NÚRIA GÜELL: APÁTRIDA POR VOLUNTAD PROPIA
GENERACIONES 2016. LA CASA ENCENDIDA.
Ser crítico de arte, tener al menos las pretensiones de serlo aun en el amateurismo en el que nos movemos, no significa en modo alguno saberlo todo. Es más: ojalá tuviéramos la valentía de referir muchas de las exposiciones que visitamos con un lacónico pero sincero “no sabría ni por dónde empezar”. Pero, aún así, claro está que una cosa es simplemente “no saber” y otra, bien diferente, tener tantos interrogantes –que solo pueden surgir con la dedicación, el estudio y la pasión– que el ejercicio de la concreción crítica se vuelva imposible. Y es que la experiencia me lleva a una conclusión bien obvia: uno sabe tanto de una cosa en relación directa al número de interrogantes que tiene aún sin resolver.
Si digo todo esto es porque en la exposición Generaciones 2016 en La Casa Encendida de Madrid hay una obra que me ha dejado pensativo sin saber muy bien por qué decantarme: si por la exposición socio-política de un imposible o si, por el contrario, por uno más de los derroteros del sinsentido nihilista del arte contemporáneo. Yo, sinceramente, me decantaría por lo segundo: así lo expongo a continuación aún a sabiendas de que mi error puede ser de bulto.
Me estoy refiriendo sin duda alguna a la única obra de las que forman la exposición con algún matiz capaz de levantarnos de nuestros asientos aunque solo sea –y ya es mucho– para dialogar críticamente con ella: la obra de Núria Güell (Vidreres, Girona, 1981) titulada Apátrida por voluntad propia. Sobre el desafío de lo posible. Las demás, dicho de forma rápida, no me causaron demasiada impresión salvo por lo aburrido de muchos de sus planteamientos.
La obra –resumo para quien no la conozca– consiste en la documentación del propio intento de la artista de renunciar a su nacionalidad española y definirse como apátrida. Y sí, claro, la teoría nos la sabemos al dedillo: toda institución es un ejercicio de control y poder de modo que el arte, en connivencia con el ejercicio de la política, está llamado a mostrar los estigmas de semejante dominación, a proponer un ejercicio disensual capaz de mover lo bien e ideológicamente fundamentado de cada institución y, último paso, abrir el campo para el surgimiento de un –hasta el momento– imposible o, por el contrario, claudicar en un fracaso mayúsculo que, según nuestra comprensión del arte, no sería sino el mayor de los éxitos: explicitar como, por mucho que se quiera, por mucho que se desee, la propia obra de arte solo puede erigirse desde esos mismos parámetros ideológicos a los que critica.
Si dudo tanto es porque la pieza se basa en cuestiones que manejamos a diario desde la teoría estética que, de la manera que mejor sabemos, utilizamos: ruptura del consenso, ejercicio disensual, proceso de desidentificación, choque con el límite de lo imposible, postular el fracaso como síntoma de que el campo de lo posible está configurado ideológicamente, etc. Y si también dudo tanto es porque, comprobando día sí día también las opiniones de los demás, sé que las posibilidades que tengo no ya de de llevar razón –cosa que tampoco se pretende– sino al menos de que alguien esté de acuerdo son más bien pocas.
La cuestión es que hay algo en la propuesta que me pone sobre otra pista. Para explicarme lo mejor será empezar por el final: bajo mi punto de vista, una obra de semejantes intenciones pero más fiel al arte, a lo que supone su concepto y a la autonomía a la que debe de acogerse para seguir siendo arte y no una injerencia política, sería el fracaso de cualquier artista que no consigne en su CV, en sus propuestas y concursos a los que acceda, una nacionalidad, la pertenencia a una nación. La documentación de cómo toda su carrera artística queda reducida a cero por mor de no consignar una nacionalidad, sería sin duda una pieza artística de gran calado. Incluso, además de suponer un gesto político, señalaría al núcleo duro del arte y cómo éste ha devenido en las últimas décadas en un instrumento institucional a cargo del Estado. Es decir, declararía que fuera de la institución, fuera del Estado-nación, el arte se las ve y se las desea para seguir respirando; declararía cómo si el arte sobrevive es solo de forma institucionalizada.
Con este ejemplo simplemente quiero decir que la intentona de Núria Güell es perfectamente lícita y que entra dentro de los parámetros de a lo que debe aspirar el arte. Pero seamos claros: ni a la artista le interesa lo más mínimo convenir conmigo, ni –mucho más obvio– al arte le supone nada el que ella y yo creamos eso o cualquier otra cosa. Al arte lo que le interesa es cómo nos situamos en su confluencia para llevar a cabo alguna crítica social, si nos servimos de él o si, por el contrario, lo anulamos con cualquier pretexto.
Y sí, quiero exponer que estas estrategias que tratan de trazar a las claras la frontera desde que la institución es construida creyendo que así se pone sobre el tapete el control policiaco al que todos somos sometidos puede ser útil desde el activismo político pero para el arte no supone sino la enésima constatación de la traición a la que se le somete. Y sí, insisto, podríamos hablar de la autonomía que debe de marcar el paso del arte contemporáneo, de cómo un arte capaz de al menos plantear una disrupción debe –más que hacer evidente lo obvio o plantear lo imposible a las claras– tener la valentía de dejarse sorprender, poseer la capacidad de darle tiempo a la espera, a que se construya una finalidad para la que la obra no fue realizada.
Pero como ese es un tema muy manido, repetido hasta la saciedad en este blog, hoy prefiero irme por otros derroteros. Y es que, sinceramente, si el arte tiene un futuro algo más que incierto es porque de un tiempo a esta parte el sesgo político con el que opera tiene en la dupla Nietzsche/Foucault a su alfa y omega: todo empieza y termina con ellos. El problema es que la complicidad entre ambos pensadores ha hecho fortuna entre unas estrategias estética encaminadas a poner sobre el tapete una realidad cortada toda ella por el mismo patrón: cada ámbito de realidad es susceptible de ser comprendido como un determinado efecto de saber/poder que pone freno a esa voluntad de poder infinita que ha de practicar en cualquier caso un sujeto que se sepa, eminentemente, emancipado.
Confieso que me ha dado cierto rubor escribir esta parrafada, pues su carga de inocencia solo puede equipararse a la necesidad que tiene el propio arte de ser pensado con rigor. Pero es que ante estas estamos, ante la emergencia de una nueva categoría de artista que bucea entre sus voluntades para trascribir el quantum de poder sobre las que se asientan y gritar a pleno pulmón que no somos libres, que nuestro Yo está sumergido y silenciado por una infinidad de poderes que ponen límite a un voluntad de poder con sed de infinito.
Pero no tenemos de lo que sorprendernos: 200 años después del idealismo romántico éste sigue más vivo que nunca. Por mucha retranca política con que se le apellide, el arte siempre necesita de estos sacrificados artistas que se quejan de no poder llevar su voluntad, su cuerpo y su mente hasta el límite de la voluntad. Que el Yo no es Absoluto: verdad de las que pocos quieren partir pues el juego que da la tesis contraria es mucho más divertida y, sobre todo, porque facilita el despliegue de un arte crítico que desierta aplausos entre la muchedumbre: dame un límite a mi voluntad y te muestro un ejercicio de poder que haya que derribar. Hay chupetes con mecanismos más complejos.
En un mundo en el que se duda de todo salvo de justo aquello que de verdad debería de dudarse, de un yo con capacidad volitiva propia, sucede lo que sucede: que nos desfondamos en una secuencia ad infinitum de derechos creyendo en algún momento nos toparemos con una superficie donde, por fin, la voluntad de poder será absoluta: donde todo lo que deseemos se habrá hecho real y –aquí la mitología funciona a pleno rendimiento– seremos libres.
Concretando, lo que me escama de esta propuesta –aparte del poco espacio que deja a la indecibilidad estética, resultando más una labor de periodismo que de arte– es el erigirse toda ella sobre esta noción de subjetividad con la que estamos tan poco de acuerdo pero que ha hecho fortuna en estos tiempos que corren. Más aún: a nuestro entender, si hay un error de bulto que ha ayudado sin duda a que nuestra situación actual sea de postración ante cualquier poder mínimamente discursivo es el emplazar al yo dentro de una pluralidad tan infinita como modulable de derechos. Sin ninguna fundamentación más allá de la que emana de una voluntad de poder que desea desearlo todo, el yo se ve sumergido en un simulacro vodevilesco donde empieza a ver fantasmas por todas partes. A cada tanto, según va palpando el ambiente circundante, el sujeto simula creer que tras la sujeción a tal o cual efecto de poder está la playa desértica de su añorada y bien merecida libertad.
Pero continuamos. La nación, dice la artista, “quebranta el derecho de autodeterminación del individuo”; “No me siento identificado con la patria”, comenta la artista. Pero, una vez más, a nosotros, al arte, eso le da igual: nos es insustancial lo que un artista sienta o deje de sentir. Es poco menos que la reconversión política del llanto del cansino de van Gogh o la versión postmoderna del tiro en la sien del artista romántico: el arte, por el contrario, debe partir de un nosotros y acabar en un nosotros diferente, mostrando por el camino la traza de una frontera simbólica desplazada, la diferencia entre los que eran y los que son, entre los que cuentan y los que no.
Pero más aún y para acabar –y separándonos ya de cuestiones estéticas–, entre las causas que da para el postular como real su deseo y voluntad de ser considerada apátrida está el que la “identidad nacional es una construcción artificial” o que “la identidad nacional es un concepto construido que se nos inculca mediante operaciones de producción simbólica”. Pero no es que lo considere: es que es así, es artificial y simbólica y, precisamente por ello, la labor estética no debe de ir en plantarle cara con un NO que dé cuenta de lo obvio, sino en crear desplazamientos en esa representatividad simbólica, en modular críticamente el artificio sobre el que se erige toda institución, en poner en jaque ese nosotros que acepta el artificio y la simbología prescrita.
Pero claro, y cómo ya hemos señalado, desde las premisas filosóficas de las que se parte y su marcado acento nihilista poco más se puede hacer aun a riesgo de que la institución –en primer lugar debería ser la del arte– le devuelva una sonora carcajada. Porque pensar que la institución es el malo malísimo de la película es algo que, claro está, para los seguidores de un Nietzsche o un Foucault pasados por la turbomix del activismo panfletario es algo obvio pero que deja mucho campo a sus espaldas.
Sin ir más lejos la teoría de Searle de la construcción racional de una norma sostiene que las instituciones no hacen sino incrementar el poder humano: lo fundamental de una norma son los poderes deónticos que estipula, el conjunto de derechos, obligaciones y nuevas relaciones de poder que nacen de la interacción de los diferentes agentes sociales. De este modo, si las normas definen el campo de acción de cualquier sujeto es porque no están basadas en primer lugar en regulaciones, sino en capacitaciones colectivas, reconocidas por todos los miembros de la sociedad.
Y, a la hora de construir colectivamente la norma, Searle señala que lo fundamental está en la función de status: el asignar a un determinado objeto una función que nada tiene que ver con sus propiedades físicas pero que lo elevan a un nuevo status: “X cuenta cómo Y en C”. Es decir: este papel cuenta –artificial y simbólicamente– cómo dinero en el contexto C, este pedazo de tierra cuenta –artificial y simbólicamente– cómo patria en el contexto C. Obviamente, que tal construcción racional funcione sobre el dialogo de todas las partes y no sobre el poder del más fuerte es algo sobre lo que se debate y que queda cifrado como la pregunta fundamental de toda cuestión social. En la teoría de Searle quedaría por comprender como la intencionalidad colectiva sobre la que se construye toda norma es racional y no coactivamente impuesta.
Pero nuestra intención con esta referencia no es querer poner sobre el tapete teorías neo-contractualistas ni los problemas que de ellas emanan. Simplemente queremos señalar que el modo de proceder de Núria Güell yerra desde cualquier posición estética y que filosóficamente hablando es, sea esto mucho o poco, un gesto lícito. Perfectamente lícito, repetimos, porque si pudiera entrarse a discutir si hay o no hay fundamento ético para la obediencia a la norma, es obvio que sí que hay fundamento ético para la desobediencia: mientras que la obediencia presupone vinculación con otros –aquellos que aceptan lo artificioso y simbólico de la función de status pues comprenden que potencia sus capacitaciones–, la desobediencia es algo que apela únicamente a la propia voluntad individual.
Terminando, y sin entrar en las condiciones para la desobediencia: el gesto de Núria Güell apela a su propia voluntad cómo ciudadana y debe ser comprendido más cómo ejercicio político que estético. Esto se debe a que la función estética debe de quedar emplazada en una indiscernibilidad que potencia lo artificial y simbólico de todo ejercicio de poder y que no quede fundamentado, como es el caso, en una voluntad subjetiva de desear. Si a ello unimos que esa voluntad de desear se basa en una concepción totalmente errada del sujeto, la acción de Güell –aun dentro del respeto que nos debe infundir por ser el sustento de una desobediencia con fundamento ético– se nos antoja como síntoma de una performatividad estética profundamente idealista y, por ello, nihilista.
Es decir: digna de ser saludada con vítores para un arte empeñado en acabar consigo mismo.
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