JOHN CHAMBERLAIN
GALERÍA ELVIRA GONZÁLEZ: 07/05/10-30/06/10
En las actuales consideraciones acerca del poder hipnótico que despierta mercancía, la pregunta más ineludible, ahí por donde hay que comenzar a pensar si de veras se quiere desmembrar a tal poder y no proferir una matraca archiconocida acerca de las maldades de este sociedad postutópica, es aquella que asume la forma más inocente de cuestionar: ¿por qué el trabajo asumió la forma del valor de la mercancía?, ¿por qué el trabajo puede afinar su carácter social sólo en la forma-mercancía de su producto? Es decir, si no nos creemos la bola de la responsabilidad social de cada trabajo (y menos aún aquellas inocentadas acerca de las dificultades de ejercer el ‘puesto’ de trabajo), es obvio que el valor de una mercancía no es, de ninguna de las maneras, puro azar. Abrir la herida y exponernos a su hedor, eso es lo que solo una pregunta que se interrogue por el misterioso ‘azar’ del valor y del uso de una mercancía puede llegar a conseguir.
¿Por qué el trabajo se expresa en valor?, ¿por qué el trabajo adquiere la forma de ‘valor’? Estas preguntas, en su punzante insidia, son tan fáciles de proferir como irresolubles en su contestación. Por lo que a nosotros respecta, lo lícito es ir a las fuentes: según Marx, el fetichismo de la mercancía surge de su separación de los trabajadores que la producen. De ahí, sin mucha dificultad, podemos llegar a la fantasmática ya apuntada por el propio Marx según la cual las relaciones sociales asumen “la forma fantasmagórica de una relación entre las cosas”.
Es decir, aunque creamos a pies juntillas que toda economía remite a una ontología realista del tratar con entes, lo cierto es que es más bien todo lo contrario. La economía no abre al sujeto a la realidad, si no que sella definitivamente su acceso a aquello precisamente que le está vedado: la realidad toda, completa. Así, nuestras relaciones no son más que fantasmagorías mediadas por el fetiche sobre el que se asienta la mentira del valor y del cambio de una mercancía cualquiera. No nos movemos entre objetos-mercancías, sino entre su otredad más y mejor disfrazada: ente fetiches.
Esta trabazón epistémica ha llegado hasta el límite de la implosión del signo. De este modo Baudrillard sostiene que lo que define el artículo de consumo en la sociedad hipercapitalista no es ya el significado o la utilidad de esta imagen o de aquel producto, sino lo que la diferencia como signo de otros signos. Lo que se produce entonces es un fetichismo…¡del signo! Lo que se convierte en fetiche es “la apariencia fáctica, diferencial, codificada, sintomatizada del objeto”. Lástima que, quizás en sus últimos años, no le diera tiempo a ser testigo del fetichismo de la ‘ausencia’: ‘just do it’, reza el lema de Nike. Lo que se consume no es ya un útil, ni un bien de consumo, ni tan siquiera un signo, sino la ausencia del imposible al que remite cualquier mercancía. No se consume ni la mercancía ni su símbolo, sino el exceso de un simbolizar que siempre conlleva una imposibilidad en su unívoca relación, el 'ello', el núcleo duro del exceso.
Lacanianamente hablando, se diría que lo que se consume entonces es el ‘objet petit a’, lo que siempre está de menos o de más en unas relaciones, las del deseo con su propio campo simbólico, que se descubren ancladas en un fallo endémico al sistema. El fetiche entonces, ha terminado por sellar aquello que parecía imposible: la falla ontológica en que descansa toda la realidad. Aunque, como es obvio, nada termina por cerrarse del todo: ¿es este consumismo devastador el final del camino o el inicio de otro más atrozmente fatal? Casi, estaríamos por decir, lo segundo: hacer del encuentro con lo Real algo posible merced a la fetichización del límite de la mercancía en su propio exceso, es, más que la salvaguarda perfecta ante el poder maquínico del signo-mercancía, la prueba más fehaciente de que no hay donde escondernos, que todo está mediado por un encuentro que, al tiempo que lo queremos evitar, lo mantenemos como tal. Es entonces el miedo, el miedo atroz a vernos solos en el campo libidinal de nuestras pulsiones, lo que nos conforma como tales.
Si nos hemos querido detener en estas consideraciones no ha sido solo por capricho, sino por que el arte, al menos inocentemente en un principio, no ha querido ser (y no podía serlo de ninguna de las maneras) ajeno a estas consideraciones. Y es que el arte, como producto ilustrado, no es en absoluto ajeno a estos pormenores del fetiche de la mercancía. Que sea sólo bajo unas relaciones de producción lo suficientemente desarrolladas cuando el arte ha conseguido irrumpir con más fuerza en su propia noción de específica negatividad, nos puede dar una pista sobre las íntimas relaciones que guarda la producción artística con su gran otro: la producción mercantil. Porque fue a comienzos de los años sesenta justo cuando el arte se dio de bruces con su aporía fundamental desoculta en forma de tautología capitalista: a pesar de que la necesidad del arte está determinada por el uso antes que por el intercambio, el arte ve con (cínico) horror como la pretendida autonomía del arte estaba sometida a las fuerzas del mercado.
A pesar incluso de venir de mucho más atrás, de los ejercicios dadaístas y de las ‘ready-mades’ de Marcel Duchamp, lo cierto es que desde los años sesenta la marcha se ha ido forzando. Si para el minimalismo el fetiche era algún material o técnica nueva, si para el pop el fetiche era el de los signos de las mercancías, con Koons o Steinbach, los grandes gurús del fetiche hipercapitalsita, aunque el valor de uso es una proyección de su valor de intercambio, donde se pone el acento es en el hecho de que ambos están sometidos por el signo del valor de intercambio. De ahí que las obras de arte no se diferencien de… ¡unas aspiradoras!
John Chamberlain trabaja en las obras que expone en la Galería Elvira González con el exceso que conlleva toda práctica económica del signo-mercancía: con el fetiche. Y es que el fetiche es justo eso: el remanente de exceso del que toda mercancía debe disponer para poder ser postulada como tal. Zizek ejemplifica magistralmente este doble ámbito de la mercancía partiendo del huevo Kinder: aunque lo que se desee sea el huevo de chocolate, el deseo más íntimo se dirige al interior: al juguetito que lleva dentro. Tan es así que, incluso, el huevo suele tirarse. Encerrado en su carcasa está el deseo libidinal que nos empuja a consumir, que provoca que ninguna mercancía concuerde con aquello mismo que prometía. La mercancía, en su interior, remite a un algo más (ineludiblemente el ‘plus de jousseance’ lacaniano) que siempre redunda en un exceso traumático, en una imposibilidad de lograr satisfacción.
Y es que, como bien ha sabido el capitalismo, una cosa es el objeto de deseo, y otra, bien diferente, aquello que me hace desear lo que deseo. En el centro de ambos, otra vez Lacan, está el objeto-causa del deseo: el encubrimiento mentiroso del propio deseo, aquello que el deseo se desbarre por la cuesta abajo del goce. Zizek lo dice de nuevo muy sarcásticamente: cuando decimos de una mujer ‘la encuentro atractica excepto porque…”, sin duda alguna que es ese ‘porque’ es que lo que realmetne nos atrae de esa mujer.
El fetiche, por tanto, sería el exceso del goce que toda mercancía necesita para ser catalogada como tal, y que además, debido a su prohibición original, a la necesaria insatisfacción de aquello que prometía, subsiste disfrazado como emblema, como promesa de satisfacción.
Volviendo a Chamberlain, lo que él propone son esculturas realizadas con los excesos ya inutilizados de una de las mercancías preferidas de la sociedad capitalista: el coche. El coche, como antes había sido la televisión, y ahora quizá sea el teléfono móvil, es una de esas mercancías con función de clase. En el fetichismo del signo denunciado como hemos visto por Baudrillard, el coche se convierte en tótem ideológico de una sociedad ávida por consumir (y trepar y aparentar) jerárquicamente. De esta forma, la misma economía que los eleva a símbolo totémico, es la que, en aras de continuar el salvajismo libidinal, los reduce a carroña poco tiempo después.
Lo que hace Chamberlain no es solo transformarlas, sino transfigurarlas ontológicamente. Trabajando con los excesos de una economía que se deglute a así misma en las cercanías de la autodeglución, el artista realiza el ´milagro’ de dotarles de incluso más valor del que hubieran podido tener como mercancía. La falsificación, por tanto, está ante nuestros ojos. Y no solo la falsificación, sino el autoengaño y el juego de espejos en que parece quedar reducido toda economía de la mercancía.
En otro nivel, el perceptivo, la obra puede remitir a las capacidades del arte de dar forma a lo informe, de explorar los límites del formalismo; pero sin duda que este simulacro hecho ante nuestros mismos eclipsa, al menos conceptualmente, al resto.
Sin embargo, no olvidemos, la paradoja que desvela este arte es, al mismo tiempo, la que le conviene para su supervivencia. Aún así, pensar aunque inocentemente que este gesto, aún en su cinismo, puede desvelar el carácter fantasmagórico en que nos movemos y relacionamos, vale para calibrar esta obra como un pequeño triunfo en campo ajeno.
El hecho de que los excesos herrumbrosos de una promesa nunca satisfecha del todo, sea de nuevo recargada, resignificada en sus valores de uso e intercambio, y que estos otorguen una plusvalía mucho mayor que en su primera instancia, es signo inequívoco de que la sintomatología del fetichismo hipercapitalista se asienta no ya en una fantasmática, sino en una esquizofrenia libidinal. En este sentido, de acuerdo con que no hallaremos satisfacción, pero, ¿es qué acaso lo necesitamos? Es decir, ¿no será que la respuesta a la pregunta que abrió este texto, la pregunta sobre las razones por las cuales el trabajo adquiere la forma de ‘valor’, está también fetichizada en su mismo origen? El trabajo se expresa en el valor que atesora la mercancía porque solo así se puede seguir soñando con la posibilidad de un mundo mejor, de una Gran Mercancía que nos satisfaga a todos por igual y de una sola vez. Que el síntoma de esta utopía coincida sorprendentemente con la esquizofrenia más que con la neurosis impulsiva al consumo es sólo un momento más en el camino del objeto-mercancía a su triunfo total.
GALERÍA ELVIRA GONZÁLEZ: 07/05/10-30/06/10
En las actuales consideraciones acerca del poder hipnótico que despierta mercancía, la pregunta más ineludible, ahí por donde hay que comenzar a pensar si de veras se quiere desmembrar a tal poder y no proferir una matraca archiconocida acerca de las maldades de este sociedad postutópica, es aquella que asume la forma más inocente de cuestionar: ¿por qué el trabajo asumió la forma del valor de la mercancía?, ¿por qué el trabajo puede afinar su carácter social sólo en la forma-mercancía de su producto? Es decir, si no nos creemos la bola de la responsabilidad social de cada trabajo (y menos aún aquellas inocentadas acerca de las dificultades de ejercer el ‘puesto’ de trabajo), es obvio que el valor de una mercancía no es, de ninguna de las maneras, puro azar. Abrir la herida y exponernos a su hedor, eso es lo que solo una pregunta que se interrogue por el misterioso ‘azar’ del valor y del uso de una mercancía puede llegar a conseguir.
¿Por qué el trabajo se expresa en valor?, ¿por qué el trabajo adquiere la forma de ‘valor’? Estas preguntas, en su punzante insidia, son tan fáciles de proferir como irresolubles en su contestación. Por lo que a nosotros respecta, lo lícito es ir a las fuentes: según Marx, el fetichismo de la mercancía surge de su separación de los trabajadores que la producen. De ahí, sin mucha dificultad, podemos llegar a la fantasmática ya apuntada por el propio Marx según la cual las relaciones sociales asumen “la forma fantasmagórica de una relación entre las cosas”.
Es decir, aunque creamos a pies juntillas que toda economía remite a una ontología realista del tratar con entes, lo cierto es que es más bien todo lo contrario. La economía no abre al sujeto a la realidad, si no que sella definitivamente su acceso a aquello precisamente que le está vedado: la realidad toda, completa. Así, nuestras relaciones no son más que fantasmagorías mediadas por el fetiche sobre el que se asienta la mentira del valor y del cambio de una mercancía cualquiera. No nos movemos entre objetos-mercancías, sino entre su otredad más y mejor disfrazada: ente fetiches.
Esta trabazón epistémica ha llegado hasta el límite de la implosión del signo. De este modo Baudrillard sostiene que lo que define el artículo de consumo en la sociedad hipercapitalista no es ya el significado o la utilidad de esta imagen o de aquel producto, sino lo que la diferencia como signo de otros signos. Lo que se produce entonces es un fetichismo…¡del signo! Lo que se convierte en fetiche es “la apariencia fáctica, diferencial, codificada, sintomatizada del objeto”. Lástima que, quizás en sus últimos años, no le diera tiempo a ser testigo del fetichismo de la ‘ausencia’: ‘just do it’, reza el lema de Nike. Lo que se consume no es ya un útil, ni un bien de consumo, ni tan siquiera un signo, sino la ausencia del imposible al que remite cualquier mercancía. No se consume ni la mercancía ni su símbolo, sino el exceso de un simbolizar que siempre conlleva una imposibilidad en su unívoca relación, el 'ello', el núcleo duro del exceso.
Lacanianamente hablando, se diría que lo que se consume entonces es el ‘objet petit a’, lo que siempre está de menos o de más en unas relaciones, las del deseo con su propio campo simbólico, que se descubren ancladas en un fallo endémico al sistema. El fetiche entonces, ha terminado por sellar aquello que parecía imposible: la falla ontológica en que descansa toda la realidad. Aunque, como es obvio, nada termina por cerrarse del todo: ¿es este consumismo devastador el final del camino o el inicio de otro más atrozmente fatal? Casi, estaríamos por decir, lo segundo: hacer del encuentro con lo Real algo posible merced a la fetichización del límite de la mercancía en su propio exceso, es, más que la salvaguarda perfecta ante el poder maquínico del signo-mercancía, la prueba más fehaciente de que no hay donde escondernos, que todo está mediado por un encuentro que, al tiempo que lo queremos evitar, lo mantenemos como tal. Es entonces el miedo, el miedo atroz a vernos solos en el campo libidinal de nuestras pulsiones, lo que nos conforma como tales.
Si nos hemos querido detener en estas consideraciones no ha sido solo por capricho, sino por que el arte, al menos inocentemente en un principio, no ha querido ser (y no podía serlo de ninguna de las maneras) ajeno a estas consideraciones. Y es que el arte, como producto ilustrado, no es en absoluto ajeno a estos pormenores del fetiche de la mercancía. Que sea sólo bajo unas relaciones de producción lo suficientemente desarrolladas cuando el arte ha conseguido irrumpir con más fuerza en su propia noción de específica negatividad, nos puede dar una pista sobre las íntimas relaciones que guarda la producción artística con su gran otro: la producción mercantil. Porque fue a comienzos de los años sesenta justo cuando el arte se dio de bruces con su aporía fundamental desoculta en forma de tautología capitalista: a pesar de que la necesidad del arte está determinada por el uso antes que por el intercambio, el arte ve con (cínico) horror como la pretendida autonomía del arte estaba sometida a las fuerzas del mercado.
A pesar incluso de venir de mucho más atrás, de los ejercicios dadaístas y de las ‘ready-mades’ de Marcel Duchamp, lo cierto es que desde los años sesenta la marcha se ha ido forzando. Si para el minimalismo el fetiche era algún material o técnica nueva, si para el pop el fetiche era el de los signos de las mercancías, con Koons o Steinbach, los grandes gurús del fetiche hipercapitalsita, aunque el valor de uso es una proyección de su valor de intercambio, donde se pone el acento es en el hecho de que ambos están sometidos por el signo del valor de intercambio. De ahí que las obras de arte no se diferencien de… ¡unas aspiradoras!
John Chamberlain trabaja en las obras que expone en la Galería Elvira González con el exceso que conlleva toda práctica económica del signo-mercancía: con el fetiche. Y es que el fetiche es justo eso: el remanente de exceso del que toda mercancía debe disponer para poder ser postulada como tal. Zizek ejemplifica magistralmente este doble ámbito de la mercancía partiendo del huevo Kinder: aunque lo que se desee sea el huevo de chocolate, el deseo más íntimo se dirige al interior: al juguetito que lleva dentro. Tan es así que, incluso, el huevo suele tirarse. Encerrado en su carcasa está el deseo libidinal que nos empuja a consumir, que provoca que ninguna mercancía concuerde con aquello mismo que prometía. La mercancía, en su interior, remite a un algo más (ineludiblemente el ‘plus de jousseance’ lacaniano) que siempre redunda en un exceso traumático, en una imposibilidad de lograr satisfacción.
Y es que, como bien ha sabido el capitalismo, una cosa es el objeto de deseo, y otra, bien diferente, aquello que me hace desear lo que deseo. En el centro de ambos, otra vez Lacan, está el objeto-causa del deseo: el encubrimiento mentiroso del propio deseo, aquello que el deseo se desbarre por la cuesta abajo del goce. Zizek lo dice de nuevo muy sarcásticamente: cuando decimos de una mujer ‘la encuentro atractica excepto porque…”, sin duda alguna que es ese ‘porque’ es que lo que realmetne nos atrae de esa mujer.
El fetiche, por tanto, sería el exceso del goce que toda mercancía necesita para ser catalogada como tal, y que además, debido a su prohibición original, a la necesaria insatisfacción de aquello que prometía, subsiste disfrazado como emblema, como promesa de satisfacción.
Volviendo a Chamberlain, lo que él propone son esculturas realizadas con los excesos ya inutilizados de una de las mercancías preferidas de la sociedad capitalista: el coche. El coche, como antes había sido la televisión, y ahora quizá sea el teléfono móvil, es una de esas mercancías con función de clase. En el fetichismo del signo denunciado como hemos visto por Baudrillard, el coche se convierte en tótem ideológico de una sociedad ávida por consumir (y trepar y aparentar) jerárquicamente. De esta forma, la misma economía que los eleva a símbolo totémico, es la que, en aras de continuar el salvajismo libidinal, los reduce a carroña poco tiempo después.
Lo que hace Chamberlain no es solo transformarlas, sino transfigurarlas ontológicamente. Trabajando con los excesos de una economía que se deglute a así misma en las cercanías de la autodeglución, el artista realiza el ´milagro’ de dotarles de incluso más valor del que hubieran podido tener como mercancía. La falsificación, por tanto, está ante nuestros ojos. Y no solo la falsificación, sino el autoengaño y el juego de espejos en que parece quedar reducido toda economía de la mercancía.
En otro nivel, el perceptivo, la obra puede remitir a las capacidades del arte de dar forma a lo informe, de explorar los límites del formalismo; pero sin duda que este simulacro hecho ante nuestros mismos eclipsa, al menos conceptualmente, al resto.
Sin embargo, no olvidemos, la paradoja que desvela este arte es, al mismo tiempo, la que le conviene para su supervivencia. Aún así, pensar aunque inocentemente que este gesto, aún en su cinismo, puede desvelar el carácter fantasmagórico en que nos movemos y relacionamos, vale para calibrar esta obra como un pequeño triunfo en campo ajeno.
El hecho de que los excesos herrumbrosos de una promesa nunca satisfecha del todo, sea de nuevo recargada, resignificada en sus valores de uso e intercambio, y que estos otorguen una plusvalía mucho mayor que en su primera instancia, es signo inequívoco de que la sintomatología del fetichismo hipercapitalista se asienta no ya en una fantasmática, sino en una esquizofrenia libidinal. En este sentido, de acuerdo con que no hallaremos satisfacción, pero, ¿es qué acaso lo necesitamos? Es decir, ¿no será que la respuesta a la pregunta que abrió este texto, la pregunta sobre las razones por las cuales el trabajo adquiere la forma de ‘valor’, está también fetichizada en su mismo origen? El trabajo se expresa en el valor que atesora la mercancía porque solo así se puede seguir soñando con la posibilidad de un mundo mejor, de una Gran Mercancía que nos satisfaga a todos por igual y de una sola vez. Que el síntoma de esta utopía coincida sorprendentemente con la esquizofrenia más que con la neurosis impulsiva al consumo es sólo un momento más en el camino del objeto-mercancía a su triunfo total.
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