ETTORE SPALLETTI
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 14/01/10-13/03/10
Que el minimalismo ha hecho mucho daño en cuanto a una presunta de lo visual, queda patente cuando, en la misma nota de prensa de esta exposición, se sintetiza la obra de Ettore Spalletti con un archirepetido y bufonesco ‘lo que se ve es lo que es’.
Porque, vale que el italiano no sea el enésimo en apelar a una psicología de la gestalt ni que tampoco se postule como el último eslabón en un reapropiacionismo que ya casi hay que entenderlo como un cierto aire de familia intergeneracional, pero lo que queda más obvio y patente es que, si hay algo en la obra de Spalletti que ‘sea’, esto precisamente es lo que no se ve.
Podríamos discutir sobre la aquiescencia de postular un minimalismo como momento enfático de la percepción bajo las premisas más greenbergnianas, o si por el contrario es más bien su carácter de invisibilidad lo que lo denota como momento puntual de la reciente historiografía del arte contemporáneo. Pero nada de esto iría con Spalletti. Porque su apriorismo perceptivo solo tiene una meta: hacer visible precisamente aquello que no se ve.
La densidad, la distancia, el entrelazamiento con una tradición que la hace suya hasta el más sutil de los detalles, todo ello forma parte del conjunto de estrategias que vienen a confluir en unos lienzos monocromáticos que pretenden traer a la mirada aquello que fue y que ahora recala como icono de lo grandioso, de lo artístico en un mundo que ha devenido desquiciado de tanta cotidiana estetización. El logro casi ascético de estos frescos es hacer mediar la distancia, poner sobre la pista todos los interrogantes de un arte que se sabe muerto merced a esa misma fractura histórica que se da en el cabalgamiento que propone Spalletti entre dos mundos, entre dos instancias de comprender la cultura y la sociedad.
Porque Spalletti reniega de encasillarse en un minimalismo que nada tiene de original y se vuelve, en un gesto muy postmoderno, hacia atrás, hacia la esencia de un pasado que retorna pleno de resignificación artística. Y este truco sacado de la manga que renuncia de los apriorismos contemporáneos que le podían hacer más amigable y familiar, solo puede llevarse acabo de una única manera: poniendo en jaque al propio protagonismo sobre el que ha operado la propia negatividad del arte contemporáneo: la mirada.
Porque si algo media entre los frescos de Piero de la Francesca o Fra Angélico de los de Spalletti es el infinito menoscabo que ha debido de soportar un arte para el cual la mirada se ha convertido en lugar cero, en inutilidad fantasmagórica de la que solo los despistados creen poder sacar algo aún en claro.
La mirada cierra el ciclo: los frescos de los renacentistas sellaban el pacto con el Gran Otro, otorgaban significación en una pantalla para la cual lo memorístico era archivo consustancial a la esencia teocéntrica de quien nos mira sin prestarse a ser visto. ‘Yo soy el que soy’ dice Yahvé. Y lo es porque toda mirada viene a intersecarse en un punto ciego donde Él ha venido a situarse como proyección escópica y en donde la mirada es devuelta. El ‘Juicio final’ de Miguel Ángel es la escenificación de la mirada, del otorgar sentido bajo la desnudez de quien todo lo ve sin ser visto.
Pero, intuyendo que el punto ciego donde se sitúa el Gran Otro que todo lo ve no es más que un lugar vacío, la mirada ha ido quedándose atrofiada y velada en un mero tratarse con objetos donde, de igual manera, la visión tenía todas las de perder. Lo esencial es comprender que la mirada devuelta por parte del objeto indica que el sujeto ha de recomponerse de nuevo en su propia imagen como una mancha. O, más dramático si cabe, que el propio ‘yo’ solo cabe ser comprendido como el error producido por la mirada en el lapsus que media entre el mirar y una mirada que, devuelta, incide de nuevo en el ‘yo’.
Así, el mirar esencia al sujeto como error, como instancia temporal en la que se hace patente que el mirar nunca coincide con la mirada. Todo aterra, nada hay que mirar y el horror es la única distancia válida con un Real lacaniano que nos quema la visión tan pronto como nos acerquemos.
Pero no es sólo que quiera hacer de la mirada el lugar para la nada más sublime, sino que Spalletti propone una escenificación de la negación, una materialidad que consume el desconcierto ante el carácter fantasmal de un mirar que se ve ninguneado en su vagabundeo. Para ello potencia lo táctil, lo tridimensional y hasta lo escultórico en un hacer que sabe bien lo que persigue: desquiciar al propio mirar que ya solo sabe que no ve nada.
Atendiendo al decir de Zizek, para quien “la realidad observada nunca es total porque siempre tiene un área de ceguera que es precisamente el lugar de inscripción del sujeto en aquella”, la obra de Spalletti apunta directamente ahí donde más duele, al horror de saber que el punto de ceguera se ha convertido en la realidad entera y que nuestro ámbito de inscripción queda al abrigo de cuantos intentos de conexión se prodiguen en una sociedad que hace de la dromótica de la velocidad límite pathos original.
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 14/01/10-13/03/10
Que el minimalismo ha hecho mucho daño en cuanto a una presunta de lo visual, queda patente cuando, en la misma nota de prensa de esta exposición, se sintetiza la obra de Ettore Spalletti con un archirepetido y bufonesco ‘lo que se ve es lo que es’.
Porque, vale que el italiano no sea el enésimo en apelar a una psicología de la gestalt ni que tampoco se postule como el último eslabón en un reapropiacionismo que ya casi hay que entenderlo como un cierto aire de familia intergeneracional, pero lo que queda más obvio y patente es que, si hay algo en la obra de Spalletti que ‘sea’, esto precisamente es lo que no se ve.
Podríamos discutir sobre la aquiescencia de postular un minimalismo como momento enfático de la percepción bajo las premisas más greenbergnianas, o si por el contrario es más bien su carácter de invisibilidad lo que lo denota como momento puntual de la reciente historiografía del arte contemporáneo. Pero nada de esto iría con Spalletti. Porque su apriorismo perceptivo solo tiene una meta: hacer visible precisamente aquello que no se ve.
La densidad, la distancia, el entrelazamiento con una tradición que la hace suya hasta el más sutil de los detalles, todo ello forma parte del conjunto de estrategias que vienen a confluir en unos lienzos monocromáticos que pretenden traer a la mirada aquello que fue y que ahora recala como icono de lo grandioso, de lo artístico en un mundo que ha devenido desquiciado de tanta cotidiana estetización. El logro casi ascético de estos frescos es hacer mediar la distancia, poner sobre la pista todos los interrogantes de un arte que se sabe muerto merced a esa misma fractura histórica que se da en el cabalgamiento que propone Spalletti entre dos mundos, entre dos instancias de comprender la cultura y la sociedad.
Porque Spalletti reniega de encasillarse en un minimalismo que nada tiene de original y se vuelve, en un gesto muy postmoderno, hacia atrás, hacia la esencia de un pasado que retorna pleno de resignificación artística. Y este truco sacado de la manga que renuncia de los apriorismos contemporáneos que le podían hacer más amigable y familiar, solo puede llevarse acabo de una única manera: poniendo en jaque al propio protagonismo sobre el que ha operado la propia negatividad del arte contemporáneo: la mirada.
Porque si algo media entre los frescos de Piero de la Francesca o Fra Angélico de los de Spalletti es el infinito menoscabo que ha debido de soportar un arte para el cual la mirada se ha convertido en lugar cero, en inutilidad fantasmagórica de la que solo los despistados creen poder sacar algo aún en claro.
La mirada cierra el ciclo: los frescos de los renacentistas sellaban el pacto con el Gran Otro, otorgaban significación en una pantalla para la cual lo memorístico era archivo consustancial a la esencia teocéntrica de quien nos mira sin prestarse a ser visto. ‘Yo soy el que soy’ dice Yahvé. Y lo es porque toda mirada viene a intersecarse en un punto ciego donde Él ha venido a situarse como proyección escópica y en donde la mirada es devuelta. El ‘Juicio final’ de Miguel Ángel es la escenificación de la mirada, del otorgar sentido bajo la desnudez de quien todo lo ve sin ser visto.
Pero, intuyendo que el punto ciego donde se sitúa el Gran Otro que todo lo ve no es más que un lugar vacío, la mirada ha ido quedándose atrofiada y velada en un mero tratarse con objetos donde, de igual manera, la visión tenía todas las de perder. Lo esencial es comprender que la mirada devuelta por parte del objeto indica que el sujeto ha de recomponerse de nuevo en su propia imagen como una mancha. O, más dramático si cabe, que el propio ‘yo’ solo cabe ser comprendido como el error producido por la mirada en el lapsus que media entre el mirar y una mirada que, devuelta, incide de nuevo en el ‘yo’.
Así, el mirar esencia al sujeto como error, como instancia temporal en la que se hace patente que el mirar nunca coincide con la mirada. Todo aterra, nada hay que mirar y el horror es la única distancia válida con un Real lacaniano que nos quema la visión tan pronto como nos acerquemos.
Pero no es sólo que quiera hacer de la mirada el lugar para la nada más sublime, sino que Spalletti propone una escenificación de la negación, una materialidad que consume el desconcierto ante el carácter fantasmal de un mirar que se ve ninguneado en su vagabundeo. Para ello potencia lo táctil, lo tridimensional y hasta lo escultórico en un hacer que sabe bien lo que persigue: desquiciar al propio mirar que ya solo sabe que no ve nada.
Atendiendo al decir de Zizek, para quien “la realidad observada nunca es total porque siempre tiene un área de ceguera que es precisamente el lugar de inscripción del sujeto en aquella”, la obra de Spalletti apunta directamente ahí donde más duele, al horror de saber que el punto de ceguera se ha convertido en la realidad entera y que nuestro ámbito de inscripción queda al abrigo de cuantos intentos de conexión se prodiguen en una sociedad que hace de la dromótica de la velocidad límite pathos original.
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