BOA MISTURA: ANAMORFOSIS
GALERÍA PONCE+ROBLES: 20/03/14-29/03/14
En los últimos años, sobre todo desde
que la sospecha trata de desvelar la pamema ideológica sobre la que se
fundamenta toda democracia, el arte no deja de asumir para sí lo que antaño
parecía olvidado: que la función esencial del arte es la de crear comunidad.
Desde la calle y para la calle, el arte trata de rearticularse en una necesidad
que parecía ya cerrada: la de crear espacios de comunidad, de socialización
donde, antes que nada, se lleve a cabo un efectivo disenso respecto a las
estructuras y formas de normatividad y normalización validados por el sistema.
Y es que cuando parecía que lo
teníamos todo, cuando la historia parecía darle la razón a las tesis de Fukuyama acerca del fin de la misma,
cuando la democracia liberal parecía venir a llenar por completo nuestro vacío
pulsional, resultó que aquello por lo que apostamos no era sino el enésimo
espejismo en el camino despótico de una razón que trata a sus súbditos como
potenciales víctimas.
Y lo cierto es que, bajo mi punto de
vista, el arte entró en aquello años –finales de los noventa– al trapo con una
elegancia digna de encomio. El arte se puso sus mejores galas para, con el
nuevo disfraz del comisario-estrella y la eclosión de la bienalización como
boom estético-mediático elevado a obra total, subirse al carro de la nueva
mediación política que sabe que todo espacio es un entramado relacional donde, de
una u otra manera, cada uno obtiene justo aquello que ha venido a buscar.
Menos mal que en la situación de
acuartelamiento en la que vivimos, toda esa mercadotecnia del arte relacional
se ha ido olvidando para dar paso a otras formas disensuales de hacer comunidad
más proclives a dejar al arte salir de su enclaustramiento ideológico. Y es
que, si algo se le ha echado en cara al famoso arte relacional es que solo
funciona en la anticipación clara de su efecto, en el hecho fundacional de que
es el régimen expositivo lo que asegura su eficacia simbólica y que, por lo tanto,
poco o nulo margen deja para la emancipación habida cuenta de que su presumible
“gran otro” es un capital que ya está ahí
antes incluso que uno quiera ponerse en camino.
En definitiva, en esa indecibilidad
que opera como relación entre arte y vida, todo lo sucedido con la última de
nuestras crisis, los movimientos ciudadanos, 15M y demás, han venido a subrayar
lo que ya todos acertábamos a señalar aunque sin mucha convicción: que el arte de
las próximas décadas estará en la calle –será
para la calle– o no será. O, dicho de otra manera, el arte, la obra de arte, aunque
sujeta a los vaivenes de la novedad sobre la que se erige toda mercancía, ha de
apuntar a otra novedad anterior: la novedad, nunca mediada de antemano, de
procurar un juego disensual como lógica implícita a la comunidad, la novedad de
hacer efectivo en cada caso un nosotros
discrepante con aquella otra comunidad democrática de los iguales. El arte, por
tanto, como estrategia comunal de desplazamiento, como dispositivo de renegociación
constante de sus fronteras, como subversiva desemejanza incluso consigo mismo:
eso o nada, cualquier otra nada, será el arte.
Es en este escenario que la galería Ponce+Robles presenta, y hasta el
próximo 29 de marzo, los trabajos de Boa
Mistura, colectivo multidisciplinar nacido a finales de 2001 en Madrid, que
con raíces en el graffiti ha sabido trascender la común boludez del arte
callejero para proponerse como catalizador de todo lo que acabamos de reseñar
como futuro inminente del arte.
Implicados en un hacer comunidad que
va mucho más allá de la pintada o incluso del ya aclamado y digerido grafiti, Boa Mistura atesoran la capacidad para
caminar ahí donde se abre el abismo, ahí donde se adivina que el único camino a
la estética es la ética. Una ética que toma forma vivencial y real y que se
concretiza en un diálogo constante con la comunidad donde van a intervenir
hasta tocar la tecla que hace “dinamitar” todo el proyecto: una palabra, un
color, un lugar. Todo para que la novedad de lo imprevisible aliente y prenda
en cada mirada, en cada deambular por la comunidad y que venga a toparse con la
intervención. Quizá un único leitmotiv anime todo su trabajo: ayudar a no
desfallecer, a reprender –y también reaprender– la marcha, el camino, el modo
de saberse siempre uno y diferente en esa comunidad en la que a cada uno nos
toca vivir.
Igual puede pensarse –seguro se piensa–
que exagero, que tal hazaña no puede ya lograrse en futuro alguno, como tampoco
en ningún pasado se estuvo siquiera a las puertas de lograrse. Sin embargo, es
precisamente tal imposible posibilidad lo que hace inminente el giro en redondo
sobre el que necesariamente ha de pivotar el arte y que sin duda este colectivo
lleva a cabo: un arte ya en modo alguno hecho por genios visionarios, por
devoradores de lo místico, por mitómanos iluminados. Es necesario que el arte
sea realizado lejos de su común emplazamiento, puesto entre paréntesis, desconectándose
de sus efectos, negado incluso con el único fin de, a posteriori, dar cuenta de
sus logros. En esa futurabilidad a la que hemos apuntado más arriba, sin duda
que el arte ha de dejarse de nombrar para, solamente, señalarse, mostrarse.
Es decir: la única opción que puede
venir a salvar al arte de su crónica afasia es la de no saberse como tal, la de
negarse, la de en la relación dialéctica arte/no-arte sobre la que discurre su
historicidad, apostar por el no-arte para saltar por encima de su paradójica
formulación ilustrado-mesiánica e instalarse en un instante-ahora que sirva de
engarce disensual entre un yo y un nosotros.
Y es que es sin duda en este punto
donde todo ha de concretarse: la manera de vincular disensualmente cada uno de
los yoes con el nosotros de la comunidad de modo que su efecto no esté determinado
de antemano, de modo que no sea el arte el nombre que a priori se le dé a esa
novedad radical de hacer comunidad, de modo que la comunidad sea siempre un
efecto vivencial de un yo dentro de
un nosotros.
Es en este punto donde el “poco” –a priori–
artístico y estético trabajo de Boa
Mistura retoma el vuelo para mostrar con claridad a qué debe llamarse arte.
Y es que sus propuestas de renovación estética de la comunidad remiten a la
única posibilidad que el juego democrático nos niega repetidas veces: el poder
apelar a la individualidad de nuestros yoes
dentro de una comunidad y que, en tal apelación, se construya al tiempo
comunidad.
Cada una de sus intervenciones, aún
estando emplazadas en el seno de la comunidad, solo pueden ser vivenciadas en
su totalidad por un único sujeto. El título de la exposición, anamorfosis,
remite a la existencia de un determinado punto de vista preestablecido o
privilegiado donde la palabra puede ser leída, donde la intervención puede ser
vivida, donde, en definitiva, la comunidad puede ser recortada y redefinida. Es
decir, y aunque nos pongamos un pelín deconstructivos, un único lugar donde el
decir del sujeto como yo puede ser
dicho, donde la palabra puede decirse en exclusividad; donde la comunidad puede
reconstruirse en cada intento merced a la vivencia concreta, exclusiva y diferente
de cada yo. Un lugar vacío, un estar
en soledad pero que solo puede tener lugar dentro de una comunidad: es decir,
solo se puede ser un yo sobre la base de un nosotros, de un nosotros que capacite
a todos los individuos de igual forma a apelar a la individualidad de su yo.
Porque la emancipación no viene de un
poder sumarse a la voz de un todos democrático, ni pasa tampoco por la
adquisición de competencias y saberes concretos: no se trata de lograr un
conocimiento sino de lograr una conmoción en el mirar posibilitada por una
vacancia que capacita por igual a todos los miembros de la comunidad de ser un yo a partir del cual puede darse un
nuevo nosotros como comunidad
estética o disensal. Y eso, de forma magistral, lo logran las intervenciones de
Boa Mistura.
Así pues, en silencio, a la chita
callando, y esperando que el “bulo” no circule demasiado para no cortocircuitar
el potencial disensual de sus intervenciones, bien puede decirse que lo de este
colectivo es arte con mayúsculas y que, por ende, no hay equívoco alguno al
llamarles artistas a cada uno de ellos. Eso sí, con una única salvedad: que tal
decir solo sea señalado y que no se anteponga al decir vivencial de cada una de
sus intervenciones. Porque el día que sus trabajos se vivan por la comunidad como
arte –en el sentido canónico de la palabra– sin duda habrán muertos. Y es que
la experiencia que prometen no puede parcelarse en la memez pseudo-turística del
ir y del ver: lo que prometen solo puede cumplirse en el seno de la comunidad,
de esa nueva comunidad que su obra construye.
Así las cosas, un último corolario. De
todo lo dicho entonces, ¿no es su ingreso en la galería el principio de un fin
cantado?, ¿no es su exposición en el circuito galerístico el acta de defunción
de su propio arte?, ¿no es el enmarcado de sus obras el modo de asignarlas un
nombre que trata de evitarse a toda costa –y sobre todo de antemano-, el de
arte?
Bien pudiera ser, pero eso no resta un
ápice ni a esta exposición ni a estos artistas. De forma paradójica –pues si
por algo se caracteriza la epocalidad del arte en neustros días es por su
carácter paradójico- lo que se ofrece aquí, en la galería Ponce+Robles, cumple tres requisitos bien precisos: es arte, es
parte de la obra de arte y no es, en modo alguno, arte. Intentar separar los
tres indecibles es una tarea que el propio arte, desde su inserción en el
proceso de mercantilización, trata en vano de hacer. Y no porque el impulso
teórico no llegue, sino porque el arte, en estos tiempos, se despliega en esta
tríada fugándose de uno a otro a cada poco.
Quizá como contraréplica al título de la
exposición, anamorfosis, lo interesante del arte, aquello que lo hace
indestructible y necesario, es que no hay, nunca lo habrá, un punto exclusivo
donde el decirse del arte pueda tomarse como tal. El arte es aquella actividad
que permite operar un decir único en el seno de una comunidad pero que, quizá
de modo paradójico, él mismo no permite sea dicho –no permite su decirse. Es únicamente
el carácter ético de nuestro relacionarnos con él lo que permite, en cada caso,
que sea señalado y mostrado. Y, por lo que aquí respecta, tanto la labor del
colectivo Boa Mistura como la de los
galeristas –me consta– atiende a motivaciones éticas, motivaciones que son,
como hemos señalado, el camino recto a la estética.
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