(artículo publicado en la revista El Bombín Cuadrado, nº7:
Lo siento pero, ya está visto: nadie puede ya alegrarme el día. Ni este ni ninguno de los futuros. Siento ser tan tajante, tan tosco en las conclusiones. Pero las cosas son así. No sé si demasiadas nenas pero sí que demasiadas alegrías. Sí, demasiadas alegrías, ese es el problema.
Alegrías de andar por casa, claro. De plexiglás, celofán y piñata. Pero alegrías al fin y al cabo. Un golpe seco y preciso, y el festín de la felicidad y de la alegría cae sobre nosotros esparciendo su buenrollismo. Todo va dabuten, parece ser el lema de nuestra época líquida y, por lo menos a mí, llega a hartarme.
Ya digo que siento ser tan pesimista, tan poco dado a la mandanga de la concelebración y a ir por ahí pidiendo favorcillos, pero es que uno ha intuido hace ya tiempo que el horror y la tragedia es nuestra destinación más plausible. Y, claro está, con convicciones como esta, no se puede llegar muy lejos.
Y, es que, convendrán conmigo en que lobotimizados como estamos, hemos adquirido la extraña habilidad de sacar felicidad y alegría de cualquier situación que se de en el secarral invertebrado en que se han convertido nuestras vidas, tan planas como una de esas pantallas en que –verdaderamente- acontece nuestra vida.
¿Quién no ha asistido -por poner únicamente un ejemplo, pero del que sabremos sacar todas las conclusiones que haga falta- a una de esas veladas soporíferas y de duermevela donde, de repente, uno de los amigotes más enrollado, como un forajido de leyenda, no se le ocurre otra cosa que sacar su móvil y plasmar el fiestón en imágenes para que el recuerdo no se pierda, no se diluya en la anda de la que nunca debió haber salido?
La cosa entonces ya cambia, de la sosería cadavérica generalizada, de la boludez testosteronoica o la sinsorgada gineceica, se pasa sin dilación al esperpento de los caretos, de las muecas retorcidas y al comadreo de los coleguis.
Pero queda lo mejor, claro está. Al día siguiente, obviamente y ya cuando la obsolescencia del domingo resacoso llega a su cenit, al colega de turno no se le ocurre otra cosa que subir las instantáneas a feisbuk y tuiter, enviarlas y reenviarlas, ponerlas en su perfil, etc.
Que se vea, que se note. Ya no vale con fardar e ir de alardeando de vida social. Ya todo tiene que ser registrado y –más importante aún- enseñado, mostrado en una vorágine de imágenes donde nuestro ‘yo’ queda fagocitado y fragmentado en una red ad infinitum de imágenes donde, obviamente, es el fantasma lo único capaz de llenar los vacíos siempre deslizados que provoca la hipertrofia de una biografía que, siguiendo la idea de Paul de Man de una autobiografía como “desfiguración”, es ahora llevada al paroximso de una ciberrealdiad donde nuestra alegría y felicidad es constantemente producida como efecto virtual de superficie.
Hiperconectividad: esa es la palabra que define ahora el ansía por perseguir el secreto de la felicidad. Alégrame el día, pedimos. Pero no ya a ninguna nena, sino a nuestra identidad cibernética. En el juego de espejos en que ha terminado por remitir la fantasmagoría del simulacro postmoderno, la felicidad es cuestión de tuits y seguidores, ni más ni menos. Si la profundidad es tan nimia, tan fácil –y tan difícil al mismo tiempo- de rasgar la membrana de la teleinmediatez, es porque las satisfacciones que devuelve están medidas a la perfección por la economía del simulacro libidinal: mínimo de esfuerzo para un máximo de recompensa. Una mueca a tiempo, una charanga a la hora justa, y toda una cita quedará marcada por el aura indeleble de lo superdivertido.
Alégrame el día, claro, pero no ya a ninguna nena, sino a nuestro onanista sentido de la telepresencia. Para ello, obviamente, solo un requisito: eliminar las barreras entre vida privada y vida pública. Porque uno, como dijo Debray, se museografía en vida. Porque uno es un zombi, un muerto viviente para el que no existen más que dosis de cibersatisfacción. Nuestra memoria por tanto dura lo que dura el instante en que tarda en llegar la siguiente instantánea. Nada somos más que una repetición de falsos posados, de robados donde nuestra vida se diluye en la mirada de ese otro que ya nada tiene de psicoanalítico.
Nada de construcciones sintomatológicas en busca de un vacío estructural; nada de espejos donde el ‘je’ y el ‘moi’ se remiten a la mirada siempre justiciera y dogmática del otro. Nada tampoco de miradas que abren el campo hermenéutico del sentido a una radical otredad. Nada, nada. Ahora, la mirada cínica que Baudrillard profetizó nos devolverían las mercancías, se ha tornado en la mirada de unos gadgets que nos redimen de nuestra falta de sustrato existencial.
No ya solo que los objetos nos devuelvan su mueca burlona, sino que les necesitamos hasta tal punto que somos capaces de diluir todo nuestro campo empírico en un conjunto de interacciones entre circuitos de chips y byts. Ahora, y tomando a Sartre un poco por los pelos, no es que el infierno sean los otros, sino que el infierno se ha convertido en una pantalla dáctil, hiperplana, donde navegamos en busca de nuestra píldora indolora de alegría y satisfacción comedida. Querer ser: ese es nuestro mayor deseo. Y ahora, gracias a la tecnología, eso está al alcance de –nunca mejor dicho- la mano.
Total y resumiendo: que quien tenga vida privada es que es un pobre infeliz, un carca demodé. Porque ahora lo molón es que todo quisqui, el amigote que no ves desde la primera comunión, tu ex novia, el ligue de yo que sé cuando, tu jefe, tu madre, tu padrino, ... hasta tu confesor, vean lo guay que eres pasándolo teta y desbarrando en ese garito tan chulo.
Porque viviendo en un mundo pixelado y dromotizado, la felicidad queda adiestrada en la tiranía de la imagen instantánea: ahí donde no cabe otra cosa que el recurso a la pose de gala, a la simulación del enrollado y a la mueca graciosa por antonomasia.
Y es que hoy en día la alegría y felicidad, si no se consigue de una forma se consigue de otra. Y el ciberespacio es el contenedor privilegiado de la hipersatisfacción en tiempo-cero. Hoy en día no es ya nuestro cuerpo –nuestros gestos- los que hablan de nosotros, sino que es la ciberpresencia –esa extraña presencia poliédrica y siempre en fuga- la que nos define en nuestra substancialidad. No ya el ‘tener’ por encima del ‘ser’, sino el ‘simular’ por encima de todas la cosas.
Los dispositivos de producción de subjetividades, perfeccionados en relación directa a la capacidad de fluir del capital-libidinal, han ideado la maquinaria capaz de reterritorializar todos los flujos y realizar un agenciamiento a escala global: el tiempo es global y, como en un live retransmitido a los cincos continentes, nuestra vida –nuestra felicidad- se cuela entre los intersticios de una hiperrealidad que llena cada vez más ámbitos de producción humana.
No ya entonces la cámara fotográfica, sino los dispositivo infográficos asociados a cualquier cachivache –gadjet- se han convertido en los dispositivos que mejor definen nuestra época. La gadjetomanía, el furor que desde siempre ha hecho estragos entre los adolescentes, es ahora la pandemia de una sociedad entera: adolescentes de traje y corbata, eternos “peterpanes” que rondan la cincuentena, todos ansían disponer del último artilugio capaz de hacer de todo.
Esta despersonalidad a la que hemos aludido y que permite la ciberrealidad, es perfecta para unos cuerpos –los nuestros- que tienen en su disciplinamiento su razón suficiente. Así, la nanotecnología se ha convertido en la panacea del capital. La mercancía-fetiche ha quedado desfragmentada en objetos capaces de almacenar cuanto más mejor. La catexis es entonces rizomática: no se da en una secuencia temporal lineal, sino que lo que permite el gadjet es estar conectado en varios frentes –es decir, ser atravesado por diferentes flujos informacionales y libidinales. Es decir –otra vez más- ser mapeado con mayor perfección, con mayor adiestramiento; hacer del sujeto una máquina hiperafectiva capaz de sintonizar cualquier campo de baja intensidad para sobrepotenciarlo de inmediato.
En un mundo sobrecodificado y desideologizado, la profusión de los afectos se torna en eje fundamental sobre el que se levanta la economía del hipercapital. Los afectos, entendidos ya en su telepresencia como consumidor, deja el campo libre y abonado para la emergencia del siguiente nodo. Así, el neobarroqusimo postmoderno no es más que esta hipertrofia de los discursos a manos de la sobrecodificación de los afectos.
Pero, sin embargo, el secreto –la clave de su éxito- no es tanto lo que puedas almacenar –una colección casi infinita de imágenes-afectos-, sino la facilidad con que se nos permite borrar –deletear- los archivos. Así los gustos, las modas, la información, la memoria, queda adiestrada en la tele inmediatez de lo ya-desde-siempre-caduco. Lo que acontece no dura sino un lapsus infinitesimal. Porque, a fin de cuentas, ¿de qué vale una alegría si no es rápidamente intercambiable por otra?
A este respecto, Fontcuberta comenta en uno de sus últimos libros cómo la eliminación del tiempo de espera a la hora de consumir la imagen –tiempo de la espera de revelado- ha invertido muchos de los conceptos teóricos de la fotografía y –añadimos- de la metafísica de la presencia. Nuestro mundo, habida cuenta de que descansa impertérrito en la escenificación instantánea de hiperafectividad y considerando que, obviamente, el sentimiento necesita su tiempo de espera, su ralentí, es entonces la plasmación en megapixeles la prueba de fe, el callejón sin salida que permite una efusividad a velocidad límite.
Todo lo hasta aquí dicho no es, obviamente, nada nuevo: la felicidad, la alegría, siquiera toda sentimentalidad o emotividad, no es otra cosa que una cuestión política. A este respecto, uno de los conceptos claves de la Estética moderna -el recorte delo sensible que Rancière sitúa como concepto clave en su reflexión- no es más que eso: un concepto que recoge para sí todas las relaciones de poder que se dan en el adiestramiento efectivo de una mirada.
El campo de acción, aquello definido una vez que se ha operado el corte limítrofe entre lo visible, lo decible y lo posible, no es más que un efecto del juego de ficciones que se dan entre diferentes políticas: la política de, por decirlo así, el capital y la política estética. Esta última, construida sobre el trabajo de la ficción, cabe entenderse como un trabajo de demolición, de fragmentación y resistencia ante los embates sin concesiones de los flujos de capital a velocidad límite.
Es aquí, en la mediación entre ambas políticas, donde la técnica tiene un papel capital. No quisiéramos entrar en la problemática hasta el fondo, pero sí que es urgente –urgente como lo ha sido en los últimos doscientos años- percatarse del poder omnipotente que la técnificación está teniendo en nuestra vida. Y es que, si bien como decimos, esta preocupación por la preeminencia de la técnica viene ya de lejos, es ahora cuando ya por fin ha entrado en su punto límite: el de llegar a postularse como garante único de la felicidad y alegría del humano. Es decir, esa ahora cuando la felicidad –con todos sus condicionantes éticos- es una cuestión de técnica.
La técnica se ha inmiscuido ya en el terreno de lo invisible para erigirse en estandarte de la ciberfelicidad, una felicidad de usar y tirar pero que nos es superútil en nuestra aclimatación al medio, que es –todo sea dicho de paso- la única que somos capaces ya de imaginar-soportar.
Benjamin fue el primero en percatarse de que la importancia de la técnica venía de la mano de ser capaz de captar aquello que se escapa a la vista. Esa capacidad de ver lo invisible hacia reconsiderar al arte y tomar su función política en serio: reconvertirse en ejercicio de resistencia ante las estrategias políticas de disciplinamiento de la mirada.
Que esta emergencia de lo político en el arte a manos de la recién estrena técnica –en su caso la reproducibilidad técnica- la viese Benjamin de modo positivo, no deja de ser una mueca, un guiño a los poderes del capital que nos han arruinado en las últimas décadas. Pero con el correr de los años la nanocámara fotografía, el móvil de quinta generación, se ha convertido en el mayor arma política de la historia: distribuye felicidad ahí donde más se necesita.
Si, como decimos, Benjamin supo ver la importancia de la técnica al ser capaz de captar lo invisible, ahora la cámara –los dispositivos infográficos en general- son capaces de plasmar el aura magnética de un tiempo, el nuestro, que tiene en su cualidad de efímero su mayor potencialidad. Así, tales dispositivos actuales de imaginería social –y no quiero ya pensar en los que vendrán- reterritorializan para sí todo el caudal libidinal ganado ya para la causa de la fluidez total.
La felicidad postmoderna, para ir concluyendo, es eso: la unión de lo hiperreal, de todos los afectos en su obscena inmediatez. Alégrame el día, nena: nuestros días no buscan satisfacciones mediatas, sino que la inmediatez ciberafectiva es su ahora ritmo único.
Si supiésemos que, y tomando otra frase célebre de película, nuestros recuerdos se disolverán como lágrimas en la lluvia, quizá no haríamos tanto el chorra y el pasao, y dejaríamos de compulsivamente practicar la antropofagia con nuestra biografía. Pero así somos y así estamos hecho: siempre una pulsión, un golpe de libido ansiando satisfacerse, un hueco por donde asoma el horror a deshacernos, un terror a no poder soportar tanta memoria.
Sí, decididamente, mucha más alegría y felicidad me proporciona mi blackberry que cualquier nena dispuesta.
Me ha encantado este post!
ResponderEliminarIntimidad Romero