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Si la situación dentro del arte
contemporáneo es compleja es porque su acostumbrada negatividad, ese ir a
contracorriente de su propio concepto, ha llegado al punto de haberse
desarrollado al impase de la razón ilustrada –cosa que le ha permitido
desarrollar su pretendida autonomía institucionalizarse – al tiempo que sus estrategias
actuales abominan de todo lo que huela a institución. La trampa –trampa que de
nuevo se ha puesto el arte a sí mismo en esa negatividad esenciante- es haber
vinculado su autonomía al ejercicio –politizado e ideológico- de la
institucionalización.
Y es que, en esto como en todo,
la razón ha de hacer pie: si Baudelaire
apela ya a una belleza fugitiva y, cómo no, callejera y en devenir constante,
la razón constructora –desenmascarada como mitológica e inconsciente- no tuvo
otra que encorsetar las potencialidades del arte a la hora de crear esfera
común y destinar todos sus encantos a la
lógica del capital bienpensante.
La paradoja está ahí, en el
corazón mismo de la Estética: si el desarrollo de la razón le lleva a apostar por
la definitiva autonomía de la esfera sensible que construye sociedad, por otra,
esa tal autonomía ha de tomarse en sentido perverso, en el sentido de cortocircuitar
su quedar remitido a la fundamentación sensible de un procomún apelando a dos narraciones tan falseadoras como
difíciles de derribar: la primera, aquella que postula por un ámbito
privilegiado y desconectado de todo quehacer social, y la segunda, aquella otra
que hace vincular al arte con la destinación utópica y emancipadora que, por
mucho que nos las prometiéramos, no ha sido capaz de alumbrar ningún tipo de
razón.
La institucionalización de la
práctica estética apunta entonces a un puente a medio camino entre ambas
narraciones que, si por una parte vigile de cerca los devaneos del arte con la
política, por otra parte dictamine en cada caso que quantum de ‘destinación utópica’
puede cumplirse en cada tiempo. Es decir, juntar los parabienes visionarios de
fundar una sociedad mejor con el control político y racional de sus mismas
estrategias. Así las cosas, la institucionalización del ámbito artístico es el
nudo gordiano de su práctica actual: le da oxígeno con la promesa de que no
pise la bombona; le da pan para que vaya a comer a otra parte; le da aliento
para que sus destinaciones no se cumplan pero y -esto es de suma importancia-
tampoco se desechen: mantener el fuego utópico, la carga de destinación utópica
con que Schiller hizo cargar al
arte, le permite no desenmascarar la
mentira de su narración.
Y es que ahí radica todo: en el
hecho de que la consabida institucionalización no es más que la fachada con que
la razón despótica despista a sus supuestos detractores para hacerles perder la
pista. Me explico:
La regla del nueve alude a que la
perversión definitiva del sistema, la espectacularidad del régimen de lo real,
ha devenido tan esperpéntico que la lógica de la oposición se ha convertido
ella misma en un paso afirmativo más. Guy
Debord lo dijo en su día y pareciera
que todavía no es bien comprendido: “conocer la ley del espectáculo equivale a
conocer la manera en que éste reproduce indefinidamente la falsificación que es
idéntica a su realidad”. Es decir, y aludiendo al ejemplo que nos traemos entre
manos, la institución arte, falsificadora escena en que ha encallado el arte,
se convierte en realidad al converger con su propia apariencia. Debord, de nuevo, resumió perfectamente
este círculo en su sentencia: “en el mundo realmente invertido, lo verdadero es
un momento de lo falso”.
Lo real es que la
institución-arte queda emplazada en un lugar el cual, merced a confundir los
polos –al quedar equidistante de dos narraciones que viene en articular el
sistema-arte desde la falsedad- alude a su momento previo de falsedad. Así como
se ve, tal proceso, el del espectáculo, sigue dando resultados tan jugosos como
antaño.
Resumiendo, y en lenguaje tribal,
la institución-arte se erige en el muñeco al que dar debido a que aquello que
lo justifica son dos narraciones erróneas de lo que se supone debe significar
la práctica artística y, con ello, las relaciones que han de mediar entre
estética y política. Derribar el muñeco-institución no nos traería otra cosa
que un páramo difuso donde los dogmatismos y la violencia de los discursos
camparían a sus anchas. A este respecto sería pertinente aclarar que la ley
suprema del espectáculo no es otra que el enmascaramiento del mismo proceso de
conocimiento, del querer atisbar qué hay detrás de la realidad y dar a pensar que
tiene un final y que, además, está delante de nuestras narices.
En pocas palabras, derribar las
barreras, derrocar al régimen que reduce el arte a lo institucional, daría por
resultado cualquier cosa excepto un “conocimiento” del arte. Pero, claro está,
mientras sigamos dándole al muñeco, mientras sigamos enclaustrados en una
narración confusa del arte, las propias potencialidades disensuales de la
Estética estarán a buen recaudo; es decir, inoperantes y confiscadas a un poder
que sabe demasiado bien como funciona esa lógica implícita del simulacro del
espectáculo.
2
Si nos hemos querido explayar
hasta aquí para dejar bien claro el papel –tan esencial pero al mismo tiempo
tan ortopédicamente construido- de la institución-arte, es porque su esclarecimiento
nos parece de vital importancia para trazar una lógica de las relaciones
estética y política capaz de atinar del todo en las necesidades que las
modernas sociedades tienen de configuración y reorganización de su
sensibilidad.
Y es que parece esta relación, la
que media entre estética y política, la piedra de toque de toda la práctica
artística, ahí donde –como diría el anuncio, en las distancias cortas- el arte se
la juega. Porque sí, está muy bien que el arte siga dando momentos de emoción
difícilmente contenida, que su burbuja siga subiendo y subiendo sin visos de
estallar, que el arte insertado en las lógicas del espectáculo haya hallado su
lugar como lugar privilegiado a la hora de dar a desarrollar un capitalismo
cultural ‘de altura’. Pero a la hora de
la verdad, cuando todas estas estrategias alejan a la estética de su verdadero
lugar y misión –la de crear una fractura en la lógica de lo dado, de lo
hipervisible-, los intentos de dar al arte otro contenido más disruptivo, más
–como suele decirse- de oposición al sistema, la práctica artística incurre en
fallos y errores tan de bulto que uno apenas llega a gozar siquiera del fracaso
mayúsculo del arte.
Porque, si no hay duda que es ahí, en la mediación arte/política donde
todo –ahora como siempre- se juega, tampoco ha de haber duda que esa
omnipresencia de lo institucional como enemigo al que derribar hacen destilar
al arte prácticas inocuas e incluso serviles con los intereses de la lógica del
simulacro consensuado en el que nos movemos.
Parece que la cosa se intuye, que
a pesar del poco margen que se le deja ya al arte, habiendo incluso sido
absorbido por prácticas esteticistas como el diseño, la publicidad y el
marketing, todavía se le pide un algo de más al arte, la posibilidad última de
lograr un mirar diferente, una economía de los tiempos y los espacios
diferentes.
Y esto -ha de quedar claro- no
puede lograrse si no se mira más allá de la trampa que el propio arte se pone a
sí mismo: la de la institucionalización como pathos genuino que al tiempo que posibilita
las potencialidades de la práctica artística, las cortocircuita al instante.
Es esa narración, la que más
arriba hemos apuntado y sobre la que se levanta una cierta idea de Modernidad,
la que ha enmascarado al propio concepto de arte en el desarrollo histórico de
su propia práctica:
En un polo, un arte como práctica
que asegura la superación estética de las fracturas a la que se ve sometido el
sujeto ilustrado; en otro polo, aquel que cifra la autonomía estética en el
privilegio del gusto y la belleza, en hacer de ella un ámbito enteramente
separado del resto de otras sensibilidades. Entre ambos, un desarrollo
histórico del propio concepto de arte que tiene en la desartización su punto
álgido, su paradoja fundacional -¿cómo aquello que en un momento no era arte ahora sí lo es?-, un mito
–el de la muerte del arte- que no sería más que el resultado de un pensamiento
uniformizante y conservador, que tiende a diluir toda posibilidad de cambio y
transformación en una narración lineal capaz de conseguir que, bajo unas
ciertas premisas de progreso dialéctico, todo el arte se presente ya siempre
como algo del pasado, y una noción de institución donde se va reificando las
potencialidades negadas al arte en su propia cara.
En definitiva, nuestro punto de
vista es que, si bien es cierto que toda arte ha de calibrarse contra el fondo
de contraste que sería su relación con el juego político en el que queda
insertado, todo arte que haga gala de la conceptología arriba puesta claro no
hace más que repetir eslóganes trillados, negatividades que no van a
ningún sitio y una pléyade de
estrategias que, si bien siguen provocando al personal, son poco más que cosquillas
en la coraza con la que se esconde el propio arte.
Es decir, si la institución-arte es lo Real del arte, su trauma fundacional, repeticiones maquínicas que traten de superar el trauma no hacen sino reiterar la necesidad que toda constructo racional tien de un polo pulsional, de una zona de no-agresión donde todos los deseos -incluso los que apuestan por su destrucción- tengan cabida, de una singularidad a-significativa donde el conjunto de flujos transaccionales vengan a parar.
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