PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE. COMISARIO: BERNARDO SOPELANA
GALERÍA THE GOMA: 05/04/14-24/05/14
Se dice: la presencia del observador incide en el sistema observado induciendo la observación a error. A esto suele llamársele el principio de incertidumbre de Heisenberg, formulado en 1925 y que, junto a los teoremas de Gödel de cinco años más tarde, nos dejan, después de toda la “gran aventura del saber”, asombrados ante la nada que podemos llegar a conocer.
Si Heisenberg, con su principio, aludía a que toda observación de un sistema, por el mero hecho de la injerencia observacional, devolvía una pluralidad de resultados donde el concepto de verdad y de precisión, remitía al sesgo de las probabilidades, Gödel, por su parte, revertía esta misma conclusión pero a la aritmética: si los axiomas de una teoría matemática formal no se contradicen entre sí, entonces existen enunciados que no pueden probarse ni refutarse a partir de ellos. Total y resumiendo, que no hay cierre formal y que la indecibilidad anida en el interior de cualquier sistema de codificación. Si nos lo hubiesen dicho antes… acertamos a mascullar. Pero la cosa es que estamos ya embarrados, enfangados en el lodazal de una realidad que hace aguas por todas partes y no atinamos a encontrar la salida.
Todo esto, que para nuestro diario discurrir nos es bastante indiferente, pero que deja nuestra posible adscripción a la escuela racionalista o empirista –las dos grandes tematizaciones de nuestra Modernidad– pendiente de un hilo, le ha venido muy bien a la disciplina a la que, sin duda alguna, estamos abonados: el arte.
Porque sin duda alguna que la misión del arte es aquella empeñada en socavar los fundamentos de una realidad tenida por inviolable y única, una realidad construida sobre los cimientos bien armados de la verdad, y hacer así patente lo que se pretende olvidar: el carácter de indecible de una realidad que, como por ejemplo señala el afamado Zizek, es siempre no-toda. En pocas palabras, y como bien señala la hoja de sala, la obra de arte es el mejor aparato –¿y quizá el único?– para medir e interpretar la realidad que percibimos.
Y en esas estamos y eso es, precisamente, lo que pretende poner sobre la palestra esta bien armada exposición: que la única vía de acceso a la realidad es estética. Es decir, que la única manera de comprender la realidad es inventándola en un ejercicio de reapropiación que tiene mucho de poiético, de artesanal. Fabular, que diría Nietzsche, no para crear reinos utópicos, salvaguardas de nuestra más que merecida emancipación, sino para, simplemente, vivir; para sabernos en un “aquí y ahora” que tiene siempre mucho de profético y mesiánico: de apertura, siempre y en cada caso, a otra temporalidad ajena a la lógica causal y a la inferencia lineal, extraña a esta casiustica racional que parcela la realidad para su ulterior consumo. Y es que, en definitiva, toda realidad está fundamentada en un vacío; y es ese vacío el que precisamente hemos de ocupar, un vacío abierto a la pluralidad del devenir y a la invención.
Para tal propósito, el comisario, Bernardo Sopelana, ha dispuesto tres piezas de otros tantos artistas donde la explicación casual queda siempre implosionada, susceptible de desvarío y extrañamiento. Una de ellas, la de Nicolás Lama (Lima, 1980), con su carácter de instalación, hace revertir tal situación de incertidumbre al conjunto de la galería: las bolas de billar nos hace pensar de inmediato en un plano de inmanencia que es sin embargo ampliado tridimensionalmente provocando nuevas intersecciones entre fuerzas, creando nuevos vectores de tensión que descentran el tenido por normal desarrollo de los hechos. La novedad, la novedad radical de todo acontecimiento, habita en ese juego estético donde las leyes físicas quedan entre paréntesis ante la irrupción de lo indeterminado.
Alejandro Guijarro (Madrid, 1979), por su parte, nos ofrece un juego más sutil donde el acontecimiento queda referido no ya a la imposibilidad de su narrarse sino al hecho de que descansa en su posibilidad última de ser borrado. La pizarra borrada de un aula del departamento de física cuántica de la Universidad de Berkeley nos pone sobre la pista: todo decir es un decir emplazado en la tachadura, en el borrado sobre el que se construye cualquier intento de rastrear la huella del acontecimiento. ¿Cómo escribir si no es sobre la tachadura previa de un decir que no logró en modo alguno decirlo todo? Tachadura y escritura se refieren el uno al otro para no hacer del escribir un acto, como ya vio Platón, de simple recitación y repetición de contenidos, donde el logos fuese decapitado en un decir lo idéntico.
Por último, Alfredo Rodríguez (Madrid, 1976), también teniendo –me atrevo a decir– a Derrida en la cabecera de la cama, evidencia cómo la fecha está inscrita en el acontecimiento como promesa de su interpretación. La fecha señala la originalidad del original, la autenticidad del acontecimiento; la fecha es aquello que desde un ‘aquí y ahora’ original evidencia el hecho de que en toda reproducción, en toda iterablidad, en todo intento de legibilidad, falta la inscripción que atestigua precisamente el origen de su acontecimiento. La fecha está en el lugar del origen: así, la fecha es necesaria para su legible repetibilidad, pero ha de ser borrada si se quiere llegar al emplazamiento de la inscripción original. Y eso es el arte, digo yo: rastrear la posibilidad imposible de acceder al origen, al primer fechado que transita de acontecimiento en acontecimiento, de repetición en repetición.
Corolario: es cada vez más claro que el arte, si es algo, es creación –no asimilación- de conocimiento. No conocer cada vez más ni tampoco, socráticamente, saber lo poco que sabemos, sino experimentar como todo conocimiento es, al fin y al cabo, invención estética. Esto, por otra parte, y lo digo porque yo me entiendo, nada tiene que ver con el irracionalismo, el subjetivismo o el relativismo, todos esos ‘ismos’ que han hecho todo lo que estaba en sus manos para que el reino de la razón fuese cada vez más bárbaro.
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