SLATER BRADLEY: SHE WAS MY LA JETÉE
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 19/09/13-02/1/13
Lo más difícil en esto de escribir críticas de arte es manejar un vocabulario acorde a los tiempos. Parece una memez pero es lo principal porque, por ejemplo en esta exposición, no se debe de hablar ya tanto de reinterpretación –ni mucho menos de remake- sino de constelación. Esto de la constelación es como Benjamin pasado por la termomix de la deconstrucción derridiana: es comprender cada obra como una traducción de otra anterior que encadena nexos alejados temporalmente pero que va dejando un rastro, una huella a partir de la cual se van produciendo recorridos a través de signos culturales. Es el artista como semionauta de Bourriaud o, en sentido más crítico, la idea de constelación de Susan Buck-Morss como “figura alegórica que trata de reunir las piezas de lo que la historia del pasado ha separado”. La idea que está debajo de toda esta teoría es que a ningún lugar mejor que regresando al pasado para hallar los restos capaces de articular un futuro digno de llamarse así. Contra lo inevitable del progreso, pues, esta querencia hacia el anacronismo que vertebra buena parte el arte actual.
Sin embargo, no creo que en el lenguaje usado por Slater Bradley haya nada parecido a esta remisión al pasado ni haya ningún intento de crear imágenes dialécticas al más puro estilo benjaminiano. Pero, hay que reconocerlo, en esta última pieza que ahora se expone en la galería Helga de Alvear le ha salido algo bastante parecido. Y nos explicaremos.
Bradley toma para sí las mecánicas subliminales de la publicidad de los mass media en su vertiente más popular –sobre todo los iconos del pop- para desvelar los efectos psicológicos de la idolatría, el mimetismo y el inconsciente colectivo en la formación de la identidad adolescente y, actualmente ya, todo hay que decirlo, no tan adolescente. Con este fin, el artista californiano ha hecho uso en numerosas ocasiones de la figura del Doppelgänger para así, en el juego de espejos que supone tomar distancia de nuestras propias experiencias visuales, ser capaz de articular una reflexión acerca de la memoria, los recuerdos y la nostalgia del tiempo pasado reinventado pero jamás desaparecido.
En esta ocasión la diferencia que supone ser siempre el otro, el que camina a mi lado pero no soy yo (esto es lo que significa literalmente la palabra Doppelgager) la ha hecho agrandar hasta el paroxismo de situarse dentro de un juego de ciencia ficción al que remite la película de Chris Marker “La Jetée" (1962). Resumiendo hasta menos de lo necesario, la película en cuestión narra los hechos de un viajero del tiempo que, regresando a la escena de un crimen que presenció siendo niño y donde un rostro de mujer se le quedó grabado para siempre, descubre que aquel a quien asesinaban era a él mismo.
No se trata ya por tanto de un simple desplazamiento del “yo mismo” al “otro” para operar un intersticio por donde observar la impronta ideológica de las imágenes consumistas de la actualidad, sino que se trata de una brecha espacio-temporal capaz de reabsorber la misma imposibilidad de ser uno mismo sin ser esclavo de un “ver” ideológicamente dirigido. Es decir, Bradley rearticula el sentido de la película de Marker desde la óptica del poder magnético de las imágenes en el estado actual de su producción y distribución. Si para Marker el sentido del film descansa en la imposibilidad de seguir siendo uno mismo y, al mismo tiempo, ir en busca de sus recuerdos, de aquellos recuerdos incluso que uno recuerda antes de ser un “yo mismo”, Bradley quizá apunta al hecho de que sea esa imposibilidad el mismo centro donde descansa la función subjetiva del poder.
La imagen entonces, en su incandescente inmanencia, revierte en un tiempo-ahora adelgazado hasta el límite de su infinita reproducibilidad: y ahí justo, en el medio de esta producción instantánea, se sitúa un “yo” como efecto superficial, incapaz no ya de ir a otra época pasada en busca de sus recuerdos sino incluso impotente para mantener los recuerdos del más simple de los ayeres. Así, el sujeto remite a una melancolía productiva, a una afásica economía libidinal de los deseos que no encuentra salida más que en ir para adelante: allí donde las imágenes terminan por hacer crack o, en el polo opuesto de una identidad perfecta, se descubrir todas las imágenes como evanescentes apariencias que han terminado por no significar nada.
El logro de esta pieza entonces es procurarnos un ejemplo de esta desconexión temporal sobre la que se asienta la imagen actual proponiéndonos una imagen dialéctica donde aún puede rastrearse otra forma de deseo, otra forma de sentir y de querer ser. Una imagen que sabemos inalcanzable –porque todos los deseos son en sí mismo inalcanzables- pero que funciona como apertura utópica.
Más de veinte años antes de la película de Marker, Bioy Casares nos dejaba otro relato alucinante –“La invención de Morel”- sobre la insondable profundidad de un deseo que tan pronto sucede el milagro de lograr perpetuarse, en este caso en forma de grabación fonográfica del ser querido, éste moría irremediablemente. La conclusión es bien obvia: no podemos vivir sin proyectar temporalmente, sin hacer de nuestro deseo no algo efímero sino más bien una huella eterna: la maldición que pesa sobre nuestra especie es que tan pronto materializamos ese recuerdo somos nosotros mismos los que nos condenamos. Es decir, la constelación formada por estas tres obras barruntan la posibilidad de que el apocalipsis seamos nosotros mismos.
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