MARCO MOJICA: 'UNA FRÁGIL CONSPIRACIÓN'
GALERÍA FERNANDO PRADILLA: hasta fianles de abril.
En estos tiempos que corren, parece que la célebre frase de Baudrillard según la cual el arte se ha convertido en el lugar privilegiado para la emergencia de una profusión de imágenes donde, a ciencia cierta, no hay ya nada que ver, goza de una estupendísima salud.
El bombardeo mediático de imágenes nos tiene acostumbrado a pensar que la realidad ha sido sustituida por la eugenesia teleadictiva que irrumpe en la sala de estar como sintomatología de pulsión visceral al zappeo.
Así, de la imagen-tiempo como eclosión estética de un nuevo arte –sobre todo cifrado en las nuevas tecnologías-, nos embobamos ante el cañón de proyección que asume la imagen-realidad como superficie ontológica desde donde se eleva la fantasmagoría postmoderna. De esta manera, y también con Baudrillard, la imagen –toda imagen en su inmediata profusión- ya no es imagen sino que deviene real: el dominio simbólico de la ausencia queda deslizado constantemente en una profusión de imágenes que, en su brutal inmediatez, devienen realidad.
Warhol, genio maligno de la simulación, de la mercancía y de la seducción, es el primero en situar al arte dentro de su banalización: situándose en el núcleo de la imagen logra anestesiar su carácter de representación y de ilusión. El juego mimético queda entonces reducido a cero ya que el régimen de las analogías que pudiera funcionar como virtuosismo de la representación, es sustituido por la ironía del objeto. En su mero aparecer, la máquina de producción –el ‘yo quiero ser una máquina’ warholiano- sustrae la imagen a su función representativa para fetichizarla como signo-mercancía.
Sabedores –al tiempo que continuadores bufónicos- de esta estrategia adscrita a la dinámica propia del capital, el típico artista postmoderno se enfangaba en tareas de vanguardistas –principalmente el collage- para rentabilizar al máximo al poder de banalización de la imagen-realidad. Y es que, una vez reconvertida la imagen en bien de consumo, lo que -y para seguir con Baudrillard- deviene artículo no es el significado o la utilidad de la imagen en sí, sino lo que la diferencia como signo de otros signos: “la apariencia fáctica, diferencial, codificada, sistematizada del objeto”.
Así pues, una última diferencia, una última vuelta de tuerca cuando ya la imagen ha sido calibrada en su precisión: apropiacionismo, el grado Xerox de la cultura. Recontextualizando la imagen-realidad dentro de la institución arte, ésta logra desasirse de su egimen de producción/distribución para venir a soliviantarse en su mismo juego: valor de cambio y valor de cambio, dialéctica fantasmal donde las haya, son despojadas de su carácter demiúrgico para terminar desveladas en su estrategia.
Marco Mojica (Colombia, 1976) parece seguir estas estrategias que, jejos de aparecer ahogadas por al eclosión de las nuevas tecnologías, lejos de aparentar una frívola y acrítica estética referencial e historicista –al menos en su origen-, tratan de, mediante una reubicación contextual constante, abrir un campo de reflexión dirigido hacia las esferas de lo social y lo político.
Si en un primer momento estas estrategias trataron de llevar a cabo un proceso por el cual imágenes familiares y emblemáticas se hacían distantes y opacas, la labor de Marco Mojica está más dirigida a actuar precisamente en esas imágenes que ya supusieron, en su originalidad, un momento en la historia del arte más reciente. Es precisamente sobre imágenes que ya pertenecen al constructo social adquirido –pero que en su origen pertenecían al incomprendido mundo del arte- sobre las que trabaja Mojica. Duchamp, Warhol, Beuys, Koons, son algunos de los iconos –más que artistas ateniéndonos a la meta que se propone Mojica- que aparecen en esta exposición.
Así, por ejemplo, el urinario, la Brillo Box, la liebre, el conejito… no se trata de artistas, sino de las imágenes totémicas que ha dejado la historia reciente del arte en su devenir.
Sin embargo, esto que a casi a nadie escapa, ¿qué efecto tiene?, ¿no se trata, a estas alturas del partido como quien dice, de un preciosismo de última hornada, de una iconoclastia apoyada en lo consabido? Mucho nos tememos que así es. Hoy en día la cita, el pasaje y el fragmento, si bien siguen remitiendo a este mundo neobarroco ya conceptualizado en la deriva de Benjamin, ha visto como se sustituía el entramado imagen-texto –en referencia clara a un funcionamiento de las imágenes como signos y a un arte estructurado como lenguaje-, por un mundo-imagen pleno y global, sin hueco alguno para las diferencias transaccionales sino para una red de resemantizaciones caladas en los dispositivos sociales, económicos y políticos de construcción del imaginario colectivo.
Susan Buck-Morss, enfatizando esto mismo, no duda en sostener que “el mundo-imagen es la superficie de la globalización. Es nuestro mundo compartido (…), es toda nuestra experiencia compartida. El objetivo no es alcanzar lo que está bajo la superficie de imagen: sino ampliarla, enriquecerla, darle definición, tiempo. En este punto emerge una nueva cultura”.
Así pues, si de verdad se quiere traer a colación a dispositivos mediales que operan como aglutinadores de eso-llamado-arte, si de veras se quiere operar con ellos una última diferencia, ésta ha de dejar de comprenderse como juego de imagen-signos, para encallar como verdadero dispositivo político capaz de abrir el campo de al experiencia –de los actos de ver, diría Brea- a una nueva totalidad de sentido.
¿No es esa, en última instancia, la labor de un arte que no remolonee con lo archisabido?
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