DANIEL CANOGAR: SPIN
GALERÍA MAX ESTRELLA: 03/02/11-26/03/11
De hacer caso a Gonzalo Suárez y su genial película “Remando al viento”, uno de los temas preferidos por aquella cuadrilla de poetas que se dio cita en el verano de 1816 en Villa Diodati fue acerca de las posibilidades de dar vida a la materia con el solo gesto de las ideas, del pensamiento. Sublime gesto de creación, el artista como sumo hacedor de nuevas formas, imposible radicalidad del hecho de romantizar el mundo: el sujeto se torna eminente genio y su campo de acción llena todos los resquicios de la materia-mundo. El irracionalismo romántico no es sino esa hecatombe de la propia razón que ve fantasmas por todas partes: panteísmo hipersubjetivista que pronto se descubrirá como la cara oculta del malditismo y del satanismo.
Y, en cierta forma, el círculo se ha cerrado. El mundo –la naturaleza hipertecnologizada- se ha elevado a forma ontológica preeminente bajo la forma del simulacro telemático. El mundo, devenido ya imagen del mundo como profetizó Heidegger, adquiere vida propia y trabaja en pos del tiempo-cero, del Accidente, del grado-xerox (Baudrillard) de experiencia.
Y es que, después del descalabro romanticote, después de saber que toda fuerza emancipada viene a sumarse siempre del lado de nuestra condena, la técnica ha sabido bien como hacer el trabajo sucio. Elevando al ‘mundo de la vida’ por encima –o por debajo, según se mire- de sus posibilidades mediante una coagulación de todas sus estructuras en una imagen determinada como conjunción perfecta de las fuerzas de producción según la cual el poder se relaciona con el mundo, el mundo ha devenido ya imagen precisa: la naturaleza se ha transformado en medial o, lo que es lo mismo, la materia –naturaleza- ha tomado vida (fantasmagórica) propia.
Así, el arte termina por triunfar antitéticamente: negado consustancialmente en sus promesas de autonomía, el arte no realiza la transfiguración de la materia en vida, sino que, habida cuenta de que los dispositivos mediales funcionan como hiperconectores que llenan y colapsan –contruyéndolo- el mundo entero, el arte se erige como proceso crítico, como instancia desde la que redefinir constantemente el régimen de intercambio que produce la imagen-mundo.
Así, como diría Benjamin, las prácticas artísticas se orientarían –y de hecho así lo hacen- a una apropiación de los medios de producción, a una apropiación técnica en su sentido más alto. Si el mundo, más que romantizarse, se ha tecnificado, el artista ha de quedar encuadrado dentro de los productores de imaginario social que establezcan dispositivos críticos de lo visual.
Y, en cierta forma, ¿no se puede decir que la idea aquella de romantizar el mundo no viene a hacer hincapié también en una nueva forma de comprender al sujeto dentro del sistema de producción de la realidad-toda?, ¿no es el artista postmoderno –el artista como analista de medios- la imagen invertida más precisa de aquel melancólico poeta que apelaba a los poderes de la noche y lo fantasmal? Solo que, si antes era la palabra lo que construía el mundo, si el mundo era transformado a golpe de soneto, hoy el mundo se ha hecho imagen y es –dentro de ese giro icónico postulado por Nicholas Mirzoeff- hacia los procesos críticos de construcción del imaginario social hacia donde ha de poner el ojo el artista post-medial.
En este sentido no puede tener más razón Brea al sostener que “el régimen estético que efectúa nuestro tiempo realiza en diferido el proyecto más crucial de la Ilustración: el alumbramiento de una forma de espíritu –la formación de una formación de subjetividad- autónoma y radicalmente secularizada, pensable desde la óptica del materialismo absoluto”.
Y es que ¿no es el dar vida a la materia el gesto demiúrgico que sueña todo materialismo? Y, por ende, ¿no es ahora, con la construcción medial de la realidad, cuando –por fin- se ha llevado a cabo?
Así, como dice Juan Martín Prada, “la investigación artística en los medios consiste en un análisis y dramatización de los momentos de emergencia de la imagen, el proceso que la pone en escena, o que, al ponerla en escena, la produce”. Y, en esta labor, obviamente, la técnica ha de dejar ya de verse como el malo de la película. El mundo –ya lo hemos dicho hasta la saciedad- se ha hecho imagen o, lo que es lo mismo, y como sostenía Heidegger, la técnica es ya lo que nos esencia.
Es a esta labor, la de pensar nuestra relación con la técnica y con la emergencia a la superficie de lo visual, hacia donde apunta la producción artística de Daniel Canogar y, en concreto, las instalaciones que se pueden ver actualmente en la Galería Max Estrella.
Reunidas bajo el título genérico de Spin, Canogar presenta una seria de instalaciones donde cientos de DVDs – encontrados en los basureros o vertederos- se reciclan para volver a mostrar aquello que contenían. Sus imágenes –películas por lo general- se proyectan sobre su superficie incidiendo en la pared del frente creándose así un doble régimen de lo visual: aquellas imágenes que inciden en el propio DVD y aquellas otras que saltan rebotadas contra la pared.
Este doblez en la proyección permite a Canogar una reflexión mucho más lúcida de lo que en principio, con una instalación más simple, pudiera conseguirse. En principio, y nada más entrar en la galería, un leve tufillo a caverna platónica nos enfrenta a lo –presumiblemente- ya visto: imágenes que en su carácter de dispositivos mediales nos remiten a la fantasmagoría del simulacro, de la implosión de imágenes donde, con Baudrillard, ya nada hay que ver.
Pero no es eso: porque, en nuestra esencia tecnificada, no existen ya mundos ideales ni original alguno. Ahora, ya por fin, la temporalidad se hace instantánea y todo redunda en un hinc et nunc sometido al dictado del pasado hecho ya –y para siempre- presente.
Lo que –a nuestro entender- hacer Canogar es llevar a cabo una diferencia última, una resistencia mínima al régimen de la hiperpresencia: si los soportes remiten ya a la instantaneidad de la re-producción viniendo ya a coincidir el medio con su producción efectiva, Canogar nos remite a un instante anterior –a una generación anterior, si se prefiere- para hacernos reflexionar acerca de la criticidad misma de los dispositivos de (re)producción. En otras palabras, reanimando a lo inanimado –he aquí las herencias románticas antes puestas ya sobre la mesa-, dando vida a materiales y soportes ya caducos, Canogar nos avisa sobre el mundo por-venir y lo acuciante de los fracasos con los que cargará.
Porque, si bien es cierto que, como dice Susan Buck-Morss, “esta imagen-mundo es toda nuestra experiencia compartida”, todas las potencialidades utópicas (e-utópicas que sostenía Brea) parecen venir a dar con una nada tan ominosa que parece va a seguir enclaustrando nuestra “experiencia compartida” dentro de los regímenes de lo hipervisual aclamados por los idearios del capitalismo.
Pero si la obra de Canogar no puede comprenderse –al menos lo sostenemos en un primer momento- con un remitirse ya caduco a las formas del simulacro y de la sobreabundancia de imágenes –algo de todo punto insostenible después del ardor guerrero con el que las políticas/policías de lo visual se ensañan para dirimir qué debe/puede ser visto-, si tampoco cabe una banalización tal que comprenda su obra como un ponernos sobre la pista de la velocidad ciclotómica de todo proceso tecnológico –los DVDs, otrora tecnología punta y hoy casi esperpento del pasado-, quizá haya que apuntar a una paradoja ínsita en el mismo núcleo duro de la obra.
Y es que, pese a todo lo dicho, Canogar nos engaña al ponernos el señuelo aún de las imágenes-film. Siendo este tipo de imágenes lo que está contenido en los DVD’s, normal entonces que pueda operar una última diferencia; normal entonces que pueda traer a colación algo de su memoria ya perdida en la instantaneidad del tiempo. Normal entonces, en definitiva, que pueda ‘proyectarlas’ y ‘doblarlas’; normal que enfatice los procesos de destrucción de las tecnologías remitiéndose a su ciclo ‘vital’.
Porque, en lo que respecta a las imágenes-film, todavía existe una diferencia entre su producción y su re-producción; una diferencia entre su presente y las potencialidades que trae de su pasado. Es decir, en ellas, en las imágenes-film, todavía el tiempo no pertenece en su totalidad a la imagen. En su ‘entre’ todavía cabe algo: algo de historia, algo de memoria, algo de tiempo, etc.
Siendo esto así, lo más plausible es que Canogar nos ejercite en una producción ya manoseada, redundante en sus modos y maneras de (re)producirse, para solo así entrever la necesidad de negarnos a cifrar todo en la aquiescencia más o menos pánfila con el que parece ser ahora el sistema visual por excelencia: el del hiperespectáclo de la profusión casi ilimitada de imágenes. La apariencia, hecha espectáculo, no puede ser por más tiempo nuestra caverna.
En definitiva, hemos de dejar que el tiempo que aún se escapa de entre las imágenes-film fallezca en las orillas de su complicidad con el simulacro hipercapitalista, y ponernos manos a la obra para tratarnos de tú a tú con un mundo ya convertido en imagen-tiempo: sin memoria, sin historia, sin identidad fija, sin tiempo alguno.
Nada, ya por tanto, resta por traer a la memoria porque nada hay ya que traer a la vida. Las potencialidades utópicas de un pasado que vuelve siempre sobrecargado se han desvanecido con la construcción no ya de un mundo como imagen, sino de una imagen como mundo. Medio y soporte quedan anulados ya en la temporalidad-cero de un producirse de e-imágenes a velocidad límite.
Ya, por último, ninguna diferencia, sino campos intensivos de diferencias que nunca vuelven; ya, por fin, ninguna sospecha como la sostenida por Boris Groys. ¿No será, en última instancia, estas instalaciones de Canogar una puesta en claro de que nunca se alcanzará el grado-cero, que siempre algo necesitará un soporte para ser reproducido, que siempre mediará una diferencia temporal? Pensamiento y práctica nunca han ido de la mano pero, sea como fuera, nos conviene ir siempre tan adelantados como nos atrevamos en nuestro pensamiento. Sólo así, de una vez por todas, dejaremos de ser románticos.
¿O es que no queremos?
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