D-L ALVAREZ: GALERÍA CASADO SANTAPAU (hasta 11/06/11)
JON MIKEL EUBA: GALERÍA SOLEDAD LORENZO (hasta 04/06/11)
Las prácticas artísticas actuales, muchas de ellas, pese a saberse de memoria la diatriba a lanzar contra el demonio del espectáculo, no hace sino consignar su beneplácito con la lógica distributiva de las imágenes-mercancía. Adheridos aún hoy en día a estrategias de diversificación, desplazamiento, fragmentación, decantación, etc, cualquier pulido en la imagen perteneciente al imaginario colectivo –cualquier imagen-flujo filtrada en la mercadotecnia libidinal del merchandising que colapsa el mundo- es rápidamente asignada como obra de arte.
Algo más –mucho más- hay que pedir a un arte que si algo ha de procurar es crear una diferencia en la lógica de la mercancía. Repetir juegos de diferencias en la propia imagen, operar por velamientos y fracturas, no consiguen de ninguna de las maneras una distancia capaz de inmiscuirse como efectiva diferencia.
Aunque esta crítica surge al amparo de la exposición de D-L Álvarez en Casado Santapau y de Jon Mikel Euba en Soledad Lorenzo, sin duda alguna son muchas otras las exposiciones que llevan a cabo esta tosca inferencia entre lo que se le pide al arte y aquello que ofrece.
Quizá la coincidencia temporal de ambas haya dado la oportunidad para debatir las cualidades ontológicas y performativas que muchas prácticas artísticas proponen como arte.
Dentro del pliegue rizomático en que ha devenido la topología postmoderna de última hornada, en la implosión autoreferencial en que ha devenido el régimen escópico de lo hipervisible, lo cierto es que muchas prácticas artísticas abogan por lo contrario: por contradecir la supuesta economía de la abundancia en que parecen nadar las imágenes y hacer alegato a favor de lo invisible o, como poco, de la delgadez semiótica de la que adolece la telerealidad. Así, del “lo que se ve es lo que hay” de Stella hemos llegado a, como quien dice, “lo que no se ve es lo que hay”.
Si la visualidad se encuentra actualmente en el punto de mira de muchas prácticas artísticas que parecen querer situarse, por elevación, en las lindes de los Estudios Visuales –o Cultura Visual, aquí no podemos entrar en debates- lo cierto es que es la tan cacareada pureza de lo visual lo que en estos momentos goza del privilegio suficiente como para ser diana fácil de muchas discursos artísticos.
El enfoque no es en absoluto fenomenológico –nada o casi nada se cita a, por ejemplo, Merleau-Ponty y sus estudios del campo fenomenológico orientado a lo visual- sino que es la genealogía foucaltiana la que se ha alzado con la preeminencia metodológica en cuanto a trazar un enfoque crítico con solvencia en relación a hacer emerger los procesos de poder inscritos en cualquier imagen.
Así pues, la imagen entonces es lo que está en entredicho, lo que hay que pulir hasta llegar al quiasmo paradójico de su no-visión, de su emergencia como dispositivo de ultra-control. El arte, en el privilegio que él mismo se da, realiza el tour de forcé de poner en el disparadero los modos privilegiados de darse de la visibilidad y realiza una crítica –política y social- asentada en denunciar aquel entramado –dispositivo- del que él mismo se sirve para llevar a efecto su deseada muerte por triunfalitis.
En definitiva, el arte parece tocar la misión que para sí tiene el análisis cultural y se afana por examinar cómo el poder se inscribe de diferentes maneras en y entre zonas de cultura.
De acuerdo con esto –pensamos- estaría Brea y sus disquisiciones acerca de un arte que no goce de privilegio epistémico alguno en relación a cualesquiera otras prácticas culturales inscritas sin remordimiento alguno como crítica al régimen escópico-disciplinario puesto en juego en cada tirada de dados –en cada, como quien dice, acto de ver.
En donde –seguimos pensando- no estaría demasiado de acuerdo es en seguirle el hilo a estas prácticas artísticas tan en boga que, lejos de propiciar un acto de resistencia frente a lo institucionalizado por las redes panópticas de génesis de la imagen, lejos de propiciar un desplazamiento de los códigos dominantes comunes y apostar por la emergencia de códigos alternativos, se contentan con memas transformaciones de la imagen para, desde ahí, instaurarse, ellas también, como legalidad bien fundamentada y asentada en la crítica ‘al sistema’.
Si Judith Butler, por ejemplo, ha contribuido a la elasticidad del significado y a su más que posible modificación, pareciera que el despiste –o caradura- en esto del arte le ha tomado el brazo cuando solo se le daba la mano para darse por satisfecho con inquirir viejas estrategias de desplazamiento y metáfora, de ruptura y discontinuidad, para proferir la más que cantada sonata al despropósito y a la empalagosa repetición.
Tirando de esa elasticidad que propugnara como decimos Butler, el artista semiótico-visual se afana en crear rupturas de discurso –de visibilidad- dentro de la imagen que él mismo propone para, supuestamente desde ahí, y haciendo uso de como bien dice Rancière, una continuidad entre el efecto y la consecuencia que por de pronto rompe con toda la carga de liberación y sorpresa con que siempre ha de cargar el arte, dar por cantado el efecto perseguido: un esteticismo fragante que le hace valedor insospechado de entrar de lleno en el régimen de lo novísimo en que aún parecen querer encaramarse algunos artistas.
Siguiendo a Boris Groys, este arte pareciera disimular tan bien el desvelamiento de la sospecha que, al tiempo que lo lleva a cabo, la trae para sí y se adueña de ella para erigirse en imagen enternecedoramente tierna: si me dejas un pedacito de gloria, yo prometo no arruinarte, pareciera susurrar la imagen-arte a la imagen-mundo.
Nada que testear, nada que desvelar: la mediación que llevara a cabo Adorno entre mímesis y racionalidad según la cual “en el conocimiento discursivo la verdad se encuentra desvelada, pero a cambio él no la tiene” es reducida aquí a su mínima expresión: la apariencia en la reconciliación que media entre las dos remite al triunfalismo de la economía del simulacro que reparte sus dones siempre y cuando le sigas el juego a la profusión de la imagen y no desveles el truco. El arte capitula frente al poder maquínico del signo-imagen y se contenta con arrebatarle un pedacito de su poder con el que conseguir ponerse de puntillas y proclamar el triunfo de su (sic) descaro.
Su apariencia, entonces, no se postula como el grito desgarrado del sentido en medio del sinsentido, sino que se vale del sentido –de la ergonometría de la telepresencia- para, por medio de una fragmentación archisabida, de una decoloración insustancial o de una velación iconoclasta- instaurarse como meta-sentido, como utópica salvación que surge del efecto también archiconsignado que media entre estrategias artísticas ya probadas desde la emergencia de las primeras vanguardias.
Si Benjamin sentenció la funcionalidad del arte como eminentemente política a raíz de la reproductibilidad de la imagen, es ahora, cuando la imagen se solapa con su materialidad efectiva, cuando soporte e imagen coinciden en la telepresencia del pixel, cuando el arte parece no querer darse cuenta de lo que se le avecina –de sus por fin esta vez sí verdaderas potencialidades- para seguir siesteando en el burladero de lo archibanal, para continuar su masturbatorio ejercicio de lo fragmentario y lo desplazado: la genealogía de un desafuero, la desnudez de una praxeología como carta de ciudadanía para con cualquier imagen.
La imagen, cualquier imagen, surge como entramado de lo visible y de lo no-visible, de lo decible y lo no-decible, de lo posible y lo no-posible; pero no para que el arte realice la impostura de crear un nuevo aura, una nueva mediación fetichizadora, para –en una palabra- situarse en la distancia cero del espectáculo, sino para desplazar las dicotomías, contraefectuar un movimiento –por mínimo que este pudiera parecer- y transformar las fronteras.
Y es que sin estos condicionantes la imagen-arte, anestesiada en las potencialidades que pudiera recoger de la temporalidad habida cuenta de su identidad con el régimen disciplinario de exhibición/producción, habida cuenta de que juega en el mismo campo de juego y que anunciar y denunciar no subvierten en absoluto la economía del hipercapital sino que más bien la aceleran en su velocidad límite, queda atrofiada en la saturación de la pantalla a manos de la mismidad más siniestra.
Por muchos velamientos, por muchas fragmentaciones que se hagan en el espacio-lienzo o en la superficie-fotografía, el juego es siempre el mismo: el acercar el objeto al exceso de su representación –siquiera sea está la cara oculta de una misma moneda- para realizar otra tirada de dados, otro efecto de exhibición/distribución a expensas de aquello institucionalizado como ‘campo artístico’.
En palabras de Guillermo Yañez Tapia, la situación toma tintes de perogrullada: “lo ontológico de la superficie en el arte apunta siempre a la falta, a eso que nunca alcanza a ser representado, eso que se escapa, en su trascencia, la posibilidad de ser dicho. Se trata de rodear lo Real lacanianao para nunca ser puesto en la representación y decir que en eso que no está se ubica lo realmente representado: la nostalgia por lo no capturado en su distancia”.
Y es que la modernidad –donde estamos pese a quien pese y hasta nueva orden- es eso mismo: crear la distancia suficiente, via autoreflexividad, para permitirse el lujo de una crítica que, en un giro paradójico, la decapite.
Pero, y temo repetirme, la serialidad trastocada, lo azaroso de una disposición que recorte la imagen o la fragmente, lo estocástico de una ausencia elevado a sublime-irrepresentable, las técnicas –tan caras en ciertos ambientes- del velar o del rasgar, del neo-fetichismo de lo ya aclamado como válido, no supone en ningún caso la posibilidad de una nueva rememoración, de un ya-sido con el que el artista enfatice los rasgos de una nueva interpretación con el que delinear un nuevo darse en el futuro.
¿No será entonces que el arte, para su triunfo, para su seguir en la brecha, necesita las más de las veces incardinarse de lleno como nueva relación postmedial –en su calidad (como sostiene Jameson) de ya no pertinente-, como nuevo alegato a favor del espectáculo? Porque, si recordamos las palabras del propio Debord, “el espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre personas mediatizadas por las imágenes”.
Qué el arte apueste por crear un cortocircuito en la redes distributivas del contemplar y se afane en hurgar en los dispositivos que permiten visibilidad, que se dé cuenta de que la postulación de un imaginario nuevo ya no puede venir por la vía de la criticidad inmanente –en el sentido de un tiempo bien consignado- sino que ha de trabajar en las condiciones de un tiempo implosionado en el interior de la misma imagen, es hacia donde debe apuntar un arte que no se contente con efectistas juegos de manos con los que ofrecernos un doble de aquello que ya tenemos y que nos ofrecen las perfectas máquinas disciplinarias.
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