“Más
allá del saber mismo, adentrarse en la prueba paradójica no de ‘saber’, sino de
pensar en el elemento del ‘no-saber’ que nos deslumbra cada vez que ponemos la
mirada sobre una imagen del arte” Georges
Didi-Huberman
Vayamos al grano. Ahora que Guti, el 'futbolista', y Santiago
Segura, el 'director de cine',
hacen un cameo de sus propios ejercicios de cinismo dedicándose a ser jurado de
lo increíble, ahora que Falete se
tira en bomba para especular con las posibilidades reales del verdadero lazo
social –aquel consagrado en la panavisión de una misma bobada-, ahora que la Milá se nos despelota para hacer
patente que lo siniestro está ahí mismo, invadiendo nuestros hogares cuando uno
menos se lo espera, ¿alguien puede tildar, así como así, al arte de fraude? Ahora
que el fraude es una consigna para supervivientes, ¿qué se quiere decir cuando
se dice que el arte es un fraude?
Posiblemente nada. Porque cuando el
enigma está encima de la mesa, a la vista de todos, el nudo paradójico que
separa y une a discreción el saber del no-saber, el arte y el no-arte, se torna
un simulacro incapaz de seguirle la pista. Cómo no podía ser de otra manera, el
arte, en la era de la esdrújula hipervisión, es un fraude. Pero eso, lejos de
ser un acicate para el despechado, es su mejor virtud. Porque, ¿cómo pensar ese
elemento de "no-saber" que trasporta el
arte cuando éste “salta a la vista”?
En sentido estricto, y empezando por
el principio, lo que falsificaba Elmyr
de Hory era, únicamente –y pese a las apariencias-,
la firma. Porque la firma es todo lo que uno puede falsificar: insertarse en el
juego de iteraciones que operan entre el nombre y la firma. Insertarse en la
totalidad del sentido que toda firma asume para sí, pero también en la ausencia
que toda firma señala: la del autor que ya no está, la del lector que nunca se
sabrá quién es. Insertarse en un cierre imposible, en un sentido siempre
derivado y fragmentario, en una memoria viajera.
Eso es el fraude: reorganizar la
iteratibilidad que se da entre nombre y firma, adueñarse de un sentido que
siempre está en estadio de envío. Si la firma es ausencia, el fraude consiste
en adueñarse, siquiera un instante, de esa ausencia que no puede hablar.
Insertarse en el juego de ausencias que todo texto despliega: ausencia
irresoluble, porque la muerte enseña que la unidad nunca se produce, porque el
nombre –y la firma- no es más que una condensación puntual y provisoria, porque
nunca sabremos a quién nos estamos dirigiendo, si es que alguien –todavía- hay
ahí.
Porque si, por un lado, la firma trata
de devolver la presencia de un sentido orgánico para el texto en la sucesión de
sus futuros “ahoras”, por otro lado alude a la desaparición del firmante: el
escritor pertenece a la obra, se pierde en ella. Así, si firmar cierra
el sentido de lo escrito, también abre el tiempo a una memoria siempre en duelo
por quien ya no está. Por tanto firmar abre dos temporalidades convergentes en
el hecho de la deconstrucción: como afirma Derrida,
la invención deconstructiva consiste siempre en saber decir “ven” y saber
responder “ven” al otro.
Todo texto
entonces –en la apertura entre ambos “ven”- tiene una cadencia mortuoria, un
ritmo sincopado por la melodía de una memoria en fuga, una memoria que exige al
autor su firma para, al instante, consentir en que la obra sea susceptible de
reenviarse hacia una ausencia infinita. Todo texto
en su legibilidad tiene la forma de un envío, de falta como apertura y de
donación como entrega sin custodia. La traducción –la lectura incluso- es, de
este modo, la forma de un espacio de reenvío, de contrafirma que valida la
firma, la afirmación en el borrarse de lo auténtico o del acontecimiento,
siempre abierto a otro reenvío.
Ante esto, una única pregunta: ¿quién
se hace cargo? Únicamente aquel que acoge el envío de la memoria del otro y lo
hace retornar, aquel que dice “sí” al “ven” de la memoria y al pone de nuevo en
movimiento. Porque, de nuevo con Derrida,
“si hay una finitud de la memoria,
es porque hay algo del otro y de la memoria del otro como memoria, que viene
del otro y vuelve al otro”.
Total y resumiendo, de Hory falsificaba la firma y no el
cuadro porque no podía hacer otra cosa,
porque como bien apunta Blanchot,
“el libro puede ser siempre firmado, permanece indiferente a quien lo firme; la
obra exige la reasignación, exige que aquel que pretende escribirlo renuncia a
sí mismo y cese de designarse”. Porque, de igual modo que Pierre Menard no copió a Cervantes,
de Hory tampoco copió a Matisse o Picasso. Porque no podía trazar un envío ya enviado –el de la obra
original-, sino que solo podía simular un contra-envío, un ejercicio simulacionista
de volver a poner en danza. Así, copiar el estilo es fácil, pero copiar la
firma –en su indiferencia- es lo difícil. Porque copiar la firma es
superponerse en un juego especular de envíos. Es, en pocas palabras, poner en
jaque al enigma que te da la posibilidad de contraatacar con tu envío. Es decir,
toda carta llega a su destino…sobre todo –como señala Fernando Castro en un texto- si no se envía. Es decir, si permanece
en un juego alambicado de itinerancias sobre su propia condición. Es decir, si “realmente”
no hay obra ni envío. Es decir… si es un fraude.
Pero, y siguiendo el juego un paso más,
sí puede decirse entonces que de Hory
falsificó algunos picassos, en el sentido de obra-con-firma. Y es aquí donde
nuestro lenguaje ha de cambiar. Porque la ayuda que hasta aquí hemos recibido del
impulso deconstructivista se torna inútil para desmembrar con fineza el trabajo
fraudulento de de Hory.
Porque los matices que pudiera haber
entre un Quijote –el de Cervantes- y el otro –el de Menard- no tienen nada que ver con la diferencia que pudiera haber entre un
picasso –el de Picasso- y otro picasso
–el de de Hory. Porque si, como dice
Jorge Fernández Gonzalo, “Menard ha roto el espacio de
la mismidad por la implantación de lo que
Maurice Blanchot definía como un espacio neutro, territorio,
literalmente, para lo incomparable, para el desastre de las compatibilidades o
los agrupamientos”, el problema “de Horny” no sabe de lugares para la
traducción ni la memoria, no sabe de obras abiertas ni de estéticas de la
recepción. De Hory no sabe nada de
intertextaulidades. Si Menard hace
un intento por escribir el Quijote desde cero, no desde Cervantes, de
Horny pinta sus picassos
desde Picasso. En él no hay problema
alguno con la memoria ni con la tan traída angustia de las influencias: de Hory quiere tener una firma, quiere
ser alguien.
El cambio de
perspectiva es más que patente: si Menard
escribe el Quijote y, en su empresa, escenifica la verdad simulacionista
del arte, de Hory copia sus picassos
para escenificar la verdad fraudulenta del “arte” –entendiendo este, sobre decirlo
casi, como el ámbito donde el arte se torna en mercado, en sospecha de sí
mismo. Borges es un artista y por
ello puede desvelar los laberintos donde realidad y ficción se tocan; pero de Hory no era más que un histriónico perdedor en busca de la
gloria que nunca le debió de tocar. “No me siento mal por Modigliani, me siento bien por mi”, afirma con sonrisa de
advenedizo en un momento de la película F for fake de Orson Wells.
Si Borges desvela que el arte funciona
mediante sustracción y adición de diferencias imperceptibles, de Hory sentencia que el “arte”
funciona bajo el dogmatismo de lo mismo, de la ley mecánica que hace del valor
una cuestión de meritocracia, de dinero y de poder. La escritura de Menard del Quijote nos sirve
como indicio fundacional de la escritura: todo texto ya ha sido escrito muchas
veces, tantas que es necesario borrarlo, hacerlo cero. Sin embargo, la
pintura de de Hory va en la dirección
contraria: solo tenemos picassos, matisses y modiglianis para saber qué es eso
del “arte”, nombres que teledirigen una mirada ideologizada y politizada hasta
el extremo de creernos como sublimes nuestras propias ineptitudes.
Arte y “arte”:
una historia de repeticiones diferentes, de huecos por llenar, de asincronías
siempre susceptibles de ser reenviadas, contra una linealidad miope hecha a
contrapelo de una normatividad que permite arribar a un juego simulacionista
más potente que el propio arte: un sistema entrópico que se da así mismo la
razón para ocultar un fraude endémico como última razón de ser. Así, si el arte
se pregunta por sí mismo y, en su preguntarse, se borra, se contorsiona en
figuras imposibles de reconocer, el “arte”, por el contrario, dogmatiza su
poder aporreando la mesa, sacando tajada a un juego de espejos construidos para
otra cosa.
Para ir acabando merece la pena hacer notar
que las risas de de Hory contra
aquellos que una vez no le admitieron en el ámbito privado de la
institución-arte y que ahora se tragan cualquier bodrio, son las mismas risas
que causan aquellos que se creen a pies juntillas las entelequias presuntuosas
de la genialidad, aquellos que tiene la lección bien aprendida, que mean
pesicola viendo un van gogh –el constructo japonés-, que levitan ante un modigliani
–con seguridad, el peor pintor de la historia. Las risas del falsificador
húngaro hacen eco con la carcajada que provoca la ideología de la firma como
termostato con el que dar al público justo aquello que pide: impresionismo y
post-impresionismo a patadas, Manet
y Monet a saco y todo bien digerido,
como si de un vistazo, en una tarde de sábado cualquiera, podamos dar por sabido
todo el último arte digno de merecer tal nombre.
Y es que el nombre -como la firma- dejan mucho
que desear: falsean más que ayudan, crean la ilusión de coherencia o
pertenencia allí donde nada es coherente y donde la propiedad no es asignable.
Eso es lo que desvela las falsificaiones de Elmyr de Hory: que el “arte” no es muy diferente a una poderosa
multinacional asesorada por un comité de expertos que va apalancando posiciones
en una bolsa de activos donde cada artista y cada pieza vale, justamente, lo
que cuesta.
El nudo
gordiano de toda la teoría que se pude levantar con ocasión de estas historias
de fraudes y falsificaciones queda referido pertinentemente en un momento de la
película anteriormente citada, ahí donde nuestro pintor concluye que “si las
cuelgas en una museo o en tu colección de grandes pinturas y las dejas allí el
tiempo suficiente, se vuelven auténticas”. ¿Cosa de arte o de magia? Ni lo uno
ni lo otro, o ambos a la vez. Y es que, ahí donde todo está obsoleto, el fraude
es la única salida. Y, siendo serios, el arte empezó a granjearse esa fama de
cosa del pasado –de estar obsoleto- justo cuando alguien puso su firma en el
lienzo. Justo cuando –porque coinciden- la imagen se inserta en los proceso
cosificadores de la mercancía y la emergencia de una subjetividad capaz de
crearlo todo; justo cuando inicia el camino para ser un producto más en la era de la reproductibuilidad técnica y, poco más tarde, mediática.
Total y
resumiendo, que el “arte” se erige en sí mismo como fraude, como truco de
magia, y que su ámbito de indecibilidad es aquel donde magia y creación
coinciden para dar por válido la banalidad de lo ya-visto. Porque cuando el trauma escópico se torna
pulsión escatológica frente a la pantalla catódica la única salida es,
literalmente, la cagada. Lo único es que, en el límite panóptico de hoy en día,
ahí donde el fraude está a la vista y nada vale por lo que está, el
desenmascaramiento se ha vuelto gesto nihilista por antonomasia. Es decir, si,
como dijo Picasso, “el arte es una
mentira que nos hace darnos cuenta de la verdad”, esa verdad no es más que el
espejo invertido de la propia mentira. La verdad del arte no es menos mentira
que la propia mentira y ésta, como dijimos casi proféticamente al inicio, es su
única -y por ende- más grande virtud: el arte hace evidente el fraude.
Un enigma ante
la vista pero que es imposible de descifrar. Un enigma enviado en correo
certificado y ante cuya insondabilidad solo cabe –cabía- un ejercicio de
agenciamiento simbólico. Ahora la vida, ese exceso puesto sobre el tapete por Zizek, conjura sus enigmas sirviéndose
de un alegato simbólico donde todo es ya pura literalidad y donde la decepción
como consenso escópico remite a un fraude colosal: ver justo lo que estamos
adoctrinados a ver. Y es
que, como apunta Baudrillard, “la
perfección del crimen reside en el hecho de que siempre está ya realizado”. Es
decir, no hay lugar para la alegoría ni para la sospecha del medio. El pliegue
neobarroco ha terminado por cerrarse y es solo la memez catódica o que nos pone
mínimamente cachondos. Todo es textual y la imagen señala precisamente aquello
que se ve. Así, aunque el simulacro telemático conquiste la panosfera, no hay
trampa ni cartón, todo al alcance de un clic, de un gesto de ratón, de un
zappeo paranoico
A pesar de que
él mismo pretendía que su obra fuese comprendida como interpretaciones –para
así entrar dentro de ese juego simulacionista en la onda del Klossowski del “no hay hechos sino
interpretaciones”-, sus obras son solo el intento desesperado de acaparar un
nombre, de ser alguien. Hacer reventar el secreto del arte para gozar, él también,
de sus triunfos. Y lo curioso es que lo consiguió: hoy en día, y siguiendo esa
lógica inflaccionaria que identifica valía don valor monetario, sus obras se
valoran algunas sobre los 100.000
euros,
habiendo incluso falsificaciones de falsos de Hory –perdón,
falsos ‘de hory’.
Es decir, el
juego sigue jugándose y el fraude hace su truco de magia para lanzar otra
señal, otro envío, el más perfecto de todo: aquel que simula una identidad
perfecta entre el arte y el “arte”. No va más. El truco ante nuestros ojos y
seguimos sin pillar nada.
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