viernes, 18 de mayo de 2012

OCCUPY MUSEUMS: DE LA INSTITUCIÓN COMO FANTASMA


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         Si la situación dentro del arte contemporáneo es compleja es porque su acostumbrada negatividad, ese ir a contracorriente de su propio concepto, ha llegado al punto de haberse desarrollado al impase de la razón ilustrada –cosa que le ha permitido desarrollar su pretendida autonomía institucionalizarse – al tiempo que sus estrategias actuales abominan de todo lo que huela a institución. La trampa –trampa que de nuevo se ha puesto el arte a sí mismo en esa negatividad esenciante- es haber vinculado su autonomía al ejercicio –politizado e ideológico- de la institucionalización.

Y es que, en esto como en todo, la razón ha de hacer pie: si Baudelaire apela ya a una belleza fugitiva y, cómo no, callejera y en devenir constante, la razón constructora –desenmascarada como mitológica e inconsciente- no tuvo otra que encorsetar las potencialidades del arte a la hora de crear esfera común  y destinar todos sus encantos a la lógica del capital bienpensante.

La paradoja está ahí, en el corazón mismo de la Estética: si el desarrollo de la razón le lleva a apostar por la definitiva autonomía de la esfera sensible que construye sociedad, por otra, esa tal autonomía ha de tomarse en sentido perverso, en el sentido de cortocircuitar su quedar remitido a la fundamentación sensible de un procomún apelando a  dos narraciones tan falseadoras como difíciles de derribar: la primera, aquella que postula por un ámbito privilegiado y desconectado de todo quehacer social, y la segunda, aquella otra que hace vincular al arte con la destinación utópica y emancipadora que, por mucho que nos las prometiéramos, no ha sido capaz de alumbrar ningún tipo de razón.

La institucionalización de la práctica estética apunta entonces a un puente a medio camino entre ambas narraciones que, si por una parte vigile de cerca los devaneos del arte con la política, por otra parte dictamine en cada caso que quantum de ‘destinación utópica’ puede cumplirse en cada tiempo. Es decir, juntar los parabienes visionarios de fundar una sociedad mejor con el control político y racional de sus mismas estrategias. Así las cosas, la institucionalización del ámbito artístico es el nudo gordiano de su práctica actual: le da oxígeno con la promesa de que no pise la bombona; le da pan para que vaya a comer a otra parte; le da aliento para que sus destinaciones no se cumplan pero y -esto es de suma importancia- tampoco se desechen: mantener el fuego utópico, la carga de destinación utópica con que Schiller hizo cargar al arte, le permite no desenmascarar  la mentira de su narración.

Y es que ahí radica todo: en el hecho de que la consabida institucionalización no es más que la fachada con que la razón despótica despista a sus supuestos detractores para hacerles perder la pista. Me explico:

La regla del nueve alude a que la perversión definitiva del sistema, la espectacularidad del régimen de lo real, ha devenido tan esperpéntico que la lógica de la oposición se ha convertido ella misma en un paso afirmativo más. Guy Debord lo dijo en su día  y pareciera que todavía no es bien comprendido: “conocer la ley del espectáculo equivale a conocer la manera en que éste reproduce indefinidamente la falsificación que es idéntica a su realidad”. Es decir, y aludiendo al ejemplo que nos traemos entre manos, la institución arte, falsificadora escena en que ha encallado el arte, se convierte en realidad al converger con su propia apariencia. Debord, de nuevo, resumió perfectamente este círculo en su sentencia: “en el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso”.

Lo real es que la institución-arte queda emplazada en un lugar el cual, merced a confundir los polos –al quedar equidistante de dos narraciones que viene en articular el sistema-arte desde la falsedad- alude a su momento previo de falsedad. Así como se ve, tal proceso, el del espectáculo, sigue dando resultados tan jugosos como antaño.

Resumiendo, y en lenguaje tribal, la institución-arte se erige en el muñeco al que dar debido a que aquello que lo justifica son dos narraciones erróneas de lo que se supone debe significar la práctica artística y, con ello, las relaciones que han de mediar entre estética y política. Derribar el muñeco-institución no nos traería otra cosa que un páramo difuso donde los dogmatismos y la violencia de los discursos camparían a sus anchas. A este respecto sería pertinente aclarar que la ley suprema del espectáculo no es otra que el enmascaramiento del mismo proceso de conocimiento, del querer atisbar qué hay detrás de la realidad y dar a pensar que tiene un final y que, además, está delante de nuestras narices.

En pocas palabras, derribar las barreras, derrocar al régimen que reduce el arte a lo institucional, daría por resultado cualquier cosa excepto un “conocimiento” del arte. Pero, claro está, mientras sigamos dándole al muñeco, mientras sigamos enclaustrados en una narración confusa del arte, las propias potencialidades disensuales de la Estética estarán a buen recaudo; es decir, inoperantes y confiscadas a un poder que sabe demasiado bien como funciona esa lógica implícita del simulacro del espectáculo.

 
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Si nos hemos querido explayar hasta aquí para dejar bien claro el papel –tan esencial pero al mismo tiempo tan ortopédicamente construido- de la institución-arte, es porque su esclarecimiento nos parece de vital importancia para trazar una lógica de las relaciones estética y política capaz de atinar del todo en las necesidades que las modernas sociedades tienen de configuración y reorganización de su sensibilidad.

Y es que parece esta relación, la que media entre estética y política, la piedra de toque de toda la práctica artística, ahí donde –como diría el anuncio, en las distancias cortas- el arte se la juega. Porque sí, está muy bien que el arte siga dando momentos de emoción difícilmente contenida, que su burbuja siga subiendo y subiendo sin visos de estallar, que el arte insertado en las lógicas del espectáculo haya hallado su lugar como lugar privilegiado a la hora de dar a desarrollar un capitalismo cultural  ‘de altura’. Pero a la hora de la verdad, cuando todas estas estrategias alejan a la estética de su verdadero lugar y misión –la de crear una fractura en la lógica de lo dado, de lo hipervisible-, los intentos de dar al arte otro contenido más disruptivo, más –como suele decirse- de oposición al sistema, la práctica artística incurre en fallos y errores tan de bulto que uno apenas llega a gozar siquiera del fracaso mayúsculo del arte.

  Porque, si no hay duda que es ahí, en la mediación arte/política donde todo –ahora como siempre- se juega, tampoco ha de haber duda que esa omnipresencia de lo institucional como enemigo al que derribar hacen destilar al arte prácticas inocuas e incluso serviles con los intereses de la lógica del simulacro consensuado en el que nos movemos.

Parece que la cosa se intuye, que a pesar del poco margen que se le deja ya al arte, habiendo incluso sido absorbido por prácticas esteticistas como el diseño, la publicidad y el marketing, todavía se le pide un algo de más al arte, la posibilidad última de lograr un mirar diferente, una economía de los tiempos y los espacios diferentes.

Y esto -ha de quedar claro- no puede lograrse si no se mira más allá de la trampa que el propio arte se pone a sí mismo: la de la institucionalización como pathos genuino que al tiempo que posibilita las potencialidades de la práctica artística, las cortocircuita al instante.

Es esa narración, la que más arriba hemos apuntado y sobre la que se levanta una cierta idea de Modernidad, la que ha enmascarado al propio concepto de arte en el desarrollo histórico de su propia práctica:

En un polo, un arte como práctica que asegura la superación estética de las fracturas a la que se ve sometido el sujeto ilustrado; en otro polo, aquel que cifra la autonomía estética en el privilegio del gusto y la belleza, en hacer de ella un ámbito enteramente separado del resto de otras sensibilidades. Entre ambos, un desarrollo histórico del propio concepto de arte que tiene en la desartización su punto álgido, su paradoja fundacional -¿cómo aquello que en un  momento no era arte ahora sí lo es?-, un mito –el de la muerte del arte- que no sería más que el resultado de un pensamiento uniformizante y conservador, que tiende a diluir toda posibilidad de cambio y transformación en una narración lineal capaz de conseguir que, bajo unas ciertas premisas de progreso dialéctico, todo el arte se presente ya siempre como algo del pasado, y una noción de institución donde se va reificando las potencialidades negadas al arte en su propia cara.

En definitiva, nuestro punto de vista es que, si bien es cierto que toda arte ha de calibrarse contra el fondo de contraste que sería su relación con el juego político en el que queda insertado, todo arte que haga gala de la conceptología arriba puesta claro no hace más que repetir eslóganes trillados, negatividades que no van a ningún  sitio y una pléyade de estrategias que, si bien siguen provocando al personal, son poco más que cosquillas en la coraza con la que se esconde el propio arte.

Es decir, si la institución-arte es lo Real del arte, su trauma fundacional, repeticiones maquínicas que traten de superar el trauma no hacen sino reiterar la necesidad que toda constructo racional tien de un polo pulsional, de una zona de no-agresión donde todos los deseos -incluso los que apuestan por su destrucción- tengan cabida, de una singularidad a-significativa donde el conjunto de flujos transaccionales vengan a parar.


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