MARLON DE AZAMBUJA: BRUTALISMO
GALERÍA MAX ESTRELLA: 25/01/14-15/03/14
A lo largo de su carrera, Marlon de Azambuja se ha desvelado como un inteligentísimo artista capaz de reflexionar con sutileza y potencia acerca de las relaciones performativas entre el individuo y la ciudad, además de pensar las condiciones productivas del propio arte en su relación –contenido/contenedor– con el museo-fetiche. Para ambas estrategias, la arquitectura hace las veces de epicentro, basculando como resorte desde donde reflexionar acerca de las nuevas condiciones de habitabilidad y productividad del sujeto moderno.
Estos intereses –la relación entre individuo y arquitectura– son en esta ocasión llevados hasta el límite para proponernos, sin paliativo alguno, la experiencia urbana por antonomasia en esta época de crisis epocal: la de la demolición. Estamos fundados sobre un modelo para armar del que solo cabe una premisa: andarnos con pies de plomo, guardando un extraño equilibrio inestable.
Pero esta demolición no remite únicamente al estatuto de la ciudad tal cual, sino que se proyecta sobre la red de relaciones transversales sobre las que ha ido sedimentando su otrora poder. En este sentido, el cariz utópico de la ciudad, el mapeado urbanita como representación mimética de la construcción autónoma del sujeto, es lo que, se mire por donde se mire, está por los suelos.
Jameson, al final de su celebérrimo libro sobre la lógica cultural del capitalismo avanzado, sentenció y profetizó que la posibilidad del “nuevo arte político” –allá por un lejanísimo 1984– vendría de la mano de urdir la posibilidad de confeccionar nuevos mapas cognitivos: imaginar nuevas formas de representar nuestra relación mediática con la totalidad ideológica en la que estamos sumidos.
Con mapa cognitivo se refería a la representación de una relación: la del sujeto con el todo de sus formas de relación. Si esta representación esta mediada ideológicamente –como sostenía Althusser– de lo que se trataría sería de ser capaces de imaginar otras relaciones entre el sujeto y sus condiciones reales de existencia. Es decir: trazar otra cartografía, otras coordenadas topográficas desde donde restablecer el mapeado cognitivo.
No obstante, la candidez con que Jameson zanjaba el tema en un par de páginas no era sino síntoma de una situación que, por otra parte, no ocultó: la imposibilidad, para el sujeto postmoderno, de construir ningún mapa. Es decir: no tenemos forma de orientarnos, ni espacial ni temporalmente; no hay posibilidad de tomar distancia, no hay momento de verdad alguno salvo la de sabernos incapaces de nada más que no sea quedarnos quietecitos, ante cualquiera de las pantallas que pueblan nuestra videosfera, simulando esperar algo que, sabemos a ciencia cierta, nunca ocurrirá.
Sin embargo, lo que nos propone de Azambuja no es una reinterpretación de aquello de que el mapa no es el territorio sino, más bien, un atisbo de que, aquello que dijo Jameson, es inviable. Quizá siempre lo ha sido, pero si desde hace ya un tiempo se oyen voces clamando por pasar la página de la posmodernidad como relato hegemónico es porque, sin duda alguna, las cosas han cambiado para peor: no nos cabe ya ni la inocente posibilidad de creer en lo imposible.
Como muy bien dice Carolina Castro –y si lo dice ya ella no lo vamos a repetir para decirlo sin duda peor– en la hoja de sala, “los grandes arquitectos del mundo han erigido no sólo grandes masas de cemento, ladrillos y materia; también han proyectado un gran cúmulo de ideologías –en muchos casos utópicas– que han fijado en la conciencia colectiva modelos de pensar y habitar el mundo”. Nuestra tragedia, la que –según yo entiendo– nos muestra Marlon de Azambuja, es que aún en la demolición, en la deconstrucción de cada elemento con que están hechos nuestras ciudades y nuestros sueños, no somos ya capaces de imaginar nada. No hay modo de habitar el mundo que no sea en el que hemos sido adiestrados con perversa solvencia.
Pero, por otra parte, ¿de qué nos quejamos?, ¿no es la Modernidad sino el intento denodado de olvidar cualquier plano y manual de uso, de regirnos únicamente por una novedad sobre la que ya no hay modo de obviar el hecho de que aquello de la reintegración/superación dialéctica no es sino una pamema de la que siempre sale victoriosa una razón hegemónica y violenta? Nos hemos esforzado por olvidar, por silenciar el oprobio, y ahora nada nos gustaría más que rearmar el edificio de nuestros deseos. Ufanos de nuestro destino, tiramos las instrucciones a la basura y ahora no sabemos cómo solventar el despropósito.
Así las cosas, caminar por esos baldosines no es sino plegarnos a nuestra única posibilidad: la de la nostalgia por un tiempo en el que, quizá inocentemente, pero “cabía la posibilidad”. Las formas suprematistas con que nos encontramos en el recorrido, los cuadrados y círculos de Malévich, no son sino metáforas de nuestra imposibilidad: sabemos que ya no hay nada bajo las apariencias pero, aún así, negamos cínicamente nuestro saber para agarrarnos melancólicamente a algo que no sea el desierto de lo real al que somos arrojados.
El panorama es desolador, pero la misión del arte en estos tiempos de catástrofe es hacer patente el fracaso. Quizá entonces la estrategia no sea sino la opuesta a Jameson: no tratar de imaginar nuevos mapas sino enfatizar el hecho de que cualquier representación está ya de antemano sojuzgada por las fuerzas ideológicas del capital. Quizá lo más trasgresor en estos tiempos sea coger una silla y, en ese panorama inestable que nos dibuja Marlon de Azambuja, sentarnos y ponernos a pensar. Quizá esa sea la posibilidad siempre denostada debido a su calificativo de reaccionaria por algunos: pensar sin esperar que bajo las apariencias aparezca paraíso alguno, sin esperar nuestros deseos se cobijen en utopía alguna. ¿Cómo pensar con tal desazón en el cuerpo?, ¿cómo pensar la decapitación del pensamiento mismo?
Por último: ante la deriva de la ciudad como emplazamiento utópico desde donde observar su propia destrucción, David Harvey, en “Ciudades rebeldes”, se pregunta: “¿existe una alternativa urbana, y en tal caso, de dónde podría provenir?”. Quizá, aún con todo, no haya que preocuparse en demasía y, al final, no tengamos que diseñar alternativa alguna. Pronto, muy pronto, el crédito volverá a fluir, nos saludaremos de nuevo encantados de habernos conocido, haciendo gestos con la cabeza de que, el fin y al cabo, no había razones para tal poso de negatividad, que no había razones para exposiciones como está. La paradójico de todo esto es que no dejamos de desear llegue cuanto antes ese momento
Si esta exposición se nos antoja como urgente es porque, antes de que el capitalismo nos infrinja nuevas esperanzas, se hace necesario darnos de bruces con los requerimientos ideológicos a los que somos y seremos sometidos. Darnos de bruces con que no nos cabe esperar nada más que nada porque hemos olvidado como desear no es un fracaso: es lo más cerca que podemos estar de lo real.
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