LAIDA LERTXUNDI: LANDSCAPE PLUS
GALERÍA MARTA CERVERA: 14/09/13-19/10/13
No me atrevería a decir que el cine de Laida Lertxundi (Bilbao, 1981) sea profundamente teológico pero sí que sostengo sin miedo que su cine viene a decirnos que ya únicamente un dios puede venir a salvarnos. Es más: su cine se concentra en hacer patente y obvia tal respuesta. Su cine es como si cogiésemos el mundo, lo que queda de este mundo, y lo estrujásemos como una bayeta: las imágenes que nos muestras son esas gotitas que caen, que salpican un tiempo por el que hace ya largo rato que no pasa nada, que no sucede nada. Solo pasa, sin más, el tiempo.
Estar frente a una de sus proyecciones es percatarse, tomar conciencia de que nuestro ser-ahí está bajo mínimos: sin historia de la que alimentarnos, el tiempo nos remite a una duración infinita que temporalizamos a base de gestos, de ritmos acrónicamente dispuestos, de efectos (y afectos) superficiales que juegan a desarrollarse y desenrollarse en repeticiones asíncronas. Y precisamente uno tiene la sensación que su cine se desarrolla en los intersticios de esta mecánica de las afecciones que, de modo elíptico, llamamos vida. Su cámara no graba entonces el acontecimiento: graba el después, aquello que vertebra de alguna manera las historias; los fundidos en negro, los despojos. Los graba y nos los muestra con el fin de que afirmemos: es ahí donde todo tiene lugar, es ahí donde se construye el sentido. Es ahí donde –aunque tachados- somos.
Es decir, y haciendo uso del título de la exposición (Landscape plus), lo importante en las películas de la artista afincada en Los Ángeles es el ‘plus’: aquel exceso que lacanianamente podemos llamar vida y que ya solo es perceptible si lo enfrentamos con el fondo de contraste del desierto californiano. Sólo ahí, en la quietud infinita, podemos comprobar como algo aún tintinea, cómo algo aún vibra. Cualquier cosa a la que podamos llamar utopía remite únicamente al instante siguiente.
Pero, además, tal exceso es el que le sirve a Lertxundi para establecer una nueva ilación, un nuevo nexo entre el encadenamiento causal y la pasividad maquinal de la cámara. Y es que es entre ambas series de donde el cine saca su, digámoslo así, esencia: en la tensión que surge entre el ojo orgánico e inteligente del operador, y el ojo pasivo y mecánico de la cámara. Así, por una parte, el propio automatismo de la cámara no capta otra cosa que no sea la vida: el ojo-cámara no conoce historias ni acciones orientadas a un fin, sino solo acciones abiertas en todas direcciones. Pero por otra, y ante esta ruptura radical de la narración, la historia del cine no ha hecho sino traicionarse a sí misma sirviéndose de la lógica causal y representativa para su desarrollo como industria y espectáculo.
Y es que este exceso, decimos, surge ahora como pasividad absoluta de ese ojo-máquina: la imagen comprendida como relación, como descarte y diferencia entre una función de significación y otra de mostración, entre un decir y un mostrar, remite aquí a un nivel cero. La imagen, como operador diferencial referido a una elección sobre qué enseñar y qué ocultar, lo tiene en el cine de Lertxundi bien claro: reduciéndose todo encadenamiento a una pasividad maquinal absoluta, la imagen decide no mostrar nada, nada más, claro está, que a sí misma.
Lo mismo que Charlot no hace más que recorrer la película de principio a fin sin hacer nada, con una característica indiferencia que solo se altera por los acontecimientos que le cogen desprevenido, los “protagonistas” de los films de la artista bilbaína reducidos a una nada causal, nadan en un emplazamiento –en una superficie- de indeterminación y sustracción de sentido, de flotamiento de las historias respecto de la lógica causal que las anima. El duplo exceso que empuja el texto literario hacia detrás y, al mismo tiempo, hacia delante de sí mismo, está aquí, por tanto, paralizado.
Como consecuencia, la imagen, perdida toda la profundidad causal que pudiera atesorar, nada en una inmanencia absoluta. Como hemos dicho antes, cada imagen no remite sino a sí misma. Son por ello, y en el sentido de Deleuze, imágenes-tiempo. Solo afectadas de duración, realidad y ficción terminan por identificarse merced a esta pasividad absoluta que afecta al ojo-máquina.
De lo que se sirve entonces Laida es de un método metalingüístico. Remitida la causalidad a su nivel cero, la lógica de encadenamiento es la que remite al propio proceso de construcción de la película. Sobre todo es la música, la banda sonora, lo que sirve de relación tautológica para hacer disparar cada imagen fuera de su propia inmanencia: es decir, para que el tiempo-duración se perciba como materialidad o, casi mejor, como materialidad agujereada. La profundidad temporal de la narración es sustituida por una relación inmanente entre sonido e imagen. Así, en sus películas cada imagen se desnuda y nos muestra su propio proceso de construcción, de anidamiento perceptivo. La música no es en absoluto una banda sonora: es el propio régimen de inmanencia donde cada sujeto queda “sujetado” a su propia vida, a esa vibración de las imágenes que pululan por lo márgenes, por los afueras, excéntricos a su propia narración.
Sólo, de vez en cuando, entre imágenes que vibran, entre canciones que se encienden y se apagan, entre gestos que ocultan su significación, una mirada al cielo desprovista, esta vez radicalmente, de cualquier fisicidad. El tiempo se densifica, se coagula; nuestra percepción se abniega en una espera infinita: estamos, definitivamente, ahí, en las imágenes; entre ellas. Somos, como quien dice, el pensamiento de esta inmanencia absoluta llamada imagen. Estamos, por tanto, arrojados a lo inhóspito, a una inmanencia perceptiva donde nos descubrimos únicamente como pensamiento de la pasividad absoluta de la imagen.
¿Y no es, cómo dice Wittgenstein, la plegaria “el pensamiento en el sentido de la vida”? Sí, creo que cuanto más lo pienso, más teológico veo el cine de esta gran y joven directora.
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