DOCUMÉNTATION CÉLINE DUVAL: “IMPRESOS Y EDICIONES”
GALERÍA LA CAJA NEGRA: 09/05/09-20/06/09
Quizá sea porque el ansia de conocimiento humano no sabe orientarse de otra manera, pero lo cierto es que la pasión por la enumeración, catalogación y clasificación viene de lejos. Y aunque pareciera que fue Aristóteles el primero en hacer de ellas el principio expositivo de ciencia, ya antes de él los ejemplos son varios. “Allí fue donde entonces troyanos y aliados formaron en grupos”, cantaba ya Homero en la “Ilíada” justo antes de lanzarse de cabeza a una precisa y exhaustiva enumeración por la que desfilan troyanos, dardianos, tracios, cícones, peonios, paflagonios, halízones, frigios, meonios, etc, todos ellos caracterizados según sus aptitudes más nobles y perfectas y por lo que, por tanto, se les conocía.
Todo ello, traído a nuestra sociedad del límite hipertecnológico, deja un rastro de explosiva inmediatez. “El sol se abre paso. La pantalla está en blanco. El avión desciende. Empieza un nuevo día en Imagen Mundo. Hoy nacerán más de 10.500 estadounidenses y morirán por lo menos 800. Esta mañana habrá 260.000 carteles en los caminos que conducen a los centros de trabajo. Esta tarde, 11.520 periódicos y 11.556 revistas saldrán a al venta. Y cuando el sol se ponga de nuevo 21.689 salas de cine y 1.548 cines al aire libre empezarán a proyectar películas, en 27.000 tiendas alquilarán cintas de video, 162 millones de televisores permanecerán encendidos durante 7 horas y se habrán tomado 41 millones de fotos. Mañana tendremos más de lo mismo”.
La distancia entre uno y otro ejemplo puede llegar a aterrar, pero incluso este último intento de catalogación llevado a cabo por Marvin Heiferman con ocasión de la exposición que albergó el Whitney Museum en 1989 llamada ‘Image World. Art and Media Culture’ se quede corto a la hora de imaginar las condiciones impuestas por un Imagen Mundo que ha devenido en la actualidad absoluta Pantalla Global.
Porque si nuestro conocimiento ha pasado de basarse en la palabra a depender eminentemente de la imagen, en la actualidad, cuando lo que se tiene es una serie inabarcable de pantallas conectadas en red, la imagen incluso ha sufrido tan implosión que ya es imposible referirse a ellas como a algo unívoco y abarcable en sí misma.
Con el advenimiento de la era tecnológica a cada imagen se le sucede otra y, a esta, una tercera. Cada imagen remite a nada más que a otra imagen haciendo que los procesos discursivos y epistemológicos adquieran carácter de arqueología estratográfica. No se trata ya de ir, como en Nietzsche o en Foucault, en busca de una genealogía que invierta los valores o dé cuenta de lo oculto en las formaciones ilustradas, sino que todo se tiene, en un abrir y cerrar de ojos, en la pantalla telemática a la que, por otra parte, no podemos dejar de estar conectados.
En este sentido, la sentencia de Deleuze de que “lo que cuenta es el intersticio entre imágenes, entre dos imágenes” se ha convertido en un absurdo ya que, en el hiato entre imágenes, no hay ya absolutamente nada. Topológicamente, el campo de inmanencia caracterizado por él mismo como transitado por flujos libidanales según la economía capitalista del signo-mercancía fetichizado, se ha convertido, merced a esta implosión de la imagen en la velocidad límite de su producirse, en una pantalla global e hipervisible a la que el sujeto se conecta para tener una mínima sensación de subjetividad.
Para Boris Groys, la diferencia que antes había entre el campo submediático y el mediático, entre el ámbito de todos los signos y el soporte del archivo, causaba una sospecha, una sospecha sobre la que se basaba la cultura y civilización que ‘consentía’ tal articulación del espacio profano de la realidad y el espacio simbólico del archivo.
Pero hoy en día, donde toda imagen es tan instantáneamente nueva que su permanencia en el archivo es tan volátil como inmediato es el surgimiento de otra imagen que la supere en hipervisibilidad, la sospecha se ha destruido. Hoy, ya por fin, el espacio mediático y el submediático coinciden absolutamente en la misma pantalla hipertecnológica.
Como corolarios, dos consecuencias capitales. Por un lado, si la realidad es aquello que ha quedado fuera del archivo, hoy en día, al ser todo susceptible de pertenecer a él, la realidad no deviene sino virtualidad absoluta presa de la instantaneidad telemática de todo producirse de imágenes.
Y segundo, y más importante, es que el proceso de virtualidad de la realidad y de amplitud casi infinita del archivo ya no tiene vuelta atrás. El poder maquínico del signo es el que ha operado este absoluto triunfo de la imagen, y su poder puede entenderse como la hipertecnologización de las teorías de Foucault, como el cierre garantizador de las estrategias capitalistas.
Si para el postestructuralismo el sujeto se sentía perdido en el flujo del lenguaje, ahora el sujeto se disuelve en la red telemática de la vorágine de imágenes con la que es constantemente bombardeado. Y lo “curioso” es que ha aceptado, que ha capitulado con el poder del signo y se ha dejado llevar por la implosión de la superficie telemática. Hoy en día se aplaude al que más rápido fluye, el ‘instante de excepción’ del que habla Groys como el momento en el que se tiene acceso al interior de lo submediático ni se contempla.
Pero es que las tentaciones eran muchas, y el poder maquínico demasiado perfecto, como para intentar hacer el esfuerzo: en la pantalla-superficie que da cuenta del poder absoluto del signo en el coincidir de lo mediático y submediático no existe ningún lugar vacío, ningún significante de más, no surge ninguna paradoja, ningún ‘objet petit a’, ninguna casi-causa, ningún ‘plus-de-goce’, ningún encontronazo con lo Real. Es decir, el trauma no existe, el deseo es satisfecho de inmediato en alguna nueva imagen. Si, en la economía capitalista del signo, el deseo es el verdadero soporte del signo, ahora más que ningún se puede decir, siguiendo a Marshall McLuhan, que “el medio es el mensaje”.
Las preguntas que surgen a colación del estado descrito son varias: ¿qué clase de cultura es la que surge del instante digital simbolizado como el dato inmediato que se puede insertar en la red de significaciones virtuales en tiempo real, fagocitando de esta manera todo el potencial memorístico de la experiencia?, ¿qué clase de subjetividad es la que habita en esta topología de la pantalla-superficie?, ¿qué nuevo saber es este que surge en la estratificación esquizoide de la dromótica del imperio del signo y que, en palabras de Lyotard, “es y será producido para ser vendido, y es y será consumido para ser valorado en una nueva producción”?
Pero hay todavía una pregunta más urgente aún. Si el artista era aquel que proponía imágenes a la sociedad en la que vivía, imágenes que lograban instalarse en el espacio submediático del archivo como aglutinantes del ‘espíritu de una época’, en el estado actual que hemos tratado de explicar, ¿qué papel puede aún tener alguien cuya misión ha quedado totalmente infundada?
Comúnmente se le otorgan diferentes espacios de producción, yendo desde la ingenuidad de seguir apuntalando los escombros del artista-maldito como aquel que tiene el poder de perfilarse como propulsor de nuevas imágenes, hasta aquellos que tomando reflexivamente el período actual optan por hacer lo único que les es permitido: proponer nuevos espacios de distribución y producción de imágenes donde el poder del signo no halla llegado aún. Así, pareciera que el arte se debate entre seguir lo festivo de cantar sus exequias mediante la espectacularidad de un momento único, o hacer lo único que el cabe y que no es sino referirse a sí mismo en un proceso autodesignativo, autoproducido y autoreferencial.
Quizá la artista de esta exposición, Céline Duval, halla tomado una opción alternativa que limita con ambas tendencias, ya que, si bien no aplaude aún los rescoldos del glamourismo y divismo asociado siempre, casi hasta de manera perversa, al arte como actividad marginal y maldita, tampoco se decide por una ulterior reflexión que le lleve a ver en la imagen algo que es necesario trasladar al límite de su autoproducirse hipertecnológico.
El arte del que hace gala consiste en claudicar ante el signo-imagen y rastrear las relaciones que las imágenes pueden crear entre ellas mismas. Pero para ello, debiendo como ha de hacer sumergirse en la estratificación modular de la pantalla-superficie, no parece que vaya pertrechada con nada parecido a un espíritu crítico ni siquiera paradójico. Simplemente crea una secuencia, otra diferente, la enésima entre imágenes diferentes. En los librillos que distribuye en la exposición las secuencias son de cuatro imágenes en las que su razón de ser remite a condiciones de formato, de calidad, de temática, y donde incluso el amateurismo de su producción es jalonado con su propia clasificación.
Y es que en toda la trayectoria que hemos tratado de recorrer, en el habitar de la pantalla-superficie, el sujeto sufre, pese a la perfección paralítica promulgada más arriba, su propio delirio: la del esquizoide compulsivo que no para de coleccionar imágenes pese a que sabe le son de todo punto inútiles. Porque en la superficie tiene lugar el reverso de la “pulsión de muerte” freudiana: la “pulsión de archivo”.
Las imágenes se devoran unas a otras, su referencialidad no escapan de sí mismas ni de la hipervisibilidad que le es propia, nada que temer ya que todo es instantáneo, visible y anestesiante. Todo salvo que “el hacer como si”, propio de la ética heredera del cinismo postmoderno, no basta para un hiato que no termina de cerrarse.
Zizek lo ve claro: “el nivel fundamental de la ideología, sin embargo, no es el de una ilusión que enmascare el estado real de las cosas, sino el de una fantasía (inconsciente) que estructura nuestra propia realidad”. Correr detrás del fantasma dejado como huella por la imagen-signo en su pertenencia al archivo, en eso consiste la ideología de la pulsión de archivo que transfiere a los síntomas de tal esquizofrenia los fantasmas propios del “yo” y que intenta hallar en ello un plus-de-goce que lo subjetive y que lo aparte del verdadero núcleo traumático y real: el absoluto poder maquínico del signo.
Por lo tanto, hacer gala hasta el aburrimiento del delirio impulsivo y archivista de quien se sabe bombardeado en la pantalla-superficie y construir así bonitos cuadernitos que regalar a las amistades como coartada de una imposible jouissance, no parece que sea la estrategia ideal que debe de llevar a cabo el arte, al menso un arte que se muestre como crítico y reflexivo.
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