JUAN ZAMORA: REPLAY(DESDE LO MUERTO)
GALERÍA MORIARTY
Si hace casi tres años Juan Zamora sorprendió con su primera exposición en Moriarty, aquella titulada “Cuando aire y nubes”, en esta ocasión, bien se puede concluir que, como suele decirse, ha venido para quedarse. Y no es que su largo ya currículum le haga merecedor de una consagración definitiva, sino que esta su segunda exposición deja perfecta constancia de una madurez y una seguridad que, si anteriormente desconcertaba un poco, tres años más tarde ha resultado ser una realidad absoluta.
Y es que, si se quiere, todo en él pudiera desconcertar un poco: su inusitada juventud, su estética infantiloide, su pareciera influencia de unos cómics de los que cuenta no haber leído gran cosa,… En fin, quizá sea que solo de lo inclasificable puede esperarse algún aliento de vitalidad.
Su obra se articula en torno a dos ejes: si por una parte es dibujo lo más recurrente de su trabajo, por otra es la utilización de pequeños artilugios infográfico (gadjets), lo que dota a su obra completa de una movilidad extraña, de una virtualidad animada que, junto a una estética como decimos cercana a lo infantil, crea escenas que conjugan lo inocente con lo perverso, lo virginal con lo grotesco.
Otra vez es lo desconcertante lo que actúa de detonante principal en toda su obra: esos dibujos, diminutos, minúsculos incluso, cobran una extraña vida donde lo virtual se conjuga con la siniestralidad más explícita. Así, el arquetipo infantil no es más que un señuelo, una trampa donde la mirada adulta cae para, poco más tarde, sentirse expulsada, zaherida en es obtuso gusto controlador del que todos, en mayor o menor medida, hacemos gala.
Porque, ¿no es ese el gran triunfo de Juan Zamora, el desacoplar una mirada que, enfrentándose a lo minúsculo de la infancia, juega su baza ganadora desde el principio? La conceptualización, la objetivación o tematización, todos esos epítetos más o menos grandilocuentes que conforman los estadios triunfantes de la razón, son desanclados en manos de unas extrañas criaturas, mitad reales mitad fantasmales, que nos enfrentan a una realidad invertida y sedimentada bajo el peso de la cotidianeidad más gris.
Así, partiendo del día a día, Zamora crea una especie de ínterin, de distancia donde emerge lo siniestro, lo olvidado, lo traumático incluso. Si en los años ochenta el arte obsceno quiso romper la pantalla-tamiz a base de juegos escatológicos o de regresión a la infancia, ahora Juan Zamora reactualiza dichos primados teóricos desde una vertiente novedosa, donde el trazo rápido y la digitalización gráfica confluyen en una estrategia que trabaja para dejar paso a lo inconsciente, a lo accidental, a esa corriente subterránea que transita debajo de nuestra mirada yoica y dogmática.
Pareciera entonces que más cercano que a los consabidos cómics es a la escritura automática hacia donde habría que dirigirse para hallar los propósitos de su arte: acabar con la dictadura del ‘yo’, de lo archisabido al primer golpe de vista. Y para ello, nada mejor que dejarse llevar por los automatismos de la creación para llegar al fondo de la realidad. Quizá por ello, como ha confesado en alguna que otra entrevista, Zamora trabaja cuando está ya cansado del día, por la noche, cuando las conexiones con la realidad circundante son más débiles, es decir, cuando los fantasmas empiezan a cubrir nuestras experiencias.
Para esta su segunda exposición en la Galería Moriarty, Juan Zamora ha dejado un poco de lado su peculiar trazo infantil para plantear una exposición que tenga en la noción de bucle infinito su razón de ser. Como en la anterior, la sala entera funciona como algo más que como simple contenedor: paredes, suelo y escaleras, conforman una topografía de lo anecdotario que, en su conjunto, viene a resolverse en una instalación conceptualmente lograda y expositivamente contundente.
Tomando como punto de partida la naturaleza, Zamora hace hincapié -del mismo modo naif que marca el desarrollo de su obra entera- en los ciclos y actos repetitivos que estructuran nuestra existencia. Para ello, obviamente, Zamora se distancia del concepto normativo de lo bello natural para acercarse, eso sí, a la naturaleza como ámbito y espacio de contemplación y libre de fines. Lo repetitivo, lo azaroso, lo accidental incluso, vienen a sumarse para crear una atmosfera donde el extrañamiento de lo hiperconocido, la propiedad de lo impropio, funciona como detonante.
La premisa idealista de que solo como imaginación del arte produce la naturaleza necesariamente su apariencia estética, Zamora la transforma justo a su medida: la naturaleza como vestigio interior desde donde proponer una contemplación, estética obviamente, de los círculos y bucles, repeticiones maquinales y perversas, desde donde hacer emerger una subjetividad, la nuestra, enferma y traumática.
Como puede verse, si los fines son los mismos -proponer lo oculto de una construcción que pareciera ampararse en la racionalidad de lo seguro-, los medios son substancialmente diferentes: no ya lo siniestro de la inocencia, sino la repetición pulsional de cualquier instancia donde lo humano sea apelado.
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