PAUL THEK
MNCARS: 6/02/09-20/04/09
Toda historia, y mucho mas la del arte, sujeta a todo tipo de imposiciones subjetivistas efectuadas a golpe de talonario, es dogmática. Por mucho anestesiante anti-hegeliano que se le haya querido administrar, siempre se las apaña, cualquier historia, para imponer su marcha en un dictatorial progreso que, al igual que eleva ídolos, genera sus propios cadáveres.
Pero, ese carácter lineal y unidimensional, heredero a veces del mainstream más casposo que se las da de divismo, choca a veces con otra de sus caras: aquella que emerge de las profundidades hacia la superficie tan pronto como se escarba un poco entre sus escombros.
Mas aún, en un esteticismo fin de siglo que ya prefiguraba la ‘estética del archivo’ como una de sus corrientes mas importantes, esta arqueología del documento tiene un efecto colateral en la valoración al alza de un pasado (aún no histórico) por explorar.
Incapaces de memorizar nada, todo se cataloga; temerosos del poder que toda cosa, en cuanto novedad, puede llegar a desplegar, se la inserta cuanto antes dentro de las redes llamadas museísticas (Adorno ya delató la idéntica raíz de museo y mausoleo); anhelantes de apresar todo acontecimiento dentro de un conocimiento apriorista e informacional, capaz de hacer desplegar nuestras relaciones dentro de la topología de la inmediatez mediática, todo adquiere un carácter de consenso en el que nada moleste.
Ninguna novedad puede, nunca y bajo ningún concepto, despertarnos de la siesta eréctil que nos permite soñar con un arte bien acotadito y paladeado en pequeños sorbos de burbujeante excitación: la del oprobio de una promesa claudicada ante la mercadotecnia del dólar. De ahí que, antes que nada, la historia sea una: no salirse de lo establecido es razón sine quanum para poder dominar la irrupción de cualquier novedad.
Es entonces, como decimos, en este replegarse del arte sobre su mismo estado como institución, cortando de raíz toda insurrección al tiempo que se garantiza su mantenimiento en una antropofagia postmoderna, en donde acontece un rastreo del pasado en busca de aquello que se dejó pasar sin haber sido aún catalogado y archivado con suficiente precisión.
Lo que sucede es que en este apoderarse del pasado, aún no histórico por poco explorado, por parte del arte, existe una paradoja: y es que al igual que promete su sometimiento al canon dominante, produce una especie de reverberación en todo el sistema que, a modo de desenmascaramiento, juguetea con el desastre de darle la vuelta a la historia.
Estas esquinas del propio arte, estos abruptos salientes, protuberancias que el propio arte gesta en su interior al no serle suficiente la ingente obra que se crea a diario, estas endogámicas malformaciones de un pasado renuente a dejarse dominar, tienen su lógica propia y a la que la simple estética del archivo y el documento no le basta. Irrumpen salvajes, desaliñadas bajo la mirada de algún comisario avezado, sin atender a códigos de protocolo alguno ni teoría que valga.
Si, por ejemplo, las neovanguardias de los sesenta fueron entendidas por Hal Foster desde la acción diferida con relación a los conceptos puestos en juego por las primeras vanguardias, surgidas antes de que pudieran desplegar toda su potencialidad, y si por el contrario para Bürger no supuso mas que una nefasta repetición que incluso hizo abortar toda promesa de futurible triunfo al dejarse caer, de la manera mas terrible posible, en las manos del burgués que ya ni se sorprende ni se indigna sino que juega a dejarse vapulear, un regreso actual a tal problemática debería ser hecho atendiendo mas bien a las exclusividades que la historia otorgó a cierto posicionamientos en detrimento de otros.
En este sentido, la figura de Paul Thek irrumpe con inusitada fuerza para soliviantar a la más plural de las historiografías que pretendan perfilar lo ocurrido en los años sesenta. Principal víctima de la catatónica sensibilización del minimalismo, chamán de espaldas a la totémica figura de Beuys, precursor de la obra sometida a un ‘work in progress’ sin fin y capaz de dinamitar lo prefigurado como ‘exponible’, aventajado mártir de la siempre teorizada pero nunca puesta en marcha ‘muerte del artista’, adalid del carácter efímero del arte como representación del divertimento festivo del arte. Todos estos caminos, y muchos otros, pueden articularse alrededor de este artista que cometió el ‘error’ de no hacer las paces con la historia, con su historia. En este sentido, el título de la exposición es bastante oportuno: artista de artistas. Es decir, el lado tenebroso de lo no historiografiado como valioso.
Como se ve, demasiados caminos vienen a converger en la figura de este artista ecléctico y contradictorio en sí mismo. Recorramos muy brevemente algunos de ellos para comprobar como la historia del arte más reciente es también esclava de su propio destino.
En relación a Beuys, a quién conoció en su estancia en Europa no cayéndole demasiado bien, las semejanzas reflejadas en el espejo invertido del arte son dispares. Ambos, católicos, concentran sus esfuerzos en acentuar el poder del artista en cuanto médium catalizados de las energías de la sociedad entera. Beuys apela a su carácter chamánico, al calor conservativo y energético del fieltro, a lo primitivo de los instintos, a la grasa matérica como metáfora de lo curativo del arte. En Beuys todavía cabe la esperanza. En Thek no. Para el estadounidense solo cabe atestiguar la muerte del artista, la imposibilidad de desplegar la fuerza de su interior.
Mientras las instalaciones de Beuys apelan a este sentido de comunidad identitario en lo humano, en su capacidad para hacer comprender a todos que no solo podemos ser artistas, sino que efectivamente lo somos, la más importante de Thek lleva, paradigmáticamente, el título de “The Tomb” (La tumba, 1967).
MNCARS: 6/02/09-20/04/09
Toda historia, y mucho mas la del arte, sujeta a todo tipo de imposiciones subjetivistas efectuadas a golpe de talonario, es dogmática. Por mucho anestesiante anti-hegeliano que se le haya querido administrar, siempre se las apaña, cualquier historia, para imponer su marcha en un dictatorial progreso que, al igual que eleva ídolos, genera sus propios cadáveres.
Pero, ese carácter lineal y unidimensional, heredero a veces del mainstream más casposo que se las da de divismo, choca a veces con otra de sus caras: aquella que emerge de las profundidades hacia la superficie tan pronto como se escarba un poco entre sus escombros.
Mas aún, en un esteticismo fin de siglo que ya prefiguraba la ‘estética del archivo’ como una de sus corrientes mas importantes, esta arqueología del documento tiene un efecto colateral en la valoración al alza de un pasado (aún no histórico) por explorar.
Incapaces de memorizar nada, todo se cataloga; temerosos del poder que toda cosa, en cuanto novedad, puede llegar a desplegar, se la inserta cuanto antes dentro de las redes llamadas museísticas (Adorno ya delató la idéntica raíz de museo y mausoleo); anhelantes de apresar todo acontecimiento dentro de un conocimiento apriorista e informacional, capaz de hacer desplegar nuestras relaciones dentro de la topología de la inmediatez mediática, todo adquiere un carácter de consenso en el que nada moleste.
Ninguna novedad puede, nunca y bajo ningún concepto, despertarnos de la siesta eréctil que nos permite soñar con un arte bien acotadito y paladeado en pequeños sorbos de burbujeante excitación: la del oprobio de una promesa claudicada ante la mercadotecnia del dólar. De ahí que, antes que nada, la historia sea una: no salirse de lo establecido es razón sine quanum para poder dominar la irrupción de cualquier novedad.
Es entonces, como decimos, en este replegarse del arte sobre su mismo estado como institución, cortando de raíz toda insurrección al tiempo que se garantiza su mantenimiento en una antropofagia postmoderna, en donde acontece un rastreo del pasado en busca de aquello que se dejó pasar sin haber sido aún catalogado y archivado con suficiente precisión.
Lo que sucede es que en este apoderarse del pasado, aún no histórico por poco explorado, por parte del arte, existe una paradoja: y es que al igual que promete su sometimiento al canon dominante, produce una especie de reverberación en todo el sistema que, a modo de desenmascaramiento, juguetea con el desastre de darle la vuelta a la historia.
Estas esquinas del propio arte, estos abruptos salientes, protuberancias que el propio arte gesta en su interior al no serle suficiente la ingente obra que se crea a diario, estas endogámicas malformaciones de un pasado renuente a dejarse dominar, tienen su lógica propia y a la que la simple estética del archivo y el documento no le basta. Irrumpen salvajes, desaliñadas bajo la mirada de algún comisario avezado, sin atender a códigos de protocolo alguno ni teoría que valga.
Si, por ejemplo, las neovanguardias de los sesenta fueron entendidas por Hal Foster desde la acción diferida con relación a los conceptos puestos en juego por las primeras vanguardias, surgidas antes de que pudieran desplegar toda su potencialidad, y si por el contrario para Bürger no supuso mas que una nefasta repetición que incluso hizo abortar toda promesa de futurible triunfo al dejarse caer, de la manera mas terrible posible, en las manos del burgués que ya ni se sorprende ni se indigna sino que juega a dejarse vapulear, un regreso actual a tal problemática debería ser hecho atendiendo mas bien a las exclusividades que la historia otorgó a cierto posicionamientos en detrimento de otros.
En este sentido, la figura de Paul Thek irrumpe con inusitada fuerza para soliviantar a la más plural de las historiografías que pretendan perfilar lo ocurrido en los años sesenta. Principal víctima de la catatónica sensibilización del minimalismo, chamán de espaldas a la totémica figura de Beuys, precursor de la obra sometida a un ‘work in progress’ sin fin y capaz de dinamitar lo prefigurado como ‘exponible’, aventajado mártir de la siempre teorizada pero nunca puesta en marcha ‘muerte del artista’, adalid del carácter efímero del arte como representación del divertimento festivo del arte. Todos estos caminos, y muchos otros, pueden articularse alrededor de este artista que cometió el ‘error’ de no hacer las paces con la historia, con su historia. En este sentido, el título de la exposición es bastante oportuno: artista de artistas. Es decir, el lado tenebroso de lo no historiografiado como valioso.
Como se ve, demasiados caminos vienen a converger en la figura de este artista ecléctico y contradictorio en sí mismo. Recorramos muy brevemente algunos de ellos para comprobar como la historia del arte más reciente es también esclava de su propio destino.
En relación a Beuys, a quién conoció en su estancia en Europa no cayéndole demasiado bien, las semejanzas reflejadas en el espejo invertido del arte son dispares. Ambos, católicos, concentran sus esfuerzos en acentuar el poder del artista en cuanto médium catalizados de las energías de la sociedad entera. Beuys apela a su carácter chamánico, al calor conservativo y energético del fieltro, a lo primitivo de los instintos, a la grasa matérica como metáfora de lo curativo del arte. En Beuys todavía cabe la esperanza. En Thek no. Para el estadounidense solo cabe atestiguar la muerte del artista, la imposibilidad de desplegar la fuerza de su interior.
Mientras las instalaciones de Beuys apelan a este sentido de comunidad identitario en lo humano, en su capacidad para hacer comprender a todos que no solo podemos ser artistas, sino que efectivamente lo somos, la más importante de Thek lleva, paradigmáticamente, el título de “The Tomb” (La tumba, 1967).
Sufrimiento, soledad, impotencia… Su tumba es su propia muerte, la que años más tarde le llevó a morir de sida y sin casi reconocimiento. Volcado en transfigurarse en vida como artista, en llenar el vacío de humanidad dejado por el rastro intelectualoide del minimalismo y conceptualismo, anheló un mundo en donde la virulencia salvaje del arte, de un arte que el entendía debía ser festivo, casi surrealista, tuviese cabida. De ahí que Beuys le pareciese demasiado sutil; de ahí que su ‘tumba’ no fuese otra cosa que la inanición mortal de un artista al que le es imposible curar y redimir a la sociedad.
Años antes, de 1964 a 1967, ya quiso atestiguar esta auto-castración del artista que el minimalismo estaba llevando a cabo. Deseoso de insuflar aire nuevo, de contaminar el panorama artístico con las vísceras que le faltaban, con el sentimiento insurgente del corazón del artista, llevó a cabo su serie “Technological Reliquaries”.
Carne, pura carne: lo prohibido del arte de la época. El arte es del hombre y para el hombre; de ello vive, respira y se alimenta. Desecándose en la atmósfera claustrofóbica del minimal, sus relicarios de plexiglás, en donde simula trozos de carne, son la antesala de la rendición del género humano ante sí mismo.
Sus relicarios son, al mismo tiempo, la misma estrategia y también opuesta al body-art de los secesionistas vienes. Mientras estos volcaban su caudal creador en el uso del cuerpo denunciando ya la esquizofrenia capitalista que trataba al cuerpo como lo primero a sublimar y fetichizar, Thek, al igual que con su ’tumba’, se limita a mostrar. A mostrar la amputación de un trozo de carne, a mostrar el vaciado de sus mismos miembros como precisa metáfora de una época: la que invita a concluir que es mejor desertar de un arte que aboga por lo abstracto-intelectual que caer en sus estrategias.
Así, sus relicarios son la atestiguación de una dejación, la suya propia y la del propio arte con él. Mostrar, en urnas, como prefiguración del archivo, toda la carne que ya no es ni siquiera necesaria, es todo lo que resta por hacer.
Quizá le dio tiempo a ver el despuntar del arte abyecto, a considerar la obra de Gober, Kiki Smith o los hermanos Chapman, pero quizá sería en esta época cibernética, mas cercana a la inutilidad del cuerpo que propugna Orlán, donde sus relicarios adquirirían un valor de museo (en el sentido mas mausolítico posible) mas global: no ya la falta de sentimiento en el arte, ni el troceamiento de desecho del cuerpo, sino la imposibilidad del cuerpo de cumplir su primaria función relacional.
Mas tarde, ya en los años setenta, y habiendo constituido el grupo The Artist’s Co-op, a modo de cooperativa de artistas en el que la obra final era entendida como un proceso de trabajo efímero donde cada cual participaba según las propias sinergias desplegadas, fueron las instalaciones el principal foco de su labor artística.
Con ellas, y dándoles el nombre de “Procesiones”, quiso aunar el carácter de proceso y de rito que entendía debía ser esencial para el arte. En ellas, objetos personales, relacionados con su infancia, eran dispuestos sobre tableros o espacios expositivos donde temas como el tiempo, la metamorfosis, la muerte o la resurrección eran sugeridos por las relaciones que desplegaban entre ellos.
Sus instalaciones poco tenían que ver con el tan querido ‘ambiente’ de nuestros tiempos a lo Olafur Eliasson, ni con el exhibicionismo biográfico a lo Tracy Emin. Se trata de un soterramiento para lo festivo, para dar rienda suelta al desprecio de ciertas estructuras del arte, para el surrealismo infantil nada infantiloide. De ahí que esté más bien en posteriores trabajos de Mike Kelley, de Martin Kippenberger o de Cosima von Bonin. Una especie de Peter Fischli y David Weiss pero festivo, no apelando a la materialidad relacional del objeto, sino a su aspecto festivo.
Una vez vista su obra en paralelismo constante con lo que se estaba urdiendo en la época, aún después de sopesar como plausible otra lectura historiográfica, urge la pregunta por la sinceridad de tal proceso. Urge el desmontaje también, como el reverso del reverso, de cierto malditismo y cierta sentimentalidad de outsider con él asociada. Urge, en definitiva, tratarle con la seriedad que él mismo desearía: la de enfrentarle de tú a tú con una historia que se tejía a sus alrededores y con la que no se sentía cómodo pero a la que no dejaba de pertenecer.
Licenciado Panizo, hay momentos en que el tiempo congela el universo, a excepción de sus dedos de cirujano psicópata (perdonen la redundancia): bisturí y tajo, la realidad ora diseccionada, ora degollada; vuelve a correr el tiempo y la dichosa realidad se encuentra con una herida sangrante, con la ignominia añadida de ser visible para los atentos.
ResponderEliminarTenga cuidado licenciado, la realidad es una perra vengativa.
No se preocupe, la realidad está tan devaluada y débil frente al simulacro que, de poder esgrimir esos dientes feroces que usted dice, no sería sino para desdentarse en el intento y plasmar así la farsa definitiva. Marx ya dijo que la historia siempre sucede dos veces, una como tragedia y otra como farsa. Espero siga visitando este blog y tome sitio en las primeras filas para disfrutar de semejante espectáculo. Quizá sea lo único que podamos hacer, disfrutar orgiásticamente del sinsentido en la pantalla mediática del simulacro tardo-postmodernista. ¡Ni Nietzsche hubiese imaginado nunca una danza más dionisiaca que esta!
ResponderEliminarTomaré asiento pués, tengo asumido mi rol de espectador en este desfile de sombras cavernarias. No bostezaré, pero tampoco espere aplausos de un público tan mediocre y pragmático, no soy del gusto de las obras que exigen de meditaciones ni transposiciones su contemplación. Vamos, que prefiero una sesión bebop al "highway 61" de Dylan...de hecho colgaría a Dylan en frente de su amado Vaticano.
ResponderEliminarEntiendo su postura perfectamente, eso hace doblemente meritorio su posición e interés. No obstante, no olvide que en la canción que menciona, alguien le pregunta a otro como crear una Tercera Guerra Mundial. La respuesta de éste es obvia (y casi hasta profética): solo saque unas gradas al sol...
ResponderEliminarLas gradas ya están, el espectáculo también... Y la imagen de un sol pixelado calienta tanto que apenas da tiempo a disfrutar.
Convertirse en espectador del último espectáculo requiere danzar en esas gradas; si quiere hacerlo a ritmo de bebop, me parece realmente perfecto (yo trato también de hacerlo a menudo).