la naturaleza es eso: hacernos saber que existe el ámbito de la apariencia inmediata, donde todo registro y observación está de más.

En un primer momento las obras de Eliasson van encaminadas ha regenerar el asombro original del hombre ante los fenómenos naturales. En sus exposiciones pueden verse nubes creadas con vapor, tormentas incluso, juegos lumínicos ante los que sentimos un pavor primigénico, una mortal danza en el estómago reconociendo ante nuestras pupilas el ámbito de la contemplación original. Otra sentencia de Adorno encuentra aquí perfecto acomodo: “el sentimiento estético no es el sentimiento suscitado, sino el asombro ante lo contemplado, ante lo fundamental”.

Pero es solo un primer momento. Como en todas las obras geniales del arte contemporáneo, lo interesante como momento negativo es aquello que no está, lo que permanece reducido e invisible.



La separación dialéctica entre lo específico humano y la naturaleza ha ido dejando paso, vía dogmatización de la razón, a una nueva mediación basada en lo nuevo, en la novedad. El ámbito cultural queda fagocitado en esa dinámica suicida de ir a más velocidad, de encontrar otra imagen que superponer a la anterior. Esta fe en la novedad (correlato hipertecnológico a la fe en la ciencia) subsume los modos y maneras de mirar en una atrofia sensitiva. Lo fundamental es entonces que la naturaleza no existe no tanto por necesidades de progreso sino porque hemos olvidado siquiera como contemplarla.

La contemplación de los artefactos artísticos de Eliasson nos dejan desnudos ante la verdad más irrefutable: nuestra visión del mundo depende de las estructuras sociales, ideológicas y psicológicas que han mediado para lograr una hipertrofia de nuestros innatos modos de contemplar. La razón objetiva lo puede todo y su estrategia ha sido comenzar por lo más elemental: redirigir la mirada hacia una percepción de la misma donde la fagocitación del instante y el atropello en el imaginario colectivo reduzca a cero el ámbito de lo experimentable, de lo aprendible y comunicable. El panteísmo nihilista está en la base de buena parte de las teorías postmodernas: mira todo lo que puedas porque todo es igual de importante, es decir, en toda imagen hay la misma cantidad de ‘nada’.

En el gran sol que hizo montar en la Sala de Turbinas de la Tate Modern tenemos los dos momentos casi indiferenciables. Si en un primer momento la contemplación desnuda del Sol ya es algo difícil en Inglaterra, pudiera comprenderse que el tiro fuese hacia lo olvidado de una mediación con lo natural. El Sol, la vida, la luz, etc. Pero no. Oleadas de londinenses y turistas iban en tropel a ver arte contemporáneo: es decir, a tirarse en la sala y tomar el “sol”. El truco de magia de Eliasson consiste en hacer patente la imposibilidad del reducto hermenéutico que muchos teóricos todavía encontraban en el concepto de ‘mundos de vida’: para el simulacro no hay límites. Todo es ya una gran mentira y el vencedor lo ha hecho por KO: la economía libidinal del signo-mercancía ha ido reorganizando nuestra percepción hacia aquellos procesos de enmascaramiento de la realidad que camuflan nuestro atroz pánico hacia lo natural.

Con todo, tiene una ventaja: no nos quemaremos y, al contrario que Ícaro, si podremos, aunque, obviamente, lo hagamos cómodamente desde casa con alguna simulación, acercarnos al Sol todo lo que queramos. De hecho, en nuestra cobardía postmoderna, llegará un día en el que lo podremos todo: ese día será el de la desaparición de la raza humana. Lo temible es que está al caer.




domingo, 7 de febrero de 2010

PINTURA SIN RETORNO

CHANGHA HWANG: “ONE WAY ONLY
GALERÍA MARTA CERVERA: 09/01/10-13/02/10

Desde que Maurice Denis afirmase allá en el París de 1890 que “un cuadro –antes de llegar a ser un caballo de batalla, una mujer desnuda o una anécdota cualquiera- es esencialmente una superficie plana cubierta con colores organizados de acuerdo con un cierto orden” el camino hacia la abstracción quedó inaugurado. Porque a raíz del postimpresionismo de Manet se delinean las dos ramas de la abstracción: aquella que de la mano del color desemboca en el expresionismo y hace surgir la abstracción de Kandinsky, y esa otra que emana del cubismo y acaba en la geometría pura y en Mondrian.
Colindando con el malditismo del pintor francés de la época, cabe citar la reflexión formal de los procesos artísticos, la autonomía del lienzo frente al mundo exterior, el reduccionismo como pathos general del arte moderno, como lugares comunes a la hora de procesar una génesis de la pintura abstracta.
Pero, anidado en el mismo centro de esta génesis, está la cada vez más obvia problematización de lo visible. Porque, no fue solo el triunfo de la forma geométrica o de la percepción de tinte fenomenológico lo que allanó el camino hacia la abstracción, sino que fue una falta de fe en lo visible, un desprestigio de la mirada, lo que funcionó de motor a la hora de prefigurar la abstracción.
De ahí que sean dos las tradiciones que se fusionan en la abstracción: si una de ellas tiene su origen en la tradición francesa, teniendo en Manet a su hijo predilecto (tradición que asume los triunfalismos del color y de la forma desenfrenada), otra nos llevaría hasta el espiritualismo que destila toda la tradición romántica con Friedrich como figura primordial.
Porque de ese espiritualismo romántico emana una forma de comprender el arte como lugar de mediación con lo invisible y una creencia en ir más allá de la imagen que, como no, tuvo en el “Cuadrado negro” de Malevich su punto álgido (punto álgido como ceguera total, como punto cero de toda mediación de la imagen: el arte es la aniquilación, vía representación, de la representación misma. Se representa lo irrepresentable porque es ahí donde está nuestra sospecha: la de que hay cosas no-visibles. De ahí que tenga perfecto la sentencia de Giorgio Agamben de que el arte moderno es una nada que se autoaniquila.


Changha Hwang parece tirar del hilo de esta nada pero sin asegurarse que tiene en la otra mano el otro extremo, aquel que devuelve al arte aquello mismo que le quita en el propio juego dialectico de su negatividad.
La lección la tiene bien aprendida: superficie del lienzo como superficie semiótica donde apurar la configuración más elemental de formas y colores, superposición como el procedimiento de asamblaje preferido, estratificación de tonalidades en forma de caleidoscopio. Todo ello bajo el indeleble tufillo a genio incomprendido y a “dejar que la obra acabe controlándote” que destila todo aquello que “huela” a Pollock.
Y es que o se sabe bien hacia donde se va o el traspiés es de órdago. En una época como la nuestra en la que el bombardeo mediático nos ha quemado las cejas haciendo de lo invisible la sospecha más profunda (sospecha de que detrás de lo Real no hay nada, de que bajo la superficie mediática no hay nada, de que el simulacro es aquello que nos calma al tiempo que nos enferma), toda delineación de formas que problematicen el campo expositivo del lienzo desde la seguridad de lo visible acicalado con el empalagamiento genial de todo expresionismo tiene todas las de perder.
De esta forma su arte colinda con todo pero sin llegar a nada, siendo precisamente la nada, el más puro no-ver nada, ahí donde ha de llegar toda abstracción que se precie de ser tenida como tal. Retazos de expresionismo abstracto, de geometrismo, de op-art, todo ello y bien mezclado se puede rastrear en ese intento de perderse en el lienzo que parece ser la marca de clase del artista coreano.
Pero es que quizá no sea el suyo sino la vuelta de tuerca de lo sublime postmoderno: querer ver algo en estas obras en las cuales es obvio no hay más que lo mismo de siempre es en donde radica la nueva invisibilidad, la atrofia de todo ir más allá de lo representado. Tan embobados estamos en la pantalla telemática que cualquier mezquindad nos parece un desafío para nuestros ojos quemados en el sol de lo visible.
“Lo que me gustaría trasmitir –dice el artista en una entrevista- con mis obras es esperanza”. Esperanza en la hipertrofia de lo hiperreal, en el descalabro postutópico del poder maquínico del signo, esperanza en arrancar otros gajos de invisibilidad a lo visible. Pero no. Se trata de la esperanza en que alguien se acerque y diga “esto puedo hacerlo yo” y “nazca otro artista”. No saber aún que el poder objetual hace del artista un guiñapo en el proceso del arte es, obviamente, creer aún en lo visible y proponer un arte melifluo y repetitivo.