Primero el contexto, ahí donde entra el público al que va dirigida tanto la película como este texto. Un público que está al cabo de la calle de lo que se cuece entre las bambalinas teóricas del arte contemporáneo: ¿hasta qué límite es posible la representación? Y, claro está, nos sabemos los nombre del santoral a la perfección: Lanzmann y Didi-Huberman, también Godard. Incluso también Rancière quien, asentado sobre su teoría de los regímenes estéticos, sostiene que la cualidad de irrepresentable no alude al acontecimiento como tal sino al régimen de visualidad dado por válido siendo la representación, en suma, una cuestión de decisión política, de optar o de no optar.
Es por ello que estas consideraciones en torno a lo irrepresentable no son baladí ya que inciden en el límite de una razón que, comprobando la existencia de un impensable en el corazón del acontecimiento, de un irrepresentable en el corazón del arte, decide –política e ideológicamente– que lo suyo es dejarlo al olvido y, más aún, olvidar el propio olvido. Es de esta forma que irrepresentable y barbarie van –hasta un límite, hasta el límite de lo que alcanzamos a ver– de la mano. Si decido no ver es que decido olvidar, hasta el límite de no saber que no veo, hasta el límite de olvidar el olvido.
La cuestión, por tanto, para un arte que quiere servir de aldabonazo para todo lo que ha quedado impensado al paso de una razón autoproclamada –con Hegel– victoriosa remite a este nudo gordiano de nuestra contemporaneidad: qué régimen de visibilidad sostener para que la decisión política de mantener en el olvido a cierto irrepresentable sea revocada. La situación es, como poco, paradójica ya que la propia noción de representabilidad remite a un régimen –y aquí retomamos a Rancière– ya desfasado, ahí donde se apostaba por unas coordenadas de visibilidad ya superadas, siendo ahora la desmedida la razón propia de ser del arte.
Entonces, ¿qué hacer con lo irrepresentable si representarlo es doblemente imposible?, ¿supone esta imposibilidad dar la callada por respuesta a la violencia de la razón despótica?, ¿qué medida adscribir a ese irrepresentable olvidado si ahora todo remite a una desmedida?, ¿cómo subsanar todo olvido si no hay forma de sacarlo a la luz y, simplemente, representarlo? En definitiva: ¿cómo contar lo increíble, cómo narrar lo imposible?
Y, claro está, si hablamos de increíble, si hablamos de imposible…estamos hablando del Holocausto, el acontecimiento epilogal de una civilización en cuyas ruinas aun candentes habitamos nosotros. Es en esta situación que las cuestiones de la (im)posibilidad de representación alcanza su cénit: aunque quede un superviviente, aunque lo cuente, no se le creerá. No hay decir que diga lo imposible –no hay representación que lo represente– porque ello es, por necesidad ontológica, increíble: es decir, no creíble, no representable. Si se dice, es el decir de otra cosa; si se representa, es el representar de otra cosa. Es más: es esta una imposibilidad que pone en jaque al conjunto del arte: qué importa ya decir tal o cual cosa si lo fundamental, el abismo de lo increíble, continúa inaccesible. Es decir: cómo concluía Adorno –otro quien conocemos al dedillo– “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”,
Pero no es de esto de lo que queremos hablar…
O por lo menos no solo. Teóricos ya hay suficientes para dar las consignas precisas de a qué claves trata de responder este film de László Nemes titulado “El hijo de Saúl”. De lo que queremos hablar es de cómo esta controversia acerca de lo irrepresentable del horror límite como puede ser el Holocausto nos dice más de nuestra contemporaneidad de lo que pudiera pensarse.
Saúl no es solo un prisionero de concentración en un campo nazi: Saúl somos cualquiera de nosotros. Semejante posibilidad –amoral a simple vista– nace del hecho de que, él cómo nosotros, necesitamos una esperanza. La diferencia es que, mientras él se la construye, nosotros vivimos sostenidos por dos efectos ideológicos: atenazados por un miedo si cabe mayor a la casi segura posibilidad de no salir vivos, y adiestrados en la consigna de que o bien no hay esperanza alguna o, lo mismo da, está oculta en la siguiente pantalla, esperando simplemente a ser consumida.
Porque, ¿cuál es nuestra escena? Actualmente, y cómo ya hemos señalado, en un mundo heredero del horror límite que supuso el Holocausto, nos encontramos sumergidos en una escena que nos promete darnos retrasmitido en prime time un acontecimiento con la capacidad suficiente como para tocar lo Real –aquella parte de la realidad que queda licuada gracias a una lógica simulacionista que lo anega todo. Una imagen, en suma, que es justo la que falta en todo acontecimiento, aquella que declararía al evento como increíble y que, por tanto, repararía la falta óntica de la realidad que nos circunscribe. En este sentido Zizek, hablando del 11S, interpreta que “no se trata de que la realidad entrara en nuestra imagen: la imagen entró y rompió en pedazos nuestra realidad”. Es decir: el Acontecimiento que (simulamos) esperar es increíble solo si nos proporciona la imagen que falta –¿o sería la imagen que resta?– para que podamos tener una experiencia de la realidad-toda. Ni qué decir tiene que tal posibilidad es únicamente un límite sublime-ideológico, un límite desde donde construir nuestra (des)espera.
Pero, en cualquier caso, es en esta espera donde todos estamos subyugados, consumiendo compulsivamente pantallas, informándonos al nanosegundo no sea que, precisamente entonces, ahí cuando me he ido a hacerme unas palomitas o he dado a stop para ir al baño suceda lo imposible: que lo ideal sublime acontezca. Apoltronados en nuestras vidas diseñadas por Steve Job y adláteres, somos capaces, ahora sí, de no perdernos nada de lo que acontece en un mundo globalizado. Y si esa es nuestra vida es porque en esa espera gozamos como niños posesos: gozamos en una espera que tiene mucho de for-da freudiano: ahora sí lo verás, ahora no te satisfacerá del todo. Siempre, como el capitán Kurtz, deseamos más horror, más horror a contemplar.
La diferencia, una de las diferencias, es que a Saúl no le hacen falta mediaciones de imágenes. A él le sobran imágenes, a nosotros nos faltan. Si Saúl puede ver en cualquier momento todo el horror que un ser humano es capaz de soportar, nosotros vivimos en la convulsión neurótica de esperar sin fin ese imposible que nos despierte de nuestra licuada realidad: siempre estamos a las puertas de un quantum más de horror. Saúl estaba a un lado del espejo; nosotros en el otro. Él está saciado de realidad, nosotros estamos a la espera de algo más que nos haga levantarnos del sofá y decir: “¡¡eso sí es real!!”.
La cuestión por tanto no es meramente estética –representar o no representar: la cuestión es para qué, con qué fin queremos platearnos la posible representación de tales acontecimientos-límite. ¿Por el simple regusto de hasta dónde puede llegar nuestra curiosidad y nuestra capacidad para deglutir no ya el horror real sino el que simulamos en una pantalla?, ¿para sentarnos frente a ella y simular que o bien estamos rescatando del olvido a alguien o bien estamos entrenando con la posibilidad de que acontezca lo increíble? Porque, para una ideología que ha sabido –ella sí– esperar y sobrevivir a un más que probable acabamiento –¿recuerdan a Fukuyama?– y que ahora –quizá con claridad desde el 11S– emerge como inversión de sí misma, lo mismo da que da lo mismo: lo urgente, lo que salva, es la construcción de una esperanza, una esperanza que no sea el ser cobayas de un Gran Otro a quien alimentamos con nuestro plus de goce incesante mientras estamos a la espera de un Acontecimiento digno de rasgar nuestra realidad.
Pero, ¿cómo hacerlo?, ¿qué es digno de esperar si todo acontecimiento está ya diluido por los regímenes mediáticos de distribución y producción de imágenes? –la prueba está en que frente al acontecimiento real solo cabe ya una pregunta: ¿dónde he visto yo eso antes?: mejor aún, ¿qué podemos esperar y en qué condiciones? Y ahí es precisamente donde la película de Nemes nos habla directamente: la odisea de Saúl debe ser aprendida, memorizada por todos nosotros que nos las damos de críticos y que, de una u otra manera, estamos afanados buscando una salida.
Así pues, primera lección: para que lo que se construya sea una esperanza y no un simulacro que nos conforte en estar atareados en una búsqueda que no es tal, el acontecimiento fundante debe ser desproporcionado, debe no solo implicar a un ámbito de nuestra existencia sino comprometernos por entero. Debe de emanar de una responsabilidad personal e intrasferible. Debe ser una locura, una decisión que se confunda con la locura. Debe –y aquí podríamos tirar de Derrida para completar el texto– nacer de un hacernos cargo de la muerte del otro.
Y, como tal hacerse cargo de un otro ya muerto, solo debe nacer –y aquí estaría la segunda lección– de una consigna clara: no hay éxito posible; su muerte, la del otro, la de aquel otro de quien me hago cargo, solo me puede decir que yo también aguardo mi muerte. Es decir: no me hago cargo de él, de su muerte, para salvarle o, incluso, ponerme en su lugar. Me hago cargo de él para fracasar y, así, saberme esperando mi muerte; saberme protagonista único de un futuro que se me abre delante de mí para decirme al oído la única verdad, el único acontecimiento que puedo esperar: mi muerte, una muerte que paradójicamente no es ya solo mía sino ofrecida en donación.
En un momento de la película Saúl, ante las injerencias del grupo que se queja de lo arduo de una tarea que se sabe infructuosa e inútil, dice que da igual, que “ya estamos muertos”. Pero no: Saúl solo disimulaba –disimulaba su locura o, pues es lo mismo, su heroicidad–, hablaba callando el secreto que no podía decir: es solo haciéndonos cargo de lo imposible como podemos saber nuestro destino, cómo podemos abrirnos a él y no simplemente ser cobayas de circo esperando –él– lo que seguro pasará, su muerte en los hornos de Auschwitz, o –nosotros– lo que seguro no pasará, que acontezca la imagen-límite que atraviese nuestra realidad.
Y, tercera lección, la espera de mi muerte que se me abre de esta manera al futuro no es ya solo mía, no es ya solo del grupo: es una muerte que, como la de aquel otro que me ofreció la suya, yo ahora trasmito a algún otro, a alguien que acoja mi muerte y me testimonie, que acoja ese silencio del secreto que no he podido decir –porque no voy a poder decirlo nunca, porque si lo digo no hay ya secreto, ni acogimiento, ni responsabilidad.
Saúl carga sobre sí como gesto de absoluta libertad la muerte de otro y, de esta manera, se abre a la esperanza de un futuro donde ya no solo queda su muerte certera en el horno nazi sino un acogimiento que le lleva a que, ahora sí, acontezca lo increíble: que otro me testimonie, se haga cargo de mí, me dé su palabra de aquello que no he podido decir. En la película sucede lo increíble y ante lo que Saúl no puede por menos que, ahora sí, sonreír: aparece un muchacho polaco que dará testimonio, que contará su historia, la de Saúl…la de su padre. Ese, el niño polaco, es el verdadero hijo de Saúl. Porque, ¿qué es un hijo sino aquel cuyo destino es acoger mi testimonio, contar lo que yo no pude, lo que Saúl no pudo contar?
¿Cómo representar eso?, ¿cómo representar el acontecimiento de la donación absoluta, una donación que como tal debe de apuntar a un acto increíble e imposible? Esa es la cuestión, una cuestión en primer lugar ética y, solo en segundo lugar, estética. Desde este punto de vista, lo acertado de su puesta en escena, lo acorde (según los grandes teóricos) de la elección –repetimos, política– de su régimen de visibilidad, va acorde con la capacidad de poder referirnos a nuestro presente. Y es que si nos remitimos a irrepresentable o representable no es por querer sentar cátedra, sino porque es ahí donde se juega nuestro futuro, donde se crean las condiciones para –nosotros también– dar el salto y hacernos cargo de un acontecimiento increíble. Representar o no el Holocausto no es una mera elección teórica: nos dice qué mundo hemos construido, qué posibilidades tenemos de imitar a Saúl, que capacidad nos queda de ser héroes.
Más aún: representar o no el Holocausto nos lleva a preguntarnos por el régimen de ficción que impera en nuestro mundo, un mundo-imagen global donde todo guarda una duplicidad paranoide: si por un lado todo acontecimiento es real, por otro lado, al estar mediatizado por la imagen, es mera apariencia. Es decir: mero simulacro, mero espectáculo, un evento listo para consumir donde, por una parte, no hay modo de incidir en él y donde, por otra parte, se nos dice con toda la jeta del mundo que toda ficción –por contraposición a ese reguero imágenes que consumimos que “sí” es realidad– es mera imaginación, simple fantasía.
Ni que decir tiene que si toda ficción se toma por fantasía contraria a una realidad perfectamente encapsulada para su digestión vomitiva frente a nuestras pantallas, la tesis fundamental de este texto –el que la esperanza se construya– queda reducida a mera milongada y, por ende, la película de Laszlo Nemes a boutade para aburridos intelectuales
Pero es que el hecho de que la esperanza se construya no significa que sea meramente simulada, que sea ella también una ficción que queda a la espera. No se construye porque, por el contrario, es así como se teje la realidad. Puede sonar paradójico porque nuestras dicotomías realidad/apariencia, real/irreal, están dominadas por la ideología hegemónica, una ideología que se cree siempre en la verdad del más acá de la realidad frente a la falsedad del más allá que hay que eliminar por ser mera apariencia. Pero lo cierto es que realidad y apariencia, realidad y ficción, no se oponen como esferas antagónicas sino que tejen y destejen, ambas a la par una urdimbre a la que llamamos, también por convención, historia.
Así las cosas Saúl tiene mucho del héroe que actualmente necesitamos ser: alguien que crea lo suficientemente en una determinada ficción como para, desde ella y por ella, atravesar la lógica hegemónica que reparte posiciones de antemano. Qué creer y qué dejar de creer, quien ser y quién no ser, a que esperar y que no poder esperar: si todo nos lo dan ya deglutido para que simplemente esperemos algo que no va a llegar, lo heroico es en tales condiciones crear la ficción necesaria para que de ella dependa toda la esperanza del mundo.
Saúl está igual que nosotros condenado a no poder decir nada y, pese a que no hay nada que esperar, sostener la esperanza. El secreto –según hemos teorizado en un libro mío que quedará guardado en el cajón del olvido– está a la vista (no hay nada que esperar) pero no podemos decirlo porque eso nos eliminaría de inmediato como sujetos, como ciudadanos, cómo alguien dotado de palabra, voz y voto. ¿Por qué –él– seguir trabajando para el enemigo, por qué seguir esperando?, ¿por qué –nosotros– seguir apoltronados en nuestros sofás deglutiendo imágenes con la esperanza de que algo nos lanzará del otro lado?
Así pues, y en definitiva: ¿nos vemos reflejados en la decisión de Saúl? Deberíamos porque, a nosotros igual que a él, solo nos queda el gesto incomprensible, rayando en la locura, de esperar lo imposible. Para ello, igual que él, deberíamos saber que la clave no está tanto en nuestro éxito –pues eso es precisamente el núcleo real del evento– sino en un fracaso con la capacidad de ser acogido por otro.
Si algo nos puede decir esta película es que sin duda –como los compañeros de Saúl en el campo de concentración– preferimos desgañitarnos y darnos de bruces contra un sistema que nos tiene diseñado nuestro futuro que no, por el contrario, abrazar lo imposible. Y es que si bien la solución va a ser la misma –por mucho gesto disruptivo que programemos no saldremos nunca fuera de la ideología– el resultado será diferente: quedará la huella, el decir que no termina de decir pero que aguarda su última palabra, el testimonio de un otro que me acoja. Quedará una esperanza en envío.
Sí, es cierto que si hay esperanza ésta, como dijo Kafka, no es para nosotros: pero la clave está en que la esperanza no está sino que se construye. ¿Cómo? Atreviéndose a ello. Ni más ni menos.
Para concluir… esta película es eminentemente judía, no solo porque trata de acercarse al núcleo del Holocausto, sino porque no es sino una continuación a la promesa salvífica que continúa latiendo en el pueblo judío. Si Abraham –nótese que es el único otro nombre judío que se pronuncia en la película– tuvo que sacrificar a un hijo vivo para iniciar la promesa de una salvación que, si bien alcanzaba a toda la humanidad quedaba reducida en un primer momento a un pueblo, Saúl tiene que no-sacrificar a un no-hijo no-vivo para que la esperanza vuelva a abrirse paso. No ya por tanto matar sino enterrar, hacer volver a la vida.
Y, en ambos casos, repetimos, la esperanza que se construye solo emerge desde el momento heroico donde toda esperanza se ha perdido: solo cuando Abraham pierde toda esperanza es cuando el ángel del Señor le sujeta el brazo ejecutor; es solo cuando Saúl ha perdido toda esperanza cuando, sonriendo, aparece no un cordero sino un niño, otro niño, un otro. La moraleja última es que la donación, en este caso, no se hace dentro del pueblo: no es mi hijo quién acogerá mi muerte, no es mi hijo donde queda sellada la alianza: es en otro, alguien fuera de mi familia quien se hará cargo en último término de mi muerte: es un extranjero quien dará testimonio de mí convirtiéndome en universal.
Fue Hegel quien en la Fenomenología del Espíritu decía que la función ética de la familia estriba en cargar con la muerte del ser querido, cargar –como suele decirse– con el muerto. ¿Para qué? Para que la muerte no quede como mera contingencia de un singular cualquiera sino que sea la muerte de un universal, de un espíritu universal. Teniendo esto en cuenta, la labor de la que se responsabiliza Saúl, la de enterrar no ya a un hijo vivo sino a un no-hijo no-vivo, es la labor de quien sabe que su familia es toda la humanidad: cualquier otro es mi hijo, cualquier muerte es la de mi hijo, cualquiera puede dar testimonio de mí. ¿Qué de todo esto hemos aprendido cuando Auschwitz sigue sucediendo?
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