martes, 7 de abril de 2009

LA POLÍTICA DE LA MIRADA: UNA SOSPECHA

ÁNGELA BULLOCH: “SMOKED, FORMED & QUARTERED”
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 05/03/09-30/04/09

A finales de los ochenta, cuando Jeff Koons y compañía jugaban a desquiciar el mundo post-wharholiano previo al retorno a lo real y ya era usual moneda de cambio el recurrir a la enunciación teórica de la fetichazación de la obra-mercancía como algo acabado en sí mismo cuya misma posibilidad de dinamitar el “sistema-institución arte” no era mas que una parodia de sí mismo (¿se podía ir más allá de Haim Steinbach al presentar unas Air Jordan como obra de arte?), parecía que muchas otras cosas llegaban también a su final. Entre ellas, la problemática, tan querida al minimalismo y herederos, de la percepción.
No solo la radical sustitución del valor de uso por el valor de cambio en el readymade extremo (y la consabida mercantilización) hacía inexistente tal problemática, sino que la perfomance y el video-art habían ya dinamitado su posible valor al inscribirlo dentro de sus potencialidades. El tiempo, la durée bergsoniana, ya no corría de parte del individuo, ya no era el sustrato bajo el que la obra de arte se desplegase completamente, sino que, o quedaba sedimentado en la imagen-tiempo del video-arte, o quedaba anulado en el carácter efímero de gran parte del arte de los ochenta.
Pareciera como si toda práctica que tuviese como presupuestos la participación del espectador en forma de psiclofía de la Gelstat, estaba llamada a ser eliminada. El minimalismo entonces, como tótem de la perceptividad, pasó una gran temporada entre las aguas del reapropiacionismo, el diseño industrial y la instalación de ambiente.



Sin embargo, a día de hoy, cuando el ‘engaño’ duchampiano no solo ha llegado a meter dentro del museo unas zapatillas Air Jordan o un tiburón en formal, sino que la perceptividad misma es algo devaluado en sí mismo gracias al bombardeo sísmico y sistémico de imágenes a las que nuestra retina apenas puede poner atención, ¿a qué es debido el resurgir de cierto minimalismo que, si bien nunca estuvo muerto del todo, sí que parecía enclaustrado y encorsetado en unas pocas de prácticas?
El mismo Koons nos puede dar la pista: “Fundamentalmente son los medios los que definen la percepción que el individuo tiene del mundo, de la vida misma, de la forma de relacionarse con los demás. Los medios definen la realidad”.
Desde luego nada nuevo. Pero todo suma. Unas zapatillas, igual que un par de balones de baloncesto en agua o un tiburón en formal. Puede que nuestra retina no sea capaz de percibir nada en esta vorágine mediática, pero cada imagen es sedimentada por otra nueva en una adición si paliativos ni deceleración en su re-producción. La superficie mediática se hace mas densa, la realidad definida por los medios, tal y como adelantó Koons, deviene radical simulacro.
Pero, debajo de esta realidad mediática viscosa y condensada en su autoreproducibilidad en tiempo real, está, como bien ha teorizado Boris Groys, la sospecha. La misma que hacía ver en el urinario de Duchamp algo más que un engaño, la misma que se escandaliza el ver el tiburón de Hirst: la sospecha es constitutiva de la contemplación de la superficie mediática, es el medio de los medios.
En la economía de la sospecha desarrollada por la era postmoderna, al radicalizarse la tensión de la novedad que apuesta por una inclusión en el archivo ‘cultural’ dependiendo únicamente de su carencia de valor en la realidad, tal sospecha no ha hecho sino incrementarse exponencialmente. Koons, por ejemplo, con su afirmación, solo dice que él ya no sabe lo que hay detrás de sus balones de baloncesto, que su ‘engaño’ forma parte de la simulación de la pantalla-mediática.
El readymade es el punto de interferencia entre el espacio profano de la realidad y el submediático. Se han confundido tanto que la sospecha ya es general. El mundo es esquizoide en sí mismo: en la mera virtualidad de cualquier acontecimiento se esconde el carácter de sospechoso de la misma pantalla-mediática. Nada escapa ya a la sospecha. La superficie mediática del lienzo permite distinguir entre lo representado y la representación; la superficie mediática postmoderna hace imperceptible esta diferencia generándose la sospecha masificada.
Las preguntas que surgen a raíz de esto son complejas: ¿podría coincidir, como ya quiso preveer Marshall McLuhan el medio con el mensaje?, ¿puede convertirse el soporte en signo haciendo impotente toda sospecha?, ¿el ser se desoculta en su mismo ocultarse?, ¿son los dos balones de baloncesto arte o son solo dos balones de baloncesto?
Quizá teniendo en mente estas preguntas uno puede entender mejor la problemática a la que trata de enfrentarse el arte post-minimal. Porque no se trata de un “lo que hay es lo que se ve”, cumplimentando a Frank Stella, ni tampoco de un re-agenciarse la estética minimal asumiendo una crítica simulacionista como la que mantiene Peter Halley. Asentados de lleno en la fenomenología de la experiencia electrónica, el post-minimalismo no puede mantener sus anclajes en teorías cercanas a la psicosofía de la Gestalt, propia ya de una percepción estática y subjetiva, ni tampoco seguir el juego a la recodificación fetichizada, por muy ideologizada que esta quiera presentarse.
En la definición que Donald Judd daba al minimal, como arte capaz de no significar nada, es donde hay que ver la potencialidad de sus presupuestos para intentar trascender la sospecha mediática actual. Es decir, la problemática de la percepción debe ser redirigida hacia el estudio de los impactos mediáticos a nivel de superficie de manera que, al tratarse de una mirada desprovista de aditamentos, capaz de no significar nada, la relación de sospecha con el fondo submediático genere al menos momentos de reflexiva lucidez.



En este sentido, el post-minimalismo de Ángela Bulloch se centra en los procesos más conductistas puestos en marcha por los medios. La pregunta podría entonces ser única: ¿qué dirige el comportamiento humano? Nuestra mirada se centra en algo, recibe un estimulo y se actúa en consecuencia. A eso, sucintamente, se le llama libertad. Y hasta ahí llega la sospecha. ¿Somos libres?, ¿nuestra mirada es desinteresada?, ¿nuestra mirada no significa a priori nada?
Como se puede apreciar, estamos cerca de las teorías conductivas de Paulov. A la revolución informática que propugna una materia reducida a información digitalizada, a la revolución cuántica que asume una materia como efecto de la curvatura del espacio, se le suma la revolución biogenética: ¿puede ser la materia reducida a código genético?, ¿puede manipularse, como materialidad pura que es?, ¿podríamos, en último caso, aceptar una ética semejante que, en principio, estaría de igual a igual con el resto de revoluciones?
La dualidad de esta problemática ya la ha apuntado Zizek hablando de Deleuze: o la misma realidad positiva se constituye mediante la actualización del campo virtual de potencialidades inmateriales, o la aparición del pensamiento y del sentido señala el momento en que la realidad constituida reconecta con su génesis virtual. Es decir, o son las señales de materia bruta que pueblan la pantalla mediática las que operan un devenir-acontecimiento reduciendo la ‘verdad’ a una abstracta fórmula genética, o entre el estímulo y la respuesta existe al menos una sospecha de que algo se oculta debajo de la pantalla mediática.
No hay solución porque hallarla sería ser capaz de ver el medio submediático de los signos, algo que nos está vetado. Pero el plantearla ya es un logro en sí mismo porque, en la implosión de la superficie mediática postmoderna, la tensión que la sospecha establece entre el exterior de la superficie mediática y su interior submediático es brutal: no sabemos si consumimos porque deseamos, o deseamos porque consumimos.
La disyuntiva pudiera parecer manida, pero el mismo hecho de que parezca estar tan claro y que desde la misma superficie mediática se nos haga ver que la libertad prima por encima de todo, ya nos puede poner en la senda de la misma sospecha. ¿Qué valor puede tener una libertad que no es lograda ni adquirida, ni tan siquiera consensuada, sino solo vociferada por los altares mediáticos?
En este sentido, no deja de tener sentido la crítica a la teoría de la comunicación de Jürgen Habermas. Más que plantearse la comunicación dentro de unas relaciones ideales, habría que desenmascarar la sospecha de una actual teoría del conocimiento que no hace sino elaborar las reglas de comportamiento del capitalismo emocional. Una ética que se disuelve en un psicologismo con claros tintes conductistas, unos libros de autoayuda, best-seller gran parte de ellos, que enseñan a los “yoes” de los individuos del capitalismo emocional alcanzar una identidad que cotice, serían dos breves pinceladas para mostrar que la comunicación es la primera sospechosa a la hora de erigir un sujeto autónomo.
En todo caso, la labor es esa, resemantizar el campo social y político para poder ver apenas algo debajo de la superficie de signos. La obra de Bulloch, el post-minimalismo en general, pretende comenzar por la percepción.
Se trata, en parte, de seguir la crítica de Fried al mismo minimal al considerarlo un arte teatral en relación a la importancia depositada en el tiempo puro de la percepción: ir mas allá del teatro y situarse a las puertas de la misma simulación, donde las señales mismas se vuelvan estímulos y donde toda percepción, incluida la estética se convierta en respuesta.
En un mundo complejo como este, se busca tolerancia y racionalidad. Todo mirar pretende ser matematizado y computabilizado de inmediato. Eso, o pasar a otra imagen. Pero en la obra de Ángela Bulloch hay que hacer una excepción. Ni hallamos la secuencia matemática, que a modo de abstracta fórmula se convierta en la materialidad de nuestra percepción en la superficie mediática, ni podemos pasar a otra imagen. Nuestra contemplación, la experiencia estética, trata de adecuarse al ritmo infinito de las luces tratando de buscar un orden o un caos. Queremos, por encima de todo, despejar la sospecha.
Pero no hay manera. No nos decantamos por la intencionalidad ni por la casualidad. La sospecha irrumpe ahora en su máxima potencia: quizá haya efectivamente desaparecido la era de la interpretación y hallamos entrado en la nueva era de la programación. Todo se recrudece: nuestra mirada se materializa efectuada en una materialidad conformada por código binario de unos y ceros. No es ya sospecha, sino horror.
Quizá ahora se entienda lo necesario del arte. Quizá pudiéramos, como dicen otros, relajarnos, disfrutar un poco al menos. Si Benjamin ya adelantó que “la humanidad se ha vuelto un objeto de contemplación para sí mismo”, quizá pudiéramos gozar del espectáculo que se nos ofrece: un mundo en demolición. Pero quizá se nos pida mucho, nada más y nada menos que gozar, por fin, estéticamente. O quizá sea que detrás de cada mirada no solo se halle la inocente sospecha, sino el horror más despiadado. Gozar en semejante estado sería de un cinismo atroz.
Pero, quizá sea esa la respuesta que se nos pide dar sin nosotros saberlo, gozar cínicamente de la demolición Quién sabe. Siempre quedará la sospecha.

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