viernes, 13 de mayo de 2016

KARIN SANDER: ABURRIMIENTO OBJETUAL (DE LO CANSINO COMO METÁFORA DEL ARTE)


KARIN SANDER: KITCHEN PIECES
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 21/04/16-15/07/16

El trabajo de Karin Sander se sitúa en esa idealista falla que creíamos ya fagocitada ante su irresoluble situación pero que, parece ser, aún goza de una, diríamos, mala salud de hierro: la polarización que va de un arte que trabaja para él mismo desde la premisa aquella del l'art pour l'art hasta, en el otro extremo, el sueño dorado de un arte que se implicase en la vida cotidiana hasta su eventual disolución.
Si decimos que tal cuestión se nos antoja como obsoleta es porque de un tiempo a esta parte el acento político del arte, así como la ya imparable reproductibilidad técnica de la imagen, ha trocado esta pregunta propia de la estética idealista en otras con mayor capacidad de adentrarse en las estructuras de nuestra contemporaneidad. Tales preguntas harían referencia a la episteme escópica, a los actos de ver, a la necesidad de poner sobre el tapete un saber diferente que irrumpa como novedad disensual dentro de una lógica hiperracional del capitalismo. Cómo abrir fallas de futuro dentro de este presente desesperanzado que nos ofrece el capital: buena pregunta esta que, aun encontrándose gestada en la estética idealista, el acerbo político y medial del arte actual han terminado por poner en primera línea de batalla.
Parecerían, las una y las otras, cuestiones simulares; pero la entrada hace ya un par de décadas de, por ejemplo, los Estudios Visuales hacen pertinente esta separación epocal entre una estética idealista deudora aún del sueño romántico de la disolución del arte en los mundos de la vida, de otra estética contemporánea empleada en proporcionar un conocimiento estético que poco tiene que ver ya con el gusto o la belleza sino con la pregunta, más humilde y realista, de no ya hallar una total emancipación sino, al menos, momentos de eficiente disenso.


Todo esto para señalar que, a pesar de que sus hortalizas estuvieran el año pasado en la galería Barbara Gross y este año recaigan en Helga de Alvear –con semejante palmarés, el logro estético de esta artista debe ser, como poco, colosal–, el actual trabajo de Sander (si no todo) nos parece ciertamente arcaico, desfasado y conseguido merced a estrategias ya ensayadas con profundidad en tiempos pasados.
Sander está empeñada en caminar aún sobre esa fina línea que, como decimos, separa arte y vida, para darnos a contemplar lo bien que camina sobre ella: y es que si el truco estaba en hacerlo en épocas pretéritas en las que aún no existía una fuerte institucionalización del tinglado artístico, hacerlo ahora, con una red que salva de cualquier tropezón que pudiera significar la muerte, no tiene, hablando en plata, ningún otro riesgo que el que el propio arte-institución le otorgue.
En este sentido, la actual exposición en Helga de Alvear, la acción de clavar hortalizas y verduras en las paredes de semejante galería –como hace un año, decímos, fue en Barbara Gross– está perfectamente hilvanada con el resto de su producción artística. Así por ejemplo, en “Call Shots” fotografiaba con su Smartphone el lugar en el que se encontraba en cada uno de los momentos en los que recibía una llamada; en “Reisebilder / Travel Pictures” nos deleita con imágenes de paisajes tomadas desde la ventanilla de un tren tamizadas por una red de puntos que impide la visión; en “Mailed Paintings” expone los lienzos que, sin envolver ni tapar, fueron enviados a la galería a través de algún servicio de correos, siendo perfectamente visible las pegatinas que fueron necesarias colocar para su catalogación, localización y correcto envío; por último, en su trabajo quizá más celebrado, realizado para la Trienal de Escultura de Stuttgart, colocó figuras hiperrealistas a pequeña escala, de sí misma y de sus allegados, en pedestales dentro de una urna de cristal.
Dentro de esta concatenación de hitos donde el arte devuelve la imagen de la vida,  normal que el meter hortalizas dentro de la galería para ver qué pasa sea un escalón más, inútil pero necesario, en su fulgurante carrera. Porque eso es lo que se puede ver en esta exposición: hortalizas y verduras, primero en su frescor más radiante y que nos guiñan un ojo de complicidad –¿son de verdad, son réplicas, son casi figuras abstractas?– para, poco después, debatirse moribundas entre la vida y la más ascética de las muertes.
Sentadas las premisas desde donde parte su trabajo, señalar que poco o más bien nada tienen que ver estas hortalizas con la sempiterna remisión a Duchamp. Y eso que, aun por muy manido que este sacar al padre del arte contemporáneo a la palestra, lo cierto es que su sombra es cada vez menos alargada y que ejercicios con algún tufillo a duchampiano tienen ya el calificativo de, como poco, caduco. Pero, aun sin tener mucho que ver, sin duda que una fina línea de conexión vincula a la artista alemán con el genio francés. Una línea que, a pesar de la primera sorpresa ante lo visto, ahonda en la falta de riesgo de esta exposición: si el gesto de Duchamp esclareció que aquello que sea arte lo es antes que nada debido a su mediación con lo que es no-arte, ahora, cuando semejante proposición es elevado a axioma, el gesto de reiterar de alguna manera el gesto incisivo y desgarrador del francés solo puede reportar en un anacronismo y una candidez que, de no resultar hiriente con el espectador, haría emocionarme.   


Y sí, claro que hemos pillado el guiño de Sander: porque más que objet trouvé –objetos que en su día sacudieron las bases de lo que, en ese momento, se entendía por arte– se trata de vue trouvée: deja vu que, descontextualizados dentro de una exposición de arte, juegan a crear un despiste en el espectador, en alterar su sentido de lo visto para preguntarse por esos objetos cotidianos con los que trajinamos. Pero es que, repetimos, semejante distorsión vida/arte, semejante estrategia afanada en un inmiscuirse más de la cuenta simulando una problemática que, según cualquiera de las teorías que estudian la relación realidad/ficción, no es tal, es lo que por muy teórico que nos pongamos, no cuela.
Pero aún con todo, y como lo suyo es sacar de la necesidad virtud, la exposición seguro que tiene –si no lo está teniendo ya– su momento de gloria: la mancha que dejará la hortaliza al ser desclavada, los líquidos acuosos que sin duda estarán humedeciendo la pared de la galería. Igual que las boñigas de los caballos de la histórica exposición de Kounellis, la mancha de las hortalizas de Sander serán el punctum barthesiano, el coladero por donde toda interpretación deberá pasar para señalar, sin duda, ahí a donde quería llegar la artista: que es imposible llegar a una convergencia arte/vida, que siempre hay un exceso de la primera irreductible a simbolización. 
Que eso se sepa hace ya un siglo, que las motivaciones del arte sean actualmente otras muy diferentes, parece que es algo que ni a Sander ni a la galería le importa demasiado. Si por lo menos le hubiese puesto un poco de semiótica a la cocina… Quizá con todo es que nuestra única contemporaneidad es la de ser unos perfectos anacrónicos. 

2 comentarios:

  1. una y otra vez termino en este blog, que me contradice y me reafirma. felicidades por tu labor crítica en el buen sentido

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    1. Muchas gracias! En eso andamos también nosotros, contradiciéndonos y reafirmándonos!!

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