JOAQUÍN LALANNE: ESCENARIOS
EL CAMAROTE (CIUDAD REAL): 05/05/11-26/06/11
Si hay algo obvio en la problemática en torno a la incapacidad manifiesta de la clásica Historia del Arte de dar cuenta de los fenómenos artísticos es, en primer lugar, debido a la no existencia de la tal pureza fenomenológica de lo visual.
La Historia del Arte, amparada mayormente en lo que Rancière llama el régimen representacional, cree tener preeminencia epistemológica para articular un discurso en torno a los fenómenos artísticos habida cuenta de que, en tal régimen, es la analogía, la semejanza lo que –al menos aparentemente- otorga rango de obra maestra. Y si decimos aparentemente es porque, como bien se han encargado de desvelar todos los filósofos de la sospecha –Rancière en último caso- en ese ‘otorgamiento’, hay mucho más que una mirada. Hay un reparto de sensibilidades y de ocupaciones que dirigen ya la mirada en una determinada dirección. Hay, en definitiva, unas “condiciones según las cuales las imitaciones pueden ser reconocidas como pertenecientes propiamente a un arte, y apreciadas, en su marco, como buenas o malas, adecuadas o inadecuadas”.
Es decir, en el mirar, siempre, hay más de un simple ver. Hay, como diría José Luis Brea, “una distribución disimétrica de posiciones de poder en relación al propio ejercicio del ver”. La influencia de las consideraciones de Foucault acerca de Las Meninas es, como se puede ver, brutal.
Para articular bien el sentido de la impureza fenomenológica, quizá sea también bueno hacer hincapié en que si en el régimen representacional al que alude Rancière es la separación entre la idea de ficción y la de mentira la que le define, en el actual régimen estético del arte la ficción, no teniendo ya nada que ver con la verdad o la mentira, remite a una lectura de signos escrita sobre lugares y espacios, sobre personas y grupos, que va emergiendo como visible, dándose una indistinción entre la narración de la ficción y la interpretación de los fenómenos del mundo histórico y social.
En este régimen, cualquier enunciado político o literario tiene un efecto sobre la realidad en la medida en que construye “mapas de lo visible, trayectorias entre lo visible y lo decible, relaciones de modos de ser, modos del hacer y modos del decir”.
Si hemos dilatado tanto el momento de ponernos a hablar de la obra de Joaquín Lalanne es porque, pensamos, ha de quedar meridianamente claro el régimen –estético y de ficción- en el que nos movemos. Si, por una parte, lo que se ve –lo que vale- no es simplemente lo que se da a la mirada, la ficción que el arte contemporáneo lleva a cabo–como particular producción moderna- traza, al tiempo que se postula como imagen, una red de operadores con los que realizar un agenciamiento determinado, una fisura a nivel micro con el cual delinear una serie de adentros y afueras, de regímenes de visibilidad donde se da lo que es decible, pensable y posible. Dicho de otro modo, y como diría creemos que Deleuze, la imagen –sea una producida como arte u otra cualquiera- funciona como un dispositivo.
Y es que quizá la palabra dispositivo le viene como anillo al dedo a los lienzos de Lalanne -en este caso dispositivo-es. En ellos, antes que nada, hay un espacio, no ya solo el espacio-soporte con el que trabajo aún la anquilosada semiótica del signo, sino un espacio topográfico creado por el propio artista donde viene a solaparse diferentes temporalidades. Una, la del propio espacio que, al modo de de Chirico, funciona como extrañamiento, con perspectivas camufladas y donde objetos ajenos –bolígrafos, pinceles- terminan por entramar una topografía metafísica donde la conciencia fantasmagórica del sujeto podría, quien sabe, darse de bruces con lo Real lacaniano: con el fantasma que llena –y esto obviamente no lo sabía aún de Chirico- la fractura nómada de un sujeto fragmentado y poliédrico.
Y dos –la segunda temporalidad- es aquella que surge del compuesto de imágenes-iconos que forman el fondo del espacio. Imágenes por todos conocidos -Elvis warholianos, madonas leonardinas, etc- inciden en el hecho de que el campo fenomenológico de la conciencia no es tan pura como suponía Husserl sino que está ya dada y fijada en un espacio-tiempo concreto, en una estructura donde los deslizamientos –políticos- respecto a lo que es decible, pensable y visible surgen como agenciamientos en el campo topográfico delineado por nuestras actuales imágenes-mundo.
Si Susan Buck-Morss sostiene que “el mundo-imagen es la superficie de la globalización”, que “esta imagen-superficie es toda nuestra experiencia compartida”, los lienzos de Lalanne llevan a cabo un trabajo de ficcionalidad casi perfecto donde aquello que se da a la vista es una porción de este campo –cada vez más libidinal y cada vez más fragmentado- donde son hacinadas nuestras posibilidades de experimentación.
El fuera de escala de estas imágenes-iconos remiten no ya a lo traumático-real acuñado por Hal Foster como teleología compartida por las estrategias del arte contemporáneo desde mediados de los ochenta –es decir, no se trata ya de socavar la superficie-imagen, de traspasar lo Real fantasmagórico al que antes hemos aludido-, sino que remiten a que es ahora lo aberrante, lo desfigurado, lo que puebla nuestra campo social. Sí, un poco kitsch, pero ese es nuestro mundo: ahí donde todo se da ya como espectacularidad, como consumido en espera de otro deslizamiento orográfico.
Por último, el artista tiene la sapiencia necesaria como para insertar figuras humanas dentro del espacio y hacerlo como simple siluetas, como productos devenidos como mero efecto de superficie. No es ya la ironía que Baudrillard veía destilaban los objetos (objeto-imagen en este caso), sino que, en este juego de referencias múltiples, el sujeto es un fantasma de su propia especulación –un reflejo en el espejo de la significación- y para quien solo el lugar vacío, la ausencia, le estructura de alguna manera.
Así, y concluyendo, no hay redención posible ni tampoco ninguna estética de la alegoría –el pliegue representacional se ha cerrado y ya solo es posible la emergencia de un sentido como fantasmagoría del sinsentido en el mundo-imagen.
Si el trabajo de la ficción es, en último caso, la resistencia, ésta vendría dada en los lienzos de Lalanne como silencio espectral donde ni siquiera la melancolía es permitida. “El arte está condenado a un enmudecimiento desamparado”, dirá Adorno. Quien le iba al déspota zizañero decir que este mutismo sería la sombra espectral lanzada desde el simulacro de un mundo-imagen. Pero, sin duda, es el penúltimo paso: el siguiente será el crack de estas imágenes-mundo profetizado por Virilio y la desaparición de, incluso, nuestra tétrica sombra. ¿Hay ficción que pueda soportarlo? Esa es la pregunta de nuestro destino y hacia donde apuntan los ‘escenarios’ ficcionados de Lalanne.
Si se cifra de surrealista su trabajo, solo cabe aceptarlo en el sentido etimológico y francés de 'sobre-realimo'. Y es que sus escenarios son eso: una ficción sobre lo que realmente cubre el entramado al que llamamos realidad.
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