domingo, 21 de junio de 2009

LA ESCENIFICACIÓN ESCULTÓRICA DE MUÑOZ COMO CAMPO DESIDEOLOGIZADO: ZIZEK EN EL TEATRO DE LO REAL


JUAN MUÑOZ: RETROSPECTIVA
MNCARS: 22/04/09-31/08/09

A veces pareciera como si la más reciente historia del arte contemporáneo no fuera sino una consecución fragmentaria y selectiva de manidos tópicos repetidos hasta llegarse al aturdimiento y parálisis crítica del espectador. Entre ellos, pocos más aclamados que el que consiste en referirse a toda época post-minimalista como el lugar ideal de lo escenográfico y la respuesta al hartazgo contemplativo. Sin vacilación, toda práctica datada más allá de los setenta tiene su momento de gloria en cuanto en tanto respuesta al aburrido minimalismo y hermético conceptualismo.
Desmaterialización del objeto artístico, dilatación del campo expandido en todas y cada una de las prácticas, barroquización extrema del catálogo semiótico, apoteosis de la reivindicación femenina y del cuerpo, etc; así podíamos seguir fechando acontecimientos que en todos ellos se hallaría su razón de ser como irremediable contrapeso adherido a la cansina teorización de los sesenta asentada en los grandes pilares del minimalismo y el conceptualismo.
Bien pudiera ser que como momento reflexivo tuviera su razón de ser e incluso su apogeo a la hora de conformar la crítica postmoderna. Ya que, si por un lado la modernidad que defendía Fried tomaba posiciones a la hora de declarar que “el arte degenera a medida que adquiere rasgos teatrales”, para Douglas Crimp, por ejemplo, “la performance se convierte en una de las distintas maneras de “representar” una imagen”.
Pero el, aún hoy, apelar a conexiones que tratan más de segmentar la historiografía del arte contemporáneo en diferentes cajones con el fin de propiciar una aprehensión mediata que permita la rápida etiquetación, que el responder a razonamientos más sutiles y académicos, se nos antoja una estrategia del arte, una más, en su actual desenvolvimiento como acabamiento de sus mismas condiciones de existencia.
Y es que todo tiene el tufillo de lo que se reconoce de inmediato en el parque temático del arte: fácil datación, apelación a lo novedoso en términos de teatralidad o escenografía, sencillez en las propuestas teóricas y claro acento en lo festivo de un arte que se renueva constantemente con grandes alardes de espectacularidad y diversión. El trabajo escultórico de Juan Muñoz goza de todos estos atributos que el lego en la materia saluda con displicencia ya que le ha sido difícil escabullirse de la dialéctica mema de lo transgresor del ‘aire fresco’ y de la puesta en escena de lo escultórico.
Coletillas, aditamentos para la masificación de la contemplación de un escenario donde se dice siempre que está a punto de pasar algo, simplificación de la reflexión teórica, multiplicación de revistas-panfletos que se postulan como abrevaderos del ocio instantáneo y de dominguero. El arte, en su producirse actual como efecto de la sociedad tardo-capitalista, se desvincula de lo libertario de las formas reflexivas para vagar en el libertinaje de su consumo rápido y compulsivo, aquel que no necesita más que lo indispensable: estar en disposición de un poco de diversión al tiempo que se sacia la sed, tan humana ella, de conocimiento y ‘cultura’.




Pero la convulsión, la alienación del espectador-masa viene más tarde: cuando intuye que las escenografías de Muñoz no vienen a postularse como lugares de la representación ni, muchos menos, del divertimento. Es entonces cuando la prometida diversión de un arte post-minimal y post-conceptual no se torna sino una pantomima de experiencia artística en busca de aquello que le prometieron: un arte fácil de deglutir sin giros teóricos ni apelaciones a nada más que lo entretenido de ver monigotes escultóricos, uno detrás de otro, con una extraña mezcla de extrañamiento y gracieta de artista.
Porque lo genial de Juan Muñoz no es hacerse cargo de la necesidad, real o no, de inscribirse en corrientes menos apuntaladas sobre lo contemplativo o conceptual, sino en hacer operar la escena allí donde era impensable: en el mismo borde fronterizo del pliegue de la representación. Porque sus espacios, sus escenografías, no funcionan al modo tradicional, sino que nacen de la bisección del momento cero del pliegue y en saber operar, en el centro de la herida recién abierta, las tensiones propias para que su desenvolverse se entienda como el ampliarse de lo germinal del pliegue.
De ahí que la obra de Muñoz no puede entenderse, al menos con carácter privilegiado, en referencia a ese momento tan manoseado del cansancio del arte preferente y su relación con lo que el propio Fried negaba al arte post-minimalismo. En palabras de Douglas Crimp “lo que Fried exigía el arte era lo que llamaba presentness, una condición trascendente (hablaba de ella como de un estado de “gracia”), en la que “en todo momento la obra misma está del todo manifiesta”. Lo que temía fuera a reemplazar esa condición como consecuencia de la sensibilidad que detectaba en el minimalismo es la presencia, condición sine qua non del teatro.”
A parte de que las concepciones de Fried son tramposas en el sentido de que privilegian una determinada narración historiográfica del arte que, por ejemplo, no da cuenta de los esfuerzos de la vanguardia por teatralizar el arte ni del desarrollo a lo largo del todo el siglo XX del cine como práctica artística, pensar en las escenificaciones de Muñoz como lugares del desvelarse de la ‘presencia’ es no entender en absoluto el sentido de la obra del artista español.
Porque el artista español, como doble cara del hecho de que como ya hemos dicho no basase su pretendida escenografía en la representación, tampoco apuesta por ningún tipo de presencia. No se trata de perfomances al modo de escenificar una imagen en referencia directa a una presencia que auspicie la teatralidad de la obra, ni tampoco de instalaciones que necesiten de una ulterior recomposición relacional por parte del espectador basadas todas ellas en lo naturaleza objetual de la obra.
Y es que la distancia con la que opera Juan Muñoz no es la distancia semiótica de los significantes que componen la obra, ni tampoco una distancia temporal más o menos cinematográfica o performativa, sino que su distancia es la de la radicalidad psicológica que se da en el campo perceptivo. No se trata de poner en cuestión los significantes (algo bien querido a gran parte del arte contemporáneo y sus ganas de retorcer cualquier significado en un juego hermeneútico sin parangón), sino de poner el mundo propio psicológico y subjetivo a la distancia precisa y exacta para poder hacer surgir la paradoja.
Su presencia, de ser alguna, es la del “yo” tachado. Es decir, si el primer arte postmodernista es eminentemente textual en el sentido de privilegiar la problemática barthiana de que el signo no es estable, la textualidad con la que opera Muñoz es la de la propia conciencia como significante nómada en el campo perceptivo y, esta vez sí, expandido.
Por ejemplo, y valga como contrapunto, la alteridad de presencia y ausencia que se puede rastrear en las primeras fotos de Cindy Sherman sí que parten de la presencia, la de la propia artista disfrazada. En este sentido, sus fotografías son escenificaciones puras de una ficticia narración que privilegian la presencia.
La distancia (esa que hemos llamado psicológica) de Juan Muñoz es también inmanente, pero no la que busca una mediación hegeliana en la negatividad conceptual que subsuma cualquier Diferencia en la Identidad, sino que su plano-escenario de inmanencia parece seguir a Zizek a la hora de darse cuenta de que “la inmanencia solo emerge al advertir que el hiato que nos separa del Más Allá transcendente no es más que un efecto de la mala percepción fetichizada del hiato existente en el seno de la propia inmanencia”.

En este sentido, su escenografía es la más difícil ya que no fetichiza signos-mercancías, para lo cual necesitaría una escenografía expositiva al modo de Koons o Steinbach (piénsese en aspiradoras o Air Jordans) ni tampoco es el fetiche vía Freud de la diferencia sexual para lo cual se necesitarían los recursos típicos de lo abyecto, la perversión o la dualidad infantilizada del juego sexual o escatológico (piénsese, entre otros muchos, en la puesta en escena de Paul McCarthy).
Lo radical de su teatro, y para lo que toda referencia a la presencia queda obsoleta, es que en él sucede la apertura que posibilite la desfetichización más urgente: la de nuestra propia psique en relación a la distancia respecto al relato que puede soportar.
Pero si, según Hal Foster, se ha considerado siempre, de Marx a Baudrillard, que el intercambio capitalista va reduciendo gradualmente nuestra diferencia cultural, y si para este último “tal reducción semiológica de lo simbólico constituye en puridad el proceso ideológico”, el proceso de escenificación de Muñoz consiste en la desfetichización de aquello que soporta la distancia precisa para ejercitar una ideología que propicie la cada vez menor diferencia en los procesos culturales.
Sometidos a lo maquínico del poder absoluto del signo, desterrados en los flujos libidinales de deseo catexizados mediante las estrategias de control tardo-capitalistas, considerados como meras rugosidades en la topología de la superficie de la pantalla de la hipervisibilidad de la velocidad límite, es el “yo” el que ha de escenificarse para poder, al menos, presentir la posibilidad de una escapatoria.
El “yo”, en cuanto consciencia, queda fetichizado en un campo topológico transido de flujos libidinales en el que todo horizonte trascendental a la manera kantiana queda cortado de raíz. Desvelar las incógnitas, trascender los contextos de las condiciones históricas, sociales y políticas que constituyen una consciencia ideológica, derivada y fantasmagórica es el tema de las escenografías puestas en escena por Juan Muñoz.
Pero, volviendo a la distancia, toda distancia psicológica está mediada por un relato, por un mito. De tal manera, el mito es la distancia perfecta entre nuestro yo interior y el exterior, la narración original que soporta toda la tensión entre el espacio real y el simbólico haciendo generar la distancia precisa y soportable. El concepto lacaniano de pantalla-tamiz bien pudiera ser una ejemplarización perfecta de lo que se entiende por distancia: aquello que se interpone entre nuestra mirada y la mirada devuelta por el propio objeto. Es decir, la mediación simbólica.
Por tanto, la obra de Muñoz intenta reconsiderar los límites del pliegue donde sucede toda percepción y toda narración mítica. Para ello primero la cierra y después, poco a poco, la va abriendo disponiendo en la apertura así surgida los elementos precisos que puedan enfrentarnos de manera novedosa con lo que acontece en ese centro. De ahí que su escenografía aspire a una nueva narración, a desterrar mitos y crea el espacio para un nuevo cara a cara violento y traumático con lo Real.
De esta manera su obra da cuenta de lo más difícil: de hacer coincidir la apertura de la distancia en el pliegue con la distancia del relato. Porque su relato ha de considerarse eminentemente mítico en cuanto en tanto no narra otra cosa que no sea la manera en que el pliegue es abierto. Y es que todo relato, toda toma de distancia, para considerarse mítico, debe de inscribirse en las relaciones que dan cuenta a la hora de abrir el pliegue. Es decir, lo que narra todo mito es la apertura del pliegue según la distancia que considera soportable.
La última vuelta de tuerca en el “teatro” de Muñoz consiste en proceder a semejante intento ataviado con lo radicalmente más inusual y, al mismo tiempo, efectivo: la apertura en el pliegue perceptivo la realiza Muñoz al tiempo que insta a ese hiato cada vez más amplio en el centro del pliegue a ser comprendido como el lugar del ilusionismo y de la paradoja de la ideología de la propia consciencia.

Es decir, su ‘apertura’ para apuntalar un espacio donde generar una nueva narración se basa en lo genuinamente otro de todo ‘espacio mítico’: en acentuar el ilusionismo y el extrañamiento, la soledad y la imposibilidad de toda comunicación. De ahí que sus obras, lejos de entenderse como ‘espacios teatrales’, sean espacios para el choque y el desconcierto.
Llegados a este punto es donde todo viene a coincidir: ¿en qué coinciden la desfetichización de la conciencia ideologizada y la apertura-mítica del pliegue en la escenografía escultórica de Muñoz?
La causalidad puesta en marcha en sus narraciones tiene la respuesta. Y es que la causalidad de la teatralidad desplegada por Muñoz no es la propia de la representación, la de la causa/efecto, sino que es la que posibilita la paradoja en su mismo núcleo; es aquella ejemplarizada por Deleuze como casi-causa o por Lacan como ‘objet petit a’. Es decir, es la causalidad del exceso que constituye toda formación de la realidad. Desvelar ese exceso, hacer experimentable la paradoja de toda causalidad, ahí es donde la tramoya del teatro de Muñoz tiene su mayor reconocimiento.
Hallar ese punto de no-sentido, de truco, en el que toda realidad está asentada, es el trabajo de Muñoz. Y, este exceso como lo habitable en el centro del pliegue, tiene muchos nombres. Habita el impacto con lo Real lacaniano, con la pulsión de muerte freudiana, con el hiato que media el ser-para-sí y el ser-en sí del idealismo alemán. Habita ni más ni menos que el síntoma que soporta toda ideología. Pero también en palabras de Zizek, “ideológica no es la ‘falsa conciencia’ de un ser (social) sino este ser en la medida en que está soportado por la ‘falsa conciencia’”.
Es decir, el sujeto trascendental es, en sí mismo, un escándalo, una posibilidad disparatada, una patología nómada, una abstracción de un hiato en flujo constante soportado por un ser que no puede dejar de entenderse como ideológico, es decir, como capaz de camuflar lo Real con cualquier estrategia más o menos válida.
Yendo un poco más lejos a la hora de definir el campo ideológico con el que hemos identificado la escenificación de Muñoz a la hora de operar la apertura del pliegue-mítico, la ideologización de tal pliegue no funciona al modo de “ilusión necesaria”, al modo de perspectiva trascendental kantiana. Es decir, no es un camuflaje con el que acercarse a la realidad ni tan siquiera una ilusión con la que sellar el cierre ontológico. Sino que, mucho más sutilmente, la ideología establece un doble juego con el que al mismo tiempo se sostiene y se evita el encuentro con la Cosa. Según Zizek “un aspecto de lo Real es que es imposible, y el otro es que ocurre, pero es imposible sostenerlo, integrarlo”. Es decir, “no es que lo Real sea imposible, sino que lo imposible es Real”, que la imposibilidad del encontronazo con lo Real ocurre.
La ideología que sostiene la fetichización de la conciencia en el campo-mítico del pliegue es la misma que, al tiempo que la oculta en el proceso de tal fetichización, la eleva a rango de sublime absoluto y la idealiza de tal manera que al instante lo convierte en lo perfecto-imposible.
La actual reducción semiológica denunciada por Baudrillard va en este sentido: el espacio social y cultural se pliega en sí mismo haciendo imposible que surja ningún encontronazo con lo radicalmente otro de lo Real.
Así pues, en el remitir a la causalidad que surge del exceso que toda sublimación conlleva (en este caso la del propio campo inmanente ideológico del pliegue-mítico) es donde Muñoz logra concretar todo el sentido de su trabajo: hacer posible el encuentro con lo Real, canalizar la sorpresa y el trucaje en prácticas cargadas de energía libidinal que constituyan el “plus” con el que no poder evitar dicho encontronazo, disfrazar la distancia precisa en el centro del pliegue-mítico como divertimento para al instante siguiente darse de bruces con eso que se quería velar, hacer de lo imposible posible, del trauma ejercicio desfetichizador y desideologizado.
Rastrear entonces la carrera de Muñoz es comprender la manera según la cual ha ido proponiendo una apertura en el espacio de la narración para hacer surgir el pliegue en el que no medie ya ninguna distancia. Es decir, la carrera artística de Muñoz se puede entender, según lo hasta aquí dicho, como el esfuerzo por ir abriendo el pliegue de su propia escenificación. Obras como la ‘Barandilla’ funcionan como el punto cero del pliegue. Cerrado en sí mismo, replegado en su mismo centro, la barandilla es el acontecimiento como efecto estéril. Siguiendo aquí a Deleuze, funcionaría como Órgano sin Cuerpos, como virtualidad del puro afecto extraído de su inserción en un cuerpo. Simularía la sonrisa del gato de Cheshire.


Como contrapunto, la apertura total del pliegue sería “Many times”. Ahora el Acontecimiento sería el del Devenir puro, el del pasear del espectador por el pliegue de su misma escenificación. Ahora estamos dentro del Cuerpo sin Órganos, es decir, del campo de inmanencia del ver coagulándose en percepciones, las surgidas en un campo topológico transido de puras repeticiones
Para Zizek cada uno de estos estados-límite del pliegue como totalmente replegado o absolutamente desplegado, remiten a las caracterizaciones del masoquista y del esquizoide. El primero, se aferra al teatro de sombras posponiendo siempre su ingreso en la realidad. Duele, pero más vale la satisfacción del dolor conocido que plegarse a los deseos nómadas del esquizoide. Si nos asomamos a ver que hay detrás del “Pasamanos” no nos sorprenderemos de ver una navaja, abierta, esperando a que el masoquista encuentre su propio “exceso de goce” en su querer aferrarse a la esterilidad de un pasamanos.
Por su parte el esquizo es la explosión del mismo sujeto merced a los campos intensivos límite. El sujeto, como aquel que surge en la diferencia mínima de dos significantes, es ahora el sujeto esquizoide de la repetición convulsiva de un mismo significante. Además, Muñoz lo caracteriza como a un asiático: imposible para nosotros de hallar no solo diferencias, sino simples identidades.
Pero es que, además, en “Many times” se nos está dando la posibilidad que en la ideología es dada por imposible: la del encontronazo con lo Real. Ahora el pliegue, maximizado en su apertura, tensionado a la distancia que impone la no-narración de la repetición infinita de lo Indiferente, puede hacer surgir la posibilidad de lo imposible, lo sostenido y al mismo tiempo evitado.

Insertado en el campo inmanente de la escenificación de “Many times”, el mero acto de simbolizar deviene imposible. Así, lo imposible se hace posible en el pliegue entero. Solo hay pulsión: torsión topológica de lo Real mismo. Es el devenir, en el pasear del espectador, de sentido en el sinsentido: cientos de chinos idénticos sin nada que decirse salvo un disciplente gesto de saludo.
La fetichización de la conciencia en un campo topológico e ideologizado supone que el fantasma es inaccesible para la propia subjetividad, que el sujeto no es más que el lugar vacío en la estructura al cual se va adhiriendo la sucesión de excesos de significantes, de “plus-de-goce” nacidos del hecho mismo de significar, de simbolizar, de tratar con el deseo del otro.
Pero ahora todo esto deviene imposible: el sujeto es el interminable proceso de división y repetición pero ahora en la más clara Identidad que hace surgir lo Real. La repetición pura del sinsentido, en este caso la incomunicación de lo mismo, hace surgir lo Real inmanente haciendo volar por los aires toda consideración respecto a distancia-mítica o ideologización.
En “Many times” no hay ya distancia, no hay campo ideológico; la conciencia deambula dándose constantemente de bruces con aquello que creía imposible, el fetiche de sí mismo se disuelve al no hallar la distancia precisa. Ya no es ($-a), sino ($=a): el sujeto es el propio exceso del sinsentido que hace posible lo que parecía imposible.
Y entre un estado-cero del pliegue y un estado-límite, la obra de Muñoz va alcanzando profundidad y maestría. En “Hotel” o “Contraventana” tenemos las mismas coordenadas que en el pasamanos: el pliegue reconcentrado en sí mismo. En “Balcones opuestos” la apertura ya empieza ha hacerse patente: son ahora dos balcones los que, uno enfrente del otro, hacen abrir, gracias a una simetría, un espacio latente.

La apertura de su escenografía va tomando forma en obras como “Esperando a Jerry”, “Pieza tartamudeante” o “Escena de conversación”. En ellas se palpa que el sinsentido de lo imposible puede llegar a suceder poniendo en escena la absurdez de una espera que nunca llegará a su final o la incomunicación de un diálogo donde el sentido es errante y nómada.



Pero, y como paso justamente previo a la apertura-límite, el hacer tan patente lo imposible como consecuencia de lo absurdo es un juego que Muñoz sabe que ha sido jugado hasta la saciedad. Por ello el artista opta por remitirse a juegos de ilusionismo más sutiles para que lo Real surja imposibilidad en sí misma. “Wasteland” y “El apuntador” son los más claros ejemplos. En la primera obra ya empezamos a caminar, a deambular en un espacio simulacionista donde la distancia es ya un efecto de superficie bajo la atenta mirada de alguien que nos mira desde su atril. Ya no es el absurdo, sino el comienzo de la búsqueda de una radical imposibilidad: la del hacer coincidir la mirada del enano y la nuestra en un campo topológico desideologizado.



En la segunda obra el juego ya es total garantizador, como simulación perfecta, de lo imposible: un escenario casi vacío en el que lo único que hay es un tambor, y un enano que hace las veces de apuntador. ¿Qué apunta el enano?, ¿a quién?, ¿quién sería el espectador? La clave esta vez está en el programa de mano de la propia exposición: años más tarde el artista se hizo una fotografía tocando el tambor. Todo se hace claro entonces, el ilusionismo es radical, la imposibilidad empieza a ser registrada como algo posible, lo Real está ante nuestros ojos: en el escenario está el propio fantasma del artista, y, en cuanto nuestra mirada coincide con la del enano, también nuestro propio fantasma.




Nuestra conciencia es desfetichizada y desideologizada en un mismo coincidir que parecía imposible y para el cual ya no hay distancia posible. Si en “Wasteland” la mirada del espectador y la del enano pueden coincidir pero no saben donde dirigirla, pues lo Real aún es algo imposible, en “El apuntador”, el ilusionismo de vernos dentro de la escena como nuestro propio fantasma, hace que el coincidir de nuestra mirada y la del enano se dé sólo en cuanto en tanto está dirigida hacia lo imposible: lo Real. Es en ese tambor entonces en donde va a proyectarse la mirada de nuestro propio fantasma y que, por lo tanto, se convierto en la radicalidad imposible de lo Real.
En el camino, multitud de figuras, aquellas que tratan de escuchar algo en la pared, aquellas que se acercan tanto al espejo que no pueden ver nada, nos dejan la huella de su experiencia: la de dejar constancia de que el intento de apertura de Muñoz no fue nada fácil. Ir adquiriendo la distancia precisa, tantear un encuentro con lo Real, primero como distancia-cero en la cercanía con el espejo que devuelve nuestra propia mirada como algo ciego y sin ninguna abertura de campo y luego, más tarde, como distancia-proyectada en la imposibilidad misma de ver el fantasma.
Y, por último, al final de su obra, “Descarrilamiento”: ¿no será ese descarrilamiento la consecuencia del choque brutal con lo Real en que su obra se ha convertido?; y “Figura colgada”: ¿no será ese el dolor desproporcionado e inhumano en el que cae la conciencia desideologizada y desfetichizada merced a una falta de distancia respecto de cualquier narración?


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