RAQUEL PIZARRO: PRÓTESIS DOMÉSTICAS
GALERÍA RAQUEL PONCE: 01/03/12-04/04/12
Ciertamente que uno de los cambios más palpable en esto del arte contemporáneo en relación a otro –que pudiéramos llamar arte romántico- puede quedar consignado en la impronta fenomenológica, hermenéutica, que la práctica artística ha ido tomando a lo largo de las últimas décadas. Como prueba, como suele decirse, un botón: eso de la insustancialidad de la obra artística, eso tan de Schopenhauer de cifrar prácticas artísticas -como bien pueda ser la arquitectura- como de escaso valor habida cuenta de la materialidad física con la que trabaja, se ha dejado atrás para valorar cada estrategia artística según la apertura de sentido –político y disensual- que genere.
Es en este sentido donde se opera el pequeño milagro de comprender la arquitectura como una de las prácticas artísticas más en sintonía con la lógica del sentido que se desprende del propio acto de existir. Y es que si bien es cierto que desde épocas pretéritas la arquitectura remitía a la economía de la sociabilización del sujeto y a la lógica del poder, también es cierto que poco a poco se ha tornado en la práctica más consustancial con el propio acto vital de habitar como producción –eso tan Ilustrado- y generación –eso tan de última moda- de la vida misma.
Pero si bien puede decirse que poco a poco hemos ido dejando atrás la palabra-clave ‘producción’ por la de ‘generación’, es consecuencia palpable que conceptos como esfera pública o ciudadanía han venido a sumarse desde un lugar privilegiado en los discursos políticos y estéticos más en boga, merced a los cuales la arquitectura es comprendida como una práctica de primer orden. Y es que ahora no se produce sino que se genera: todo queda al amparo de una lógica interdisciplinar e intersubjetiva amparada en los flujos rizomáticos y nodos libidinales (en su versión marxista-freudiana), y en las huellas históricas de una conciencia que se des-vive en una memoria siempre coagulada de tiempo ya-sido (en su versión más fenomenológica y deconstructiva).
Así las cosas, la arquitectura ha devenido la práctica clave para toda praxis preocupada en reflexionar sobre los procesos de formación tanto de la subjetividad como de la esfera social. Apelando a un lugar intersticial que tan pronto toma para sí la fisicidad de los elementos y la ergonomía de las formas, cómo torna para comprenderse como lugar del que parte todo habitar humano, toda comprensión de la historicidad propia del humano en ese trenzarse continuo de pasado y de futuro.
Bien puede decirse entonces que si hay un lugar donde quede cifrado la temporalidad extática del humano, esa es la ciudad; si hay un lugar donde la sociabilidad del humano engarce con sus preocupaciones más íntimas, esa es la ciudad; si hay un lugar donde pueda postularse bien a las claras esa utopía ilustrada de la esfera pública como construcción dialógica, esa es la ciudad.
Es esta doble cualidad de la arquitectura de remitirse a los procesos más subjetivos y domésticos como a las lógicas del habitar más social, lo que forma el núcleo discursivo de Esther Pizarro en esta su cuarta muestra en la Galería Raquel Ponce. Así, si el material de trabajo de Pizarro ha sido siempre la ciudad, el topos sobre el que el humano desarrolla su vida y teje sus relaciones más existenciales, en esta ocasión Pizarro presenta una serie de obras donde reflexiona acerca de las relaciones entre el espacio público y el privado, sobre el habitar del ser humano en ese lugar intersticial que, remitiendo a ese doble carácter de doméstico y público, ha de quedar vinculado a un aspecto de prótesis, de frontera rarificada entre ambas instancias.
La ciudad, uno de los ejes discursivos del trabajo de la artista madrileña, se convierte en esta muestra en la estructura vertebradora que vincula la geografía interior del sujeto con la exterioridad de la sociabilidad. La ciudad como soporte, como sustrato histórico donde el sujeto va desmembrando sus existencias, se inserta en los elementos más domésticos del ámbito hogareño del sujeto para resultar en el experimento un palimpesto que mucho tiene de constructivismo desutópico, de rearticulación del sentido de lo social no ya como límite político de formas de ser aunadas por la comunidad disciplinada en el consensos de masas sino más bien como suma de nódulos interrelacionales, de mónadas con ventanales al ‘afuera’ en que queda lanzado todo existir público –es decir, social y político.
En ese ir y venir, en esa interrelación entre ámbitos, es la prótesis la figura que hace destacar Pizarro: prótesis encarnadas en estas piezas disruptivas y disfuncionales, como injertos que crecen por sí mismos, como tumores que rarifican ese ámbito fronterizo entre lo doméstico y lo público, entre el interior y el exterior.
Y es que la arquitectura, en ese lugar privilegiado en el que se encuentra, no ha de dar cuenta ya de utopías ni ha de cantar alabanzas a la posibilidad de una sociedad perfecta, sino que más bien ha de trazar el sentido, mostrarlo más que decirlo, en que se da un existir plenamente humano, en que se da la concordancia precisa entre su espacio interior y el exterior, entre una subjetividad íntima y personal y otra social y política.
Que el resultado sea una prótesis, un eccema en el tegumento de nuestras realidades más comunes, es una figura bien precisa y bien acertada para encarnar un existir en devenir, en construcción constante, que ha de atender a realidades enfrentadas y diversas, polimórficas y polisémicas, donde el habitar queda enfrentado desde un ‘yo’ a un ‘nosotros’ que ya no puede darse nunca como mera consecuencia de utopía social alguna.
Pero, en definitiva, siempre nos ha quedado eso: o seguir cantando las glosas de las utopías, tan convencionales y consensuadas todas, o lanzarse en pos de lo orgánico, de lo protésico, de un devenir y de un habitar más abierto a un sentido siempre en construcción.
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