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Claro está que, conociéndonos, la solución será la callada por respuesta: un disfrute en el Disneyworld del mundo psicóticamente infantilizado de hoy en día esperando que en la próxima vuelta de la noria surja la pregunta precisa. No hay más que ver el impudor catatónico del ciudadano medio pegado a su pantalla telemática mientras simula un dolor que ya no es dolor, que es mera anestesia centrifugada en la vorágine de imágenes a la que se presta cada noche, para atrevernos a prefigurar tal salida.
Aún así, ciertas preguntas a vuelapluma son capaces aún de despertarnos de la modorra general: ¿seremos capaces de desenchufarnos de la pantalla global?, o, si no nosotros mismos (cosa que sería de un heroísmo casi beatífico), ¿pueden aún darse las condiciones para que nos veamos apelados a una inminente desconexión? Es decir, ¿podremos deshacernos del poder autoritario y despótico del objeto o, siendo ya tarde, sólo nos resta adecuarnos lo mejor posible para una definitiva puesta entre paréntesis del significado de ’humano’?
Quizá la cosa no sea, después de todo, tan dramática, pues las posibilidades son sólo eso, lugares límites a los que el pensar humano puede llegar. Pero lo que sí está claro es que, sobre todo desde la filosofía y el arte, el tipo de respuestas que se den a estas preguntas en las siguientes décadas pueden orientar una salida u otra.
Por de pronto, Alberto Gracia apuesta por una reestructuración de los parámetros que siempre han guiado la acción del ser humano en la realidad para así provocar el surgimiento de una nueva tectónica de superficies que, en su disfuncionalidad, otorgue nuevas perspectivas a la praxis humana lejos ya del plegarse a la irreverencia topológica del objeto.
Crear roturas, microfugas, cortes en la superficie, hacer del dolor causa común, de la enfermedad posibilidad última, permitir una reactualización del objeto ya consumido, etc. Esas son, principalmente, las estrategias que usa para violentar una realidad despojada ya de todo atisbo de subjetividad. Como él mismo dice, su arte consiste en “desmembrar los mecanismos de acercamiento a la realidad”.
¿Qué se consigue así? Una nueva diferencia que haga saltar lo imposible. Sabe que su labor es inútil pero, justo por eso, se pueden esperar muchas cosas. Su estrategia es la de permitir una reactualización del objeto ya consumido para así crear una diferencia prorrogada que permita el último intento de afianzar una nueva libertad, el surgimiento de una nueva dialéctica que tenga a la tan denostada utopía como uno de sus polos aunque sea en su carácter de imposibilidad.
Como artista, todavía se permite el lujo de apelar a los poderes adivinatorios del artista-chamán: en palabras de Deleuze, “la interpretación adivinatoria consiste en la relación entre acontecimiento puro (todavía no efectuado) y la profundidad de los cuerpos, las acciones y las pasiones corporales de donde resultan”. Porque de eso trata su arte, de crear las condiciones para una última adivinación, una última interpretación que siempre ha sido postergada en el proceso de cosificación llevado acabo por la economía ilustrada del signo-mercancía.
Siguiendo un poco más al filósofo francés en el mismo párrafo, él mismo nos da las claves: “y se puede decir precisamente cómo procede esta interpretación: se trata de cortar el espesor, de tallar las superficies, de orientarlas, de agrandarlas y multiplicarlas, para seguir el trazado de las líneas y de las rupturas que se dibujan sobre ella”.
La labor por tanto que el artista carga sobre sí se nos antoja fundamental, no sólo porque esa y sólo esa ha sido desde siempre la misión del artista, la de erigirse como ‘daimon’ e intérprete de lo que sucede en la superficie gracias a su contacto con las profundidades del abismo, sino porque la producción capitalista, en su esquizoide apuesta por el objeto, ha logrado lo que parecía imposible y que, por el contrario, llevaba como un estigma ya desde su mismo comienzo: ha conseguido cosificar toda interpretación reduciendo el ámbito de la apariencia hasta la domesticación precisa en el simulacro global.
De esta manera toda interpretación (es decir, toda relación entre la superficie y la profundidad) es, en cuanto eterno retorno de la presencia que todo objeto reclama para sí, un plus en la cosificación técnica, un eslabón más en la cadena de un olvido. Así pues, su obra testifica la repetición que siempre ha quedado olvidada en el eterno retorno que el capitalismo ha favorecido.
Pero, ¿cuál ha sido este olvido?, ¿en qué ha consistido la repetición por la que el capitalismo ha optado? Algo ha quedado siempre velado en el proceso de cosificación: la repetición capitalista, en cuanto repetición del proceso técnico del producir objetos, no repite la mismidad, sino la diferencia. Otra vez Deleuze es claro: “la repetición no es nunca repetición de lo mismo, sino siempre de lo diferente como tal, teniendo la diferencia en sí misma por objeto la repetición”.
Así, lo que se llega a cosificar en esa repetición sin fin es el mismo producirse, la misma diferencia que permite la repetición, el mismo sujeto que como productor opera una nueva secuencia de la repetición. Y el olvido consiste precisamente en eso, en haber optado desde el principio por una repetición que, en el dogmatismo de la diferencia impuesta por el objeto, lo humano, la libertad humana como garante del producir ilustrado, ha quedado vejada en lo más profundo no siendo ya sino un mero efecto de superficie, una rugosidad topológica.
Pero es que, como ya hemos dejado caer, no podía haber sido de otra forma: el pensamiento puro, en cuanto producirse, se excluye a sí mismo en el momento en que se piensa, no siendo entonces el ‘yo’ más que una sucesión de repeticiones de una diferencia de la que ha quedado, desde el principio, excluido. Es decir, el proceso de reificación con que el capitalismo, como producto ilustrado, ha intentado racionalizar el mundo, basándose para ello en el principio de identidad, necesita como razón sine qua non de su propio éxito olvidar aquello que lo alentó con cándida inocencia: al sujeto autónomo.
Esta teoría del olvido esenciante al proceso ilustrado no es en absoluto nueva, sino que ha venido marcando cualquier crítica más o menos válida que se haya podido hacer a tal proceso, sobre todo desde el momento en que el capitalismo entró en su segunda época, la de la industrialización técnica. En Heidegger, por ejemplo, el proceso ilustrado no es más que un traer a la presencia la cosificación técnica del ente que, en su darse, olvida aquello precisamente que lo esencia, el ser. Es decir, el desvelamiento técnico del objeto como ente hace que el ser quede oculto y olvidado.
Es más, considera que la metafísica ha terminado debido al despliegue total del ente que posibilita un olvido del olvido del ser. No es sólo que del ser no quede ‘nada’, sino que incluso esa ‘nada’ es olvidada. Por tanto, el ser, al ser rehusado, al permanecer siempre en su estar fuera, está siempre a la espera de su descocultación, está siempre en la promesa de su advenimiento. El giro ontológico de Heidegger consiste en hacer de la nada que le queda al ser punto de partida para propiciar un pensar rememorante que de verdad esencie, en un retorno a la pregunta original, al ser. De ahí que defina al ser como lo que se piensa siempre de la diferencia.
Hacer de dicha pregunta por el ser la pregunta que esencia también al ser humano en cuanto Dasein, en cuanto irle de suyo la misma pregunta por el ser de modo que el Dasein es aquel que se sitúa en lo abierto del ser, aquel que a su esencia le va permanecer extáticamente en el lugar que el ser rehúsa una y otra vez como suyo, quizá sean consideraciones que se nos escapan en este breve ensayo, pero que no son desde luego ajenas a las consideraciones postmodernas en relación a las consecuencias que para el ser humano haya podido tener un olvido esenciante como característica de todo producir ilustrado.
En todo caso, la postmodernidad puede entenderse como la imposibilidad irresuelta de esta última posibilidad: la de retrotraernos a un pasado que nos esencie y por el que olvidamos preguntar desde el comienzo. Percatarnos de cual fue ese olvido, al tiempo que las mismas condiciones de posibilidad quedan fagocitadas en un darse del objeto dentro de la vorágine en su velocidad límite, no es otra cosa que la última consecuencia de una modernidad que se las prometía muy felices y que no ha hecho sino encallar en la más profunda de las desutopías.
Sin embargo, y aún pareciendo inocente, Alberto Gracia sabe demasiado bien que es en ese olvido en donde hay que actuar permitiendo, como ya hemos dicho, crear la ‘diferencia olvidada’. Como él mismo dice, no se trata de seguir “la política del frenazo, basada en la oposición extremista al fluir de acontecimientos”, ni tampoco optar por “la total adecuación cínica a la situación, con las velas desplegadas a favor del viento capital”.
Esta toma de posición desde dónde comenzar a pensar la ‘diferencia olvidada’ pudiera parecer obvia (y más aún tratándose de un artista dado que estos, si algo han de tomar como sustrato material con el que trabajar, es precisamente una estructuración precisa de la realidad con el fin de problematizarla), pero sin embargo, en los tiempos que corren, dista mucho de ser común.
Porque si algo cumple a rajatabla el arte de hoy en día es tomarse en serio a sí mismo lo mínimo que haga falta para poder seguir la fiesta del funeral de un arte indigestado en su propio éxito. Así, si por una parte, dejarse llevar por las velas del cinismo postmoderno es algo ya tan manido que, si en los ochenta pudiera tener su punto de gracia, hoy es difícil que escape de la sandez exhibicionista en que el propio arte se ha convertido (además de ser un encubrimiento perfecto de un arte que se entiende como divertimento mayúsculo y lugar privilegiado para el fluir del capital), por otra parte, pretender seguir en las trincheras de la izquierda es otro defecto bastante común que no hace otra cosa que exhibir una inocencia incapaz de comprenderse como un momento y necesario para el perfecto fluir del capital.
Su obra, por el contrario, dentro de plantearse como ajena o contraria (¿se puede ser contrario o inocentemente crítico respecto de algo que es indisoluble de nuestra actual relación con la realidad?) al simulacro en que el acontecimiento de la diferencia ha devenido, y lejos también de plantearse como la enésima idiotez con la que simular un balanceo forzado en el poder maquínico del signo, opta por el cortocircuito, por una nueva causalidad gracias a un efecto ya anteriormente producido, por un reacoplamiento que posibilite una re-interpretación y una re-producción.
Aquí Alberto Gracia introduce su concepto de de-consumición. Se trata de dar nuevas oportunidades para el surgimiento de lo imprevisto en una lógica que parece finiquitada en su mismo producirse como objeto acabado. Reintroducir, en el proceso de reificación, un objeto ya consumido (entendiéndose como ‘consumido’ el efecto de superficie que se actualiza en cuanto producto del olvido al que antes nos hemos referido) puede provocar una grieta inesperada, una coagulación topológica en el campo de inmanencia, un (como veremos) absceso en el sistema de producción. De-consumir, en las propias palabras del artista, no es sino “imaginar a un Sísifo dichoso”, el reflejo invertido del superhombre de Nietzsche y su amor al destino.
El artista, en cuanto apelar a la autonomía del sujeto, lo tiene claro: sus instalaciones tituladas “Microfugas” necesitan de la interacción del espectador para que todo se vuelva a poner en marcha. Es decir, un intento desesperado (tan desesperado como puede plantearse una acción que se sabe fracasada desde el principio) por reintroducir la diferencia en el olvido sólo puede venir dada por ese mismo sujeto que en el origen se planteó como autónomo.
Ejercitar su libertad, una vez más, puede enfatizar el regreso a un origen que guarda en su seno una última posibilidad. La deconsumición, en cuanto un ya-sido que se actualiza en el futuro, y en cuanto serle imprescindible una acción del espectador, asume los tintes existencialistas de Heidegger. El instante es el momento en que el Dasein se hace cargo de sí mismo y decide invertir toda la historia anterior; es decir, el momento en que otorga, mediante su todavía libertad de acción, una ulterior posibilidad a ser esenciado como aquel que impone su destino y no se ve impedido por el poder maquínico del objeto.
De esta manera, el instante, en el cual la diferencia queda olvidada en la cosificación técnica del eterno retorno de la diferencia, se desfetichiza en una de-consumición que es comprendida como el fracturar de ese mismo instante desde dentro. A este propósito el artista dice: “hay que vivir el instante como algo que es, que acontece, y cederle la importancia que se des-merece”. La de-consumición se transforma por tanto en una nueva valoración de lo cotidiano lejos de la autonomía del instante. El poder maquínico del signo, fagocitado en esa simple reinserción de lo ya producido, queda desanclado en sus mismos presupuestos.
Aún con todo, esa reactualización de la repetición productiva del signo-mercancía mediante la valoración de un instante retrotraído en la de-consumición, ¿supone una brecha en el entramado capaz de llegar al núcleo, o simplemente es un efecto de superficie más que no tarda en ser deglutido por la lógica del simulacro imperante?
Alberto Gracia utiliza la ironía y sabe bien que no es tiempo de recolección sino únicamente de provocar una trabazón sistémica por mínima que esta sea. Así, dos son, en palabras del artista, los efectos que se consiguen: “la propia grandeza de los microtrascenderes (fugas aparentes a la horizontalidad de los desarrollos puramente dialógicos y nihilistas” y “la estimulante complejidad de los simple (acciones de carácter multiplicativo)”.
Quizá se piense que bien poco se haya conseguido a pesar de lograr un injerto en el tejido capitalista, pero, ya sea porque la inocencia es lo único prohibido al actuar postmoderno, ya sea porque la dromótica de la velocidad límite en que todo producirse encalla constituye una pantalla tan precisa contra la que bien poco puede hacer una leve desconexión maquínica, lo cierto es que el tiempo de pedir cuentas, el tiempo de las grandes preguntas, hace ya tiempo que acabó. “Las pesadas preguntas filosóficas ya no tienen cabida en este fluir frenético de los acontecimientos, es ahora el turno de lo cotidiano, del quehacer lúdico del presente continuo”, dice el artista a este respecto.
Su fracaso, el fracaso del artista, ¿significaría acaso el hundimiento de una humanidad entera que ha perdido cualquier aliciente que no venga dado por su conexión a la pantalla global?, ¿sería nuestro futuro el de aquella novela de Philik K. Dick en el que el protagonista se conecta a una máquina para recibir la satisfacción inmediata a cualquiera que sea su deseo? Por el contrario, su éxito, ¿significaría acaso que aún cabe algún tipo de esperanza?
Situarse en los extremos de tal dialéctica es algo que queda excluido al habitante postmoderno: sabe que, más que jugar a ganar sabiendo que se puede perder, lo único que le está permitido es ver la superficie mediática de los signos sin ser capaz nunca de desvelar qué se oculta detrás de ellos. Es decir, lo único a lo que puede apelar es a una sospecha,
De nuevo, todo viene a coincidir: todo signo designa algo al igual que lo oculta, que lo esconde, es decir, que lo olvida en su propio producirse. Más aún, igual que el olvido del ser se hace necesario como forma precisa de intentar de veras un rememorar esenciante (es decir, igual que el nihilismo se hace razón necesaria para un pensar acerca del ser), así la sospecha es constitutiva de la contemplación de la superficie mediática. La sospecha, para decirlo en palabras de Boris Groys, “es el medio de los medios” y la forma existencial del habitante del plano de inmanencia postmoderno.
Porque, al igual que sólo se es en cuanto que se consume, solo se es en cuanto que se desea, sólo se es en cuanto que se está vigilado, sólo se es igualmente en cuanto se sospecha, en cuanto uno tiene la intuición de que, detrás de esa vorágine de imágenes que nos bombardea, no hay nada, que detrás de la pantalla que nosotros mismos nos creamos, tampoco hay nada (o al menos, otra cosa bien diferente de la que se exhibe). Y es que, como bien dice Debray, “cada uno se museografía en vida”, es decir, cada uno se constituye en pantalla desde la que autoexhibirse. Y, de esta forma, cada uno es la sospecha que carga detrás de su propia pantalla haciendo de nuestra propia relación con el mundo una relación paranoica.
¿Por qué se aplaude hoy al que más rápido fluye, se pregunta Groys? Porque el miedo es radical, porque la paranoia es extrema, porque la violencia lo salpica todo, porque la mirada del otro es siempre la mirada de la sospecha y porque, siendo la hipervigilancia el nexo esencial del habitante postmoderno, lo que toca es intentar huir. Y huir, huir aunque sea de esta manera tan decadente que consiste en anestesiarnos delante de la pantalla, no puede ser considerado ni una victoria ni una derrota.
Así pues, la labor del artista, lejos de plegarse a los dictados del éxito/fracaso, consiste más bien en desvelar mínimamente el proceso de sospecha que toda novedad produce en el campo topológico, proceder a atrevernos no a mirar debajo de la pantalla (cosa que nos está vedada) pero si a, al menos, saber que siempre hay un ‘plus’, una repetición que retorna en su olvido, un objeto que vuelve de-consumido, un espectro que, como el padre de Hamlet, vuelve para enfrentarse cara a cara con la sospecha convertida ahora en seguridad.
Así, lo más que llega a decir Alberto Gracia es que, merced a esta implosión, “el todo no es la suma de las partes, es mucho más”. Es decir, si la realidad es todo lo que se ha quedado fuera del archivo, plantear una lógica de las microfugas es plantear la posibilidad de una novedad que, en su propia repetición, plantee la sospecha más radical, la que da cuenta de que, como dijo McLuhan, “el medio es el mensaje”; es decir, de que ya no hay forma de separar el mensaje subjetivamente interpretado del hablante particular que enuncia el mensaje del medio. De tal manera, la “verdad” se da con anterioridad a su enunciación, la realidad se da en proposiciones ya legitimadas por el poder desde antes de ser inferidas. Poder y subjetividad, en la pantalla telemática que opera bajo el poder despótico del signo (la tecnología del poder en Foucault llevada al límite de su perfección), coinciden en su aterradora mismidad
Hay ecos de Zizek, y por tanto de Lacan, en este planteamiento final: “la realidad es no toda”, “la vida humana nunca es ‘meramente’ vida, siempre es sostenida por un exceso de vida”, dice el esloveno. Plantearnos qué es ese “más” que nos queda vetado es plantearnos, de una vez y por todas, que puede ser considerado ese “olvido” al que una y otra vez volvemos para articular el discurso y el sentido de la obra artística.
Quizá en este punto es donde el llegar demasiado lejos se torna una decisión de absoluta trascendencia. Aquí si que uno puede mirar para otro lado, hacer de dicho olvido algo que, como por otra parte ha sido siempre, nos conviene y con lo que no vale la pena andarse haciendo preguntas que hagan de él, de ese olvido, algo actual en la economía de la sospecha. Porque, en este punto, se corre el riesgo de hacer del propio intento un simulacro más. Aquí si que todo lo demás, todo lo dicho hasta ahora, puede convertirse en una pose, en un guiño, en un manierismo postmoderno como los hay miles y, sin duda, los seguirá habiendo.
No andarse por las ramas significa hacer de la propia irrupción en la economía maquínica del simulacro telemático una posibilidad a la que hay que valorar tal y como es. Como bien dice el artista “crear otra posibilidad, esta vez como accidente o precipitación impredecible”. De acuerdo que la posibilidad se da como imposibilidad, que la inocencia es algo de otros tiempos (de ahí que Alberto Gracia califique a sus microfugas de “objetos postrománticos”), que el propio sustrato efímero que sostiene el intento es demasiado débil como para provocar una fisura en el sistema, pero es que, además de que toda acción que revierta en el sistema debe de basarse, como cualquier ética ilustrada, en el “como si”, intentar una secuenciación micrológica a este nivel, tomando el olvido como presente, puede hacer surgir un nuevo lapsus, un error en el circuito que, como diferencia, provoque la precipitación de nuevas subjetividades, ya sea por disolución de la conciencia actual o por su simple superación.
Porque quizá sea esto lo que se esté jugando el arte actual, el proporcionar experimentos para dilucidar la pregunta que esencia a toda reflexión actual: ¿qué hacer con una libertad paralítica que depende de una noción de sujeto y de conciencia que, como poco, está puesto entre paréntesis? No es sólo que pensemos que en la polémica entre Habermas y Slodertijk acerca del futuro post-humano pueda y deba haber un punto de entendimiento, sino que, al fin y al cabo, el sujeto ilustrado se ha visto en la necesidad de renegar de su postura iniciática, la del saber por el saber. Hoy en día se hace necesario mirar para otro lado, no usar un conocimiento que está ahí pero que, dudando de qué hacer, cualquier salida le parece problemática. Porque, si adentrarse en los mundos de la biotecnología y la cibernética pareciera saltar el límite de lo humano, quedarse amedrentados sin usar un conocimiento que se tiene significaría también una traición a la propia esencia del sujeto ilustrado.
Pero vayamos por partes. El planteamiento nos ha llevado a apelar, en la propia lógica del microacontecimiento que sostiene las microfugas, a un ‘plus’ de realidad que, conectado de manera directa con ese propio olvido que ha facilitado la propia asunción del signo como poder despótico, ha quedado olvidada y disuelta en todo producir capitalista. Por tanto: ¿qué es lo que nunca se ha permitido?, ¿qué es eso que es entendido como un olvido?, ¿en qué consiste el ‘plus’ de realidad que se intuye, como sospecha, hay detrás de cada retorno de lo mismo por el poder maquínico del signo?
La respuesta solo puede ser una: ¡gozar del síntoma! La economía del signo, la del signo-mercancía impuesta por el producir cosificante del capitalismo ilustrado no es otra cosa que el estadio más avanzado en que los síntomas son olvidados, no permitidos según una lógica que pretende hacer coincidir siempre todo consigo mismo en una machacona identidad tan falsa como insidiosa que hace que, poco a poco, todo vaya cayendo del lado del objeto.
De tal manera, el síntoma, el error que precipita todo producir, incluso el de la conciencia, es justo lo que ha sido olvidado en todo el proceso de producción humano. De esta manera, toda la filosofía contemporánea no ha hecho sino intentar asumir esa diferencia “genética” que asola toda producción. Intersticio, grieta, diferencia, deconstrucción, diferentes palabras para referirse a lo mismo: al error original que, como olvido, sigue campando a sus anchas en el producir humano.
Así, mientras Deleuze se refiere a que “lo que cuenta es el intersticio entre imágenes, entre dos imágenes”, Lacan no duda en hacer surgir al ‘yo’ de la “diferencia mínima” que surge en el hiato entre dos significantes. Es decir, el ‘yo’ es una diferencia olvidada, un error en la diferencia que existe entre significado y significante. Lo específico humano es el fallo en el orden de lo simbólico, cierto fantasma consustancial. De tal manera es esto así que el sujeto es entonces el interminable proceso de división y repetición que lleva en el error sustancial del mismo proceso su esencia propia. El sujeto es entonces eso: diferencia y error. ¿Qué le queda entonces? Precisamente eso que se ha visto obligado a olvidar: el síntoma de su propio error, gozar del síntoma.
Gozar del síntoma es lo que eternamente ha estado presente en todo pensar pero que, en su misma cualidad de pensado, ha sido necesario mantener en el olvido. Gozar del síntoma es seguir las palabras de Hegel a la hora de calificar a la razón como locura total, como el mismo exceso de la locura, es hacernos eco de Kant al hacer de estados idealizados imposibles sus ideas reguladoras, del mismo Adorno cuando sentencia que todo pensar que no acabe en la trascendencia será guillotinado, de Zizek al decir que el exceso propio de razón es inherente a la razón misma, de Freud y su ‘pulsión de muerte’ como exceso del propio placer y, por último, de Lacan y la renuncia que plantea al ‘plus de goce’ como condición previa para entrar en el orden socio-simbólico (orden de la razón ilustrada).
Pero, sin querer hacer una inspección demasiado detallada, ¿cuál sería hoy el objeto de una razón que se produce según esas propias coordenadas de exceso pero que crece en el olvido de ese ‘error excesivo’ olvidando así sus síntomas? Alberto Gracia la tira con intención al basar la razón actual en “el síntoma postmoderno de la paradoja imposible de la felicidad”.
Porque hoy la felicidad se ha tornado ideología. Lo que en otras épocas no era sino la meta que se alcanzaba después de un proceso, hoy se ha objetivado de tal manera que es ella, la felicidad, lo único que propiamente se consume. ¿No es ahora el tiempo de la felicidad instantánea?, ¿no es ahora cuando la propia felicidad constituye el sustrato propio del plano de inmanencia?, ¿no es ahora cuando la felicidad se ha hecho hipervisible de manera que es ella la que soporta el peso de la pantalla global? La felicidad es lo que hace de frontera, de límite entrópico entre la superficie mediática y el espacio submediático. Es en ella, en la felicidad, en donde toda sospecha y todo olvido viene a hacerse efectivo.
La paradoja de la felicidad postmoderna es la siguiente: el signo-mercancía, en el último estadio del desarrollo de su poder despótico, es capaz de hacerla objeto cósico de deseo. Sin embargo, al tiempo que la ofrece, la oculta en el enésimo olvido generado por su propio producirse. Es el último eslabón porque nunca se hubiera pensado que fuese lo más propio humano, la felicidad, lo que se llegase a consumir como objeto. De esta manera el capitalismo ha triunfado en cuanto ejercicio perfecto de dominio del exceso de goce inherente a cualquier producir.
La paradoja está servida en bandeja de plata: al tiempo que se nos permite el goce, se nos indica el cómo y el dónde de tal goce: el sujeto postmoderno aparece como el efecto de superficie de un campo de inmanencia que soporta la hipervisibilidad de una felicidad que, para su consumo, impone su enésimo y más férreo control apelando a toda una serie de regulaciones y prohibiciones. Y, como hemos indicado más arriba, lo perfecto de este control del signo-mercancía es que es interiorizado como propia subjetividad de una manera perfecta. Así, el sujeto mismo es quien se vigila, a quien se le hace creer merecedor de una felicidad que posterga una y otra vez. No tabaco, no alcohol, no colesterol, etc. Se puede gozar, sí, pero siempre que el goce venga dado de mano del poder maquínico del signo de manera que el olvido del síntoma siga sin desvelarse.
Tabaco sin nicotina, chocolate sin grasas, cerveza sin alcohol, etc. ¿Qué oculta el signo-mercancía en su propio ser consumido como promesa de una inmediata felicidad? Oculta eso que ya hemos repetido: oculta la sospecha de un ‘plus’, de un exceso, de una sobredimensión más allá de la felicidad de superficie mediática impuesta por la dromótica de la velocidad límite del signo. Aquí es donde las teorías psicoanalíticas de Lacan alcanzan su apogeo: eso mismo que queda oculto como exceso del propio producirse no es otra cosa que lo Real. Lo Real es siempre el exceso, siendo la realidad la propia extracción de lo virtual de lo Real. Sólo mediante la simbolización lo Real queda filtrado para poder acceder a él. De ahí que el sujeto sea entendido como un lugar vacío, como el fantasma producido por el propio exceso al que no logra insertar dentro de las redes de significados.
Todo esto es bien sabido por la economía capitalista de manera tan precisa que hace de la felicidad del goce ideología. Si seguimos a Zizek en su teoría de la ideología como regulación de la distancia con el fantasma para así evitar lo Real de lo imposible, no podemos dejar de pensar que en la búsqueda hiperconsumista de la felicidad se evita justo aquello que produce el trauma: la posibilidad de lo Real. Así por tanto se goza del tabaco pero sin nicotina, de la cerveza pero sin alcohol, del café pero sin cafeína. Eliminando o, mejor si cabe, olvidando el fetichismo original con que toda mercancía es producida, haciendo de la felicidad de su consumo algo cosificado, se consigue lo que parecía imposible: olvidar, en un consumismo pulsional, el hecho de que ninguna mercancía cumple nunca su promesa.
Las microfugas de Alberto Gracia como posibilidad de una imposibilidad se tornan entonces el reverso de la perfecta ideología postmoderna de la felicidad como objeto consumible en cuanto que, esta ideología, hace del goce y del síntoma la imposibilidad de una posibilidad: consumir y ser felices porque lo Real traumático que puede producir el goce lo hemos eliminado.
Pero, ¿cuál es la consecuencia de esta hipertrofia en el fluir de acontecimientos? La consecuencia es que la propia sospecha se hace ya insoportable. El paranoide dejó paso al esquizofrénico como perfecto sujeto tardocapitalista, pero ahora el fluir es tan insoportable, se consume a tanta velocidad que las patologías se multiplican exponencialmente.
El producir capitalista, en el límite de su producir, habiendo cosificado la imposibilidad misma del posible encuentro con lo olvidado, con el trauma del encontronazo con lo Real, construye una sociedad donde el límite de la libertad se ha convertido en un miedo congénito a todo a todo lo que signifique lo otro. La sociedad misma devine en el simulacro y espectáculo de sí misma. En palabras de Alberto Gracia “lo sindical (resistencia utópica) se ha desdoblado en lo enfermo, se han cambiado las armas campesina (hoces y martillos) por las píldoras de Prozack. El ‘mejor enfermo que encabronado’ se ha convertido en el lema de la postmodernidad, tanto a nivel artístico como a otros niveles, viendo en la píldora, la cápsula, la ficción, la virtualidad, etc, una vía de escape para plantear nuevos puntos de fuga en la situación”. Es decir, sólo la farmacia es capaz de digerir los propios excesos generados por un capitalismo que maximiza hasta el límite la cosificación de la propia felicidad como olvido endémico.
Los procesos de medicalización son por tanto el anverso del olvido que el propio capitalismo asume como punto de partida. Se podría corregir incluso a Adorno y Horkheimer: no es que el mito sea ya Ilustración, ni que la ilustración sea ya mitología, sino que, más bien, la ilustración es un proceso de ‘patología’.
Aquí el planteamiento artístico de Alberto Gracia asume los dictados del esquizoanálisis de Deleuze pero en un tono más aséptico que revolucionario. Si para el francés el deseo implica un campo de inmanencia, un Cuerpo sin Órganos al que procurar una redistribución de los flujos libidinales que lo transita según la economía libidinal del signo-mercancía debido a que las relaciones intensivas del propio Cuerpo sin Órganos produce un exceso en forma delirio esquizofrénico, el carácter eminentemente de-consumido de las “microfugas” hace necesario otro tipo de intensidad. De esto es bien consciente el artista al caracterizar a sus “microfugas” como “cuerpos con órganos ya consumidos” haciendo reverter en ellos una doble lógica, “una doble intensidad: por un lado la intensidad de consumición y por otro la frialdad cadavérica de una presentación como productos”.
De ahí que no se trate tanto de aprovechar las intensidades de flujos libidinales, de reterritorializar el campo de inmanencia en una nueva lógica del sentido, sino de ‘profanar’ el mismo campo intensivo gracias a la presencia del objeto cadavérico y ya consumido.
Y es que Alberto Gracia entiende más la enfermedad como una coagulación intensiva en el campo topológico que no como un mero fluir esquizofrénico de intensidades. De ahí que la forma de enfermedad propia del sujeto postmoderno sea el absceso, la retención de pus, la infección a nivel micro de la pantalla mediática en un punto de intensidad máxima. Y eso justo es lo que provoca sus “microfugas”. Con la reinserción de una repetición no programada, de una producción ya producida, la vorágine telemática que acontece en la pantalla mediática se ve inesperadamente socavada en un error no previsto por el sistema global produciéndose así una coagulación infecciosa en la pantalla.
Si la fanatización es el perpetuarse en la pantalla, hacer del olvido una necesidad, y si la profanación alude a la acción misma de las “microfugas”, Alberto Gracia caracteriza como “ibuprofanaciones” a la profanación del edificio sagrado del dolor, al hacer del dolor causa olvidada y valerse de él para operar una incisión, una herida que supure y drene el absceso que supone la intensidad cadavérica de las microfugas. Es, por tanto, un intento de gozar del síntoma, del error que, aunque simulado en el efecto de la de-consumición, catalice una última posibilidad.
Pareciera en este punto ser radicalmente nietzschiano ya que, según el alemán, la felicidad para el hombre dionisíaco resulta no de una huida del dolor del mundo (léase, de su habitar en la pantalla global que hace del dolor espectáculo hipervisble y, por tanto, anestesiante), sino de la expansión de su afán de superación que tiene como condición el sufrimiento de la lucha contra los obstáculos. El sufrimiento, igual que en Nietzsche nace de un excedente de fuerza, de un ‘plus’ en la voluntad de poder, de una repetición no medida en la lógica del eterno retorno, en Alberto Gracia el dolor es un precipitado de la lógica de la microfuga, un excedente en una producción que se excede a sí misma en cuando opera con el excedente de lo ya consumido. Esconder el dolor y el sufrimiento, ese ha sido siempre desde luego la contraprestación necesaria para que el poder maquínico del signo se haya perpetuado desde su mismo comienzo, desde que se zanjó el asunto con un olvido que parecía revertir en lo beneficioso de la producción de un sujeto autónomo. El hecho de que ahora la anestesia del dolor necesite de ingestas masivas de medicamentos, tranquilizantes, que cree drogodependientes, ludópatas, personalidades bulímicas, compulsivas, no es sino la constatación del estado decadente del nihilismo (pues el olvido no es sino nihilismo) en las sociedades postmodernas. Al final, se harán proféticas las palabras de Baudrillard: “algún día, lo social quedará perfectamente realizado y habrá sólo excluidos”. Es decir, algún día todos necesitaremos nuestro chute diario para soportar el simulacro global de manera que el olvido que acarrea todo producirse no significará más que la garantía de tal sociedad.
En definitiva, la propuesta de Alberto Gracia “viene dada por el hecho de ver la enfermedad como una ventana para decir algo, siendo ésta un reflejo de la norma, la ley, la tendencia, y, en definitiva, la situación socio-cultural en general y la del arte en particular”. Para ello, su arma es la ironía, “no es un cínico ‘así es la vida’, sino un ‘¿así es la vida?’”.
En último caso, sólo nos resta accionar el sistema por él propuesto para comprobar si la lógica de los microsublimes, de los microtrascenderes y la de-consumición basta para crear el reflejo invertido al simulacro postmoderno; es decir, si se genera así un espacio abierto para el definitivo encuentro con lo traumático de nuestro olvido: si generará, aunque sea como (im)posibilidad, el error necesario para operar una lógica del síntoma que proponga una nueva libertad.
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