SAATCHI GALLERY(LONDRES): 29/05/09-17/01/10
¿Tiene aún algo que decir la pintura en el mundo de hoy en día? Así, lanzada de sopetón, podría decirse que no se trata sino de la enésima vez en que dicha coletilla es lanzada al aire, para ser, antes o después, mancillada con un rotundo ‘no’, seguido como es preceptivo también de la enésima apelación a la muerte de la pintura. Pero, no por haber sido perfilada la pregunta un número desorbitado de veces, deja de tener sentido no sólo el plantearla, sino también el intentar contestarla con un mínimo de dignidad.
Hacia ese propósito parece que se dirige la actual exposición que se puede ver en la Saatchi Gallery de Londres, y hacia ese propósito igualmente nos vamos a dirigir nosotros en este pequeño texto.
Para empezar, y por si todavía quedase alguien que albergase dudas, negamos la mayor: en absoluto la pintura se vio relegada de su posición privilegiada por la fotografía. Quizá pueda parecer que el remitir así de primeras a consideraciones surgidas hace más de un siglo (bastante más de un siglo) es una forma como otra cualquiera de salirse por la tangente, pero quizá más bien sea todo lo contrario.
Porque, como suele decirse, de aquellos lodos vienen estos barros. Sostener aún hoy en día que la fotografía fue el principio del fin para la pintura es quedarse atrapado en un arte pre-ilustrado y pre-kantiano, que hacía sorna de todo lo que no fuese copia de la naturaleza y apelaba, en mayor o menor medida, a conceptos como mímesis y catarsis para explicarse.
Porque, visto con la perspectiva que sólo el tiempo puede dar, quizá haya sido más bien el fin del principio: un arte ilustrado, que nace como producto de la sociedad capitalista, un arte que se debate entre forma e idea, entre lo sensible y lo epistemológico, no podía por más tiempo soportarse bajo las decadentes estructuras de lo mimético. Aún es más, cuando la naturaleza pasó de ser el ámbito del habitar al ámbito capitalista ya del producir, nuestra relación con ella cambió definitivamente para siempre haciéndose ya imposible un remitir que no optase por una clara creación de formas según las propias reglas que el genio pudiera darse a sí mismo.
Si en algo influyó la fotografía no fue ni mucho menos en el carácter de representación, sino más bien de reproducibilidad. Apelar aquí a la teoría del aura de Benjamin creemos que es tan obvio que no hace falta ni el explicitarlo. Porque es que, si algo es propio de la pintura, de la pintura de cualquier época pero más aún la que surge a partir del siglo XVIII, es problematizar el carácter mismo de la representación. Es algo que va tan apegado a su misma piel que el aún hoy plantear a la fotografía como su acérrima enemiga y la consecuencia principal de su desplazamiento dentro de las artes, es no entender ni tan siquiera mínimamente no sólo la pintura, sino el arte mismo.
Porque los problemas a los que se parece que se vio sometida la pintura a mediados del siglo XIX son los propios problemas que han dado sustento a todo el arte: qué representar y cómo hacerlo. Y es que, si de algo ha hecho gala el arte en toda su historia es de no necesitar productos externos, como pueda haber sido la primera fotografía, para problematizarse y, así, esenciarse. Porque el hecho es que, como dijo Adorno, “el arte se dirige contra lo que forma su propio concepto”: es decir, el arte problematiza la representación porque le va de suyo el hacerlo.
El estado de impase en el que parece dormir la pintura hoy en día viene, a nuestro modo de ver, por los rescoldos de la última fase de la modernidad que aún aletean en torno al arte. Con el expresionismo abstracto y el minimalismo, con la exclusión que ambos practican de toda signo de representación, el problema de la relación idea/percepción que marca el desarrollo de toda la estética a partir de Kant, queda fagocitado debido a una apuesta descarada por la percepción. ¿Cómo pueden tales obras consistir en la mera organización sensible de la forma, sin ninguna representación o idea contenida en ella? Si algo nos enseña este episodio es que, la fascinación por las apariencias de la modernidad no ha tenido sino su más que presumible epílogo: la disolución de toda la realidad en el simulacro postmoderno.
Hoy, cuando la realidad se disuelve en juegos aleatorios de significado, cuando por tanto la apertura del sentido entra en estado de cortocircuito, cuando todo es deglutido en la implosión de signos y la hipertextualidad se convierte en episteme postmoderna, cuando por tanto la apariencia es simulacro y la realidad se ha convertido en virtualidad o en la hiperrealidad propia que supone el exceso de información con el que somos bombardeados a diario, el arte, el representar mismo, parece quedar ya para siempre desanclado de aquello que lo esenció durante su larga historia.
Lo que sucedió simplemente es que, al quedar el referente problematizado en la propia economía capitalista devenida simulacro, la representación sufre una transformación tan profunda que se hace problemático incluso el representar. De ahí que el arte, el arte surgido ya con la postmodernidad, una vez todo había ya quedado de parte de la percepción, se dirigió más a tener experiencias reales que a tratar de vérselas con la representación. ¿Será por tanto cierta la profecía de Baudrillard que entendió el arte postmoderno como una fábrica de imágenes donde no hay nada que ver?
En este punto no dudamos a atrevernos a decir que la misión con la que carga aún la pintura no es otra que el encontrar una tercera vía a la dualidad que el sociólogo francés quiso ver ya en el arte de principios de los noventa. Si para él las opciones se reducían a dos, o bien toda simulación es irreversible y no hay nada más allá de ella (nihilismo definitivo), o bien existe de todos modos un arte de la simulación (posición irónica que vuelve una y otra vez magnificada), todo intento de fundamentar la pintura descansa en el supuesto de una tercera vía, de un barruntar aún la posibilidad de un representar no subsumido en la vorágine telemática del signo hipercapitalizado. Y creemos no dejar de tener razón en este punto al considerar que toda la pintura que ha ido apareciendo a partir del minimalismo no ha hecho otra cosa que meter los codos y hallar un lugar desde donde autolegitimarse frente al avance imparable del simulacro en el que ha devenido la economía libidinal del signo-mercancía. Ya fuese Rauschenberg ampliando el lienzo y comparándolo a una pantalla de proyección donde se mueven y almacenan datos, ya fuese el pop-art y su intento de ampliar el campo de representación apostando por una ruptura en la diferencia que mediaba entre alta y baja cultura, o ya fuese la pintura de los ochenta y su remitir a las teorías de la alegoría de Benjamin donde cualquier persona y cualquier relación pueden significar cualquier cosa (y significar no olvidemos que posibilita un representar), todos y cada uno de ellos no han hecho sino zafarse de la negatividad intrínseca con la que el propio arte les catalogaba.
La misión de la pintura entonces no es otra que saltar por encima del propio arte y vérselas de nuevo con aquello que le fue esquilmado en algún momento y que, paradójicamente, fue lo que le esenció. El arte ha triunfado, uno sale a la calle y no ve más que arte por todas partes; pero, en contra de lo que cabía suponer, y en palabras de José Luis Brea, ni se transforma el mundo, ni se asegura una intensificación real de las formas de vida, ni se produce una reapropiación por el sujeto de su propia experiencia.
Pero, y aquí las preguntas se intensifican en una pluralidad que excede ya por fin el memo ‘sí’ o ‘no’ que se supone a la supervivencia de la pintura, ¿está la pintura actual preparada para esa misión?, ¿evita ella misma, como una última estrategia de la negatividad propia del arte, su destino y se apunta al carro del divertimento y el espectáculo circense?, ¿prefiere lo manido del enésimo reapropiacionismo que ensayar una novedad que haga saltar por los aires lo que de ninguna otra manera terminará saltando? Es decir, ¿evita la pintura de hoy su propia paradoja, la de seguir los dictados de un representar que se disuelve y evade en la pantalla mediática de la velocidad límite del signo? Lo cierto es que, después de ver esta exposición, uno no puede por menos dejar de pensar que la pintura, en este tiempo que le ha tocado vivir, hace lo que puede. Yendo ya al meollo que nos ocupa, lo primero que puedo destacar es que los dos artistas que más llaman la atención no son pintores. Me refiero a Rachel Harrison y a Ryan Johnson. Ambos practican una escultura abstracta mediante la que intentan situarse en el centro mismo del representar humano. La primera, artista por otra parte reconocida internacionalmente, juega de forma magistral con el carácter eminentemente representativo y monumental de la escultura. Porque si algo ha caracterizado a la escultura, la escultura que llega hasta Rodin, es esa dimensión de monumentalidad que solo la peana o pedestal le otorga. Sustentado en esa elevación, la escultura se contempla a sí misma desde su carácter totémico: la escultura siempre representaba algo, ya fuese un personaje o un acontecimiento, digno de alabarse y contemplarse como tal.
Pero Harrison ensaya una torsión digna de tenerse en cuenta: no elimina el pedestal sino que consigue que el campo expandido teorizado por Krauss como esenciante para la escultura postmoderna se haga cero. Así, la escultura y el pedestal conviven en un ‘grado cero’ bien diferente al que podían preconizarse desde las vanguardias.
Sus esculturas parecen derretidas, esfumadas de su corporalidad de manera que el pedestal se convierte en la escultura propiamente dicha. Pero, claro está, por ese pedestal se amontonan los chorretones de lo que una vez se representaba, la masa corpórea de lo representado ahora se confunde con el propio pedestal que le otorgaba preeminencia. El último gesto es disfrazarlas: una peluca o una simple nariz postiza bastan para crear la paradoja: ¿es una escultura de-construida o la de-construcción hecha escultura? Es decir, todo lo que falta, todo lo que no es ni peluca ni nariz, ¿se ha esfumado o es solo que esos restos son lo que realmente nos representa?
En cuanto a los pintores que componen esta exposición, dos son las prácticas pictóricas que pueden evidenciarse como preeminentes. Una de ellas, como no podía ser menos, trata de problematizar el hecho mismo de pintar en confrontación directa con la historia del arte más reciente. En este sentido, cabe citar el futurismo que practica Kristin Baker, cuyos lienzos rezuman velocidad y colorido otorgándole al cuadro el carácter de superficie superlativa donde poder y ruptura juegan entre ellos (aunque en uno de ellos, no se si confundido o no, pero se ve claramente a Delacroix); a Joe Bradley, cuyos paneles retrofuturistas y minimalistas simulan la esencia del tótem postmoderno, a medio camino entre la nadería absurda ‘made in Ikea’ y el gráfico computacional; a Francesca DiMattio, cuyas obras acentúan el carácter hiperbólico y ecléctico de cualquier perspectiva que se pueda ensayar hoy en día; a Mark Grotjahn y su pseudometafísica de la contemplación, que media entre lo absoluto de Malevich y la ilusión óptica generándose así un espacio cercano a veces a lo virtual y otras casi a lo religioso; a Dan Walsh y su recursividad geométrica basada en un la intuición de un paisaje fragmentado que nunca se resuelve del todo.
En segundo lugar, podría citarse a ese otro grupo de pintores que, de una u otra manera, entienden el lienzo como la superficie sobre la que cabe operar y crear significados. Para ellos la pintura es un medio de crear relaciones, de enfatizarlas o de problematizarlas. Si, como dijimos más arriba, todo representar lleva adherido un significar, ellos, visto que la representación tradicional ha quedado arruinada, enfatizan el proceso de creación de significados y relaciones.
Cabría citar aquí a John Bauer, cuyas obras comienzan con una capa de dibujo computacional que tras varias capas de pintura se va rellenando en un ejercicio de sobreinformación y recurrencia;
Como puede verse, esta recurrencia a la semántica objetual como lo eminentemente pictórico puede ser entendida como el camino lógico trazado desde el collage cubista, cuya apelación a meter en el cuadro objetos de la vida real enfatizaba el nivel cero del lienzo: superficie mediática en la que se crean relaciones nuevas de significado y sentido. Sin embargo, el tiempo que dista entre unos y otros en el tiempo es proporcional al poder maquínico mostrado por un objeto que hace ya tiempo ha dejado de comprenderse como inocente. Hoy en día, cuando el signo-mercancía acampa a sus anchas en la meta-superficie telemática del simulacro global, cuando nada lo detiene en su vorágine hiperreal, lo inocente del collage ha dejado paso a estas nuevas estrategias de dinaminación y problematización de significados.
Así, y como hemos dejado constancia, ahora opera la fragmentación, lo azaroso, lo nómada, la defunción de la subjetividad organizativa y creadora en el caos de lo público y participativo, la dejación de principios del artista en manos de la lógica computacional o de la a-lógica del sentido derivado. Peor, en el fondo (o mejor dicho, en la superficie), se trata de lo mismo: rastrear los procesos postmodernos de acumulación, generación y producción de significados encaminándose así a los límites en lo que opera el representar mismo.
Entre ambos podría citarse a Jonas Wood, con unos paisajes domésticos pop a medio camino entre la figuración y la abstracción y en donde la realidad parece esfumarse en un sueño, en un duermevela que hace recordar al primitivismo o surrealismo, como si del reverso de Edward Hopper se tratase, y a Amy Sullivan, que practica una pintura enormemente intuitiva, de ritmo elíptico y desacompasado, donde la luz y el color parecen iluminarlo todo sin terminar nunca de hacerlo remitiendo de esta manera a nuestras capacidades de percepción, memoria y experiencia.
Por último, este dialogo entorno al representar y las nuevas abstracciones que de ello puedan surgir, se plantea también como un momento capital en la relación que el arte haya podido tener, sobre todo y principalmente desde el minimalismo, con la percepción. Así, cabría citar el ‘povera’ practicado por Gedi Sibony o el curioso cruce de caminos que se da en torno al prisma cuadrangular: si Stepehn G. Rhodes lo convierte en alimento de serpiente, Jededih Caesar lo transforma en una especia de materialidad orgánica que convierte la percepción en un extrañamiento que solo produce ajenidad convirtiendo el límite de nuestra percepción en límite también de nuestra experiencia y de nuestro representar significativo.
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