MOMA: 26/02/2012-11/06/12
Desde que con tan solo 28 años –cuando en 1982 sus trabajos entraron a formar parte de la colección del museo- entrara en el MOMA por primera vez, hasta que ahora, ya con 57 años, la misma institución ha programado una retrospectiva de toda su obra, el nombre de Cindy Sherman no ha hecho más que incrementar su valor día tras día. Aquellas fotografías que allá por el año 1981 hizo para una serie ya mítica titulada Untitled Film stills han venido a sumarse a la pléyade de obras destinadas para la gloria, aquella reconocidas con un solo vistazo y repetidas una y otra vez, aquellas capaces de insertarse en el imaginario colectivo.
La serie, comprada en diciembre de 1995 por el propio MOMA por la estimable cantidad de 1 millón de dólares, y exhibida por vez primera en sus instalaciones en 1997 bajo el sponsor de Madonna, ha terminado por convertirse en la divina encarnación de las estrategias apropiacionistas en la era de la reproducibilidad técnica, y en hacer de dicha operación la forma precisa de diseccionar un mirar diciplinado y consensuado.
Comenzada en 1977, las 6 primeras fotografías de la serie –de las cuales las cuatro primeras, según confesión de la artista, entraban todavía dentro de una ensayo general- están ligeramente desenfocadas y muestran a una misma ‘modelo’ rubia. El siguiente grupo de fotografías está tomado en 1978 en la casa familiar de Robert Longo -a quien conoció en el Buffalo State College y con quién formó pareja hasta un año después- en Long Island. A finales de ese mismo año empezó a hacer fotografías en exteriores para terminar en 1979 trabajando en su propio apartamento (por ejemplo, Untitled Film Still #35). Los preparativos de un viaje con sus padres a Arizona (véase Untitled Film Still #48) le sirvieron para ampliar la serie, y los alrededores de Nueva York fue la última ‘escusa’ para terminar las 69 fotografías
Compuesta, como decimos, por 69 fotografías en blanco y negro y de medidas tan pequeñas como pueden ser 8,5 por 11 pulgadas, y enmarcadas todas ellas en un simple marco negro, la serie ‘representa’ a una misma actriz –la propia Sherman- disfrazada y fotografiada según los cánones de películas negras de los años 40 y 50 o de películas de serie B. Así, tomando para su propio beneficio las estrategias visuales de films –igual que más tarde hizo con los estereotipos de la televisión de los años cincuenta, de los avisos comerciales y de los filmes de horror- que si bien no se conocen –ya que no existen- sí que se reconocen, Sherman investiga la forma en que la mirada conforma la identidad de la mujer, el modo en que los clichés, la repercusión de una determinada imagen social de la mujer, estructura el mirar y el conocer de forma tan clara que las identidades –la de la mujer preeminentemente– quedan ya de forma previa designada como tal en relación con la visibilidad alcanzada por determinados dispositivos (televisión, revistas, cine, etc).
Las 69 fotografías conforman en su globalidad la imaginería visual asociada con la mujer, de forma que el hacer de Sherman apunta a un desbarajuste en esa relación, a un efecto de distorsión y de extrañamiento asociado con el hecho de que, si bien nada es conocido en cada fotografía, todo tiene ese raro ‘aire de familia’ que diría Wittgenstein capaz de desenmascararnos como adocenados mirones de lo archisabido: por mucho que queremos, por mucho que demos el pego, todos –nosotros también- ‘gozamos’ de una mirada adiestrada y robotizada, consensuada con el régimen general y ‘normalizado ‘ de la mirada, una irada que se recrea en el placer de lo conocido..
La supuesta actriz no es una actriz, es la artista, pero no por ello es un retrato, sino una réplica de un film que no-existe pero del que la artista se apropia para sacar así partido y esclarecer de forma tan sencilla los entresijos de la ‘mirada’ como construcción de identidad social. Es el extrañamiento, el misterio –incluso en ciertos planos contrapicados, lo que va tejiendo la red de conexiones merced a la cual damos por convenir, de forma harto sorprendente, como conocida a cada una de las imágenes. El efecto es por tanto de sorpresa: sumando desconexiones y suspensiones, haciendo del extrañamiento virtud, terminamos por convenir en conocer cada una de las imágenes, solo que con el estigma de haber confesado por el camino nuestra indulgencia más que pasmosa –y libidinosa- con los regímenes de visibilidad más convencionales y soportados por el sistema-visión.
El triunfo incontestable de Sherman es que en una misma serie aúna dos de las preocupaciones más importantes del arte contemporáneo que han convenido en articular el sentido mismo de la imagen: el carácter ontológico de ésta y la capacidad que aúna desde determinado momento para construir identidades. Es decir, es haciendo converger las teorías postmodernas en relación a la imagen con las preocupaciones identitarias más en boga en aquel momento (como pueden ser las de identidad sexual), la manera de hacer valer una estrategia como la del apropiacionismo como válida no sólo para revitalizar imágenes venidas del pasado, sino para interrogarse sobre los supuestos culturales sobre los que se erige una imagen como válida.
En relación con las teorías postmodernas Sherman hace evidente la contingencia y lo contextual, utiliza la repetición y la serie como constructor de significado, problematiza el valor de unicidad apostando por la copia, y se sitúa en un difícil intersticio entre la noción de autoría y la de creatividad. Y en relación con las nociones de carácter identitario, Sherman enfatiza los papeles femeninos culturalmente establecidos y marcados por la costumbre tal y como aparecen reproducidos en los medios de comunicación, realizando así una crítica a tales medios de masas y a la hegemonía de una mirada adiestrada. Es decir, si por una parte utiliza las nuevas capacitaciones que para la imagen tiene su ingreso en la era de la reproductibilidad técnica (ya que de ahí emanan todas las categorías de las teorías postmodernistas), por otra entra en liza con esa misma reproductibilidad infinita usada por los mass-media para criticar la visualidad generada por su uso en la era del capitalismo avanzado.
En definitiva, Sherman se sitúa como el último eslabón de esa cadena que conforma una línea fronteriza trazada de forma ya clara en la era de la reproducibilidad técnica para Benjamin o en la era de la mercantilización del objeto-arte en la era del capitalismo avanzado de Adorno. La ubicuidad de la imagen, su reproductibilidad infinita, la distribución generalizada… ¿van en la senda de una mirada más amplia y democrática o, por el contrario, es el fermento perfecto para que el poder despótico de la imagen-capital opere su mercantilización a escala global?
A colación de esta pregunta, es cierto que este poder que se sabe de la imagen-capital, ese poder que consiste en que cada uno ‘crea’ que mira y ve lo que ‘cree querer ver o mirar’, cuando muy por el contrario no se trata más que de miradas articuladas y adiestradas, entro allá a finales de los años 70 –justo cuando aparece la obra de Sherman- en una nueva era. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta esas fechas ya se pudo ver lo que hoy es más que palpable: que la sociedad del bienestar, esa entelequia utópica en que se basó todo desarrollo económico, no iba a ningún sitio sin una economía del ocio a gran escala, sin una lógica del espectáculo que llenase por completo las redes internacionales, sin la creación de una pantalla-mundo, una pantallocracia, donde cada ciudadano se comprendiese –y construyese su identidad-únicamente como espectador frente a una pantalla: solo siendo diana de los flujos catódicos, de los flujos libidinales de los que emana el aura mítica de la imagen-tiempo refulgiendo en el instante-siempre-presente de la pantalla, se puede tener disciplinada la mirada de un ciudadano para el que si no hay futuro, será por lo menos pertinente que haya un presente.
Así pues la obra de Sherman ha de incardinarse dentro de las contestaciones proferidas en relación a un poder que había sobredimensionado su operatividad exponencialmente a base de construir una serie de dispositivos socio-culturales y aunarlos para dar paso a una tecnificación de las subjetividades, un modelo de realidad consensuada en el espectáculo según la cual toda identidad es reflejo del disciplinamiento tecnológico hacia la que la conciencia mira en su autoproducción. Corolario principal de esta situación es que, de manera ya pérfidamente perfecta, las identidades no son ya reflejos de representaciones, sino que más bien son producidas por ellas. Producidas de forma fragmentadas, disruptivas, producidas como efectos de superficie, como mero simulacro de imágenes.
En esta lógica implícita en la economía de las imágenes-capital, el apropiacionismo utilizado por Sherman no tiene nada que ver, aunque destile de un mismo núcleo de resistencia estética, con las prácticas de Duchamp (recordemos su célebre L.H.O.O.Q.) o de Warhol: cada uno muestra la fuerza con que opera el exceso que siempre destila el capitalismo. Si a Duchamp le ‘basta’ con desenmascarar los mecanismos de valor de la obra de arte, si Warhol ya es capaz de vincular este ‘valor de culto’ de la obra de arte con la fantasmagoría de la mercancía, Sherman da una vuelta más de tuerca para remitir el valor de cambio que opera en toda transacción con la emergencia de una subjetividad totalmente adiestrada en el mirar que la ha hecho construir.
La apropiación practicada por Sherman no va en la onda de una reubicación contextual que ponga en cuestión la institucionalización del arte, no va tampoco vinculada con el desenmascaramiento del trauma del arte en su dependencia de las transacciones económicas, ni en jugar al cinismo postmoderno de hacer de esto virtud, sino que se inserta en la última conquista del mundo del capital: en ese intersticio que une y separa el ‘ver’ con el ‘ser-visto’, que construye según una mirada disciplinada incapaz por otra parte de hallar sentido completo y se contenta con la fragmentación, con el desplazamiento, con el simulacro de identidades nómadas que no tienen más remedio que hallar la distancia precisa en ese juego de espejos en que redunda toda relación dialéctica entre el ‘mirar’ y el ‘ser-mirado’.
Es precisamente esa distancia la que propicia el extrañamiento entre la ‘artista’ y la ‘modelo’, entre su identidad y sus disfraces, entre la imagen-fílmica y el no-existir de tal film, etc. Como toda práctica apropiacionista, de una parte muestra el dispositivo, hace patente el gesto que conforma la obra, y por otra apela al espectador situándole en un campo de visibilidad extrañamente conocido, situado en ese intersticio en que las relaciones entre visibilidad remiten a un juego dialéctico de enfoques y desenfoques.
En definitiva, el apropiacionismo de Sherman crea –en ese ir y venir de la mirada- la posibilidad de que el espectador se integre dentro de la imagen para descubrir que ese intersticio, ahí donde mediara la pantalla-tamiz teorizada por Lacan, es un lugar minado, un reducto conquistado de una vez por todas por las economías d la imagen y del espectáculo. Somos porque miramos y porque nos miran, porque estamos incardinado dentro de un régimen de exhibición donde nosotros mismos somos mercancía: la empollona, la golfilla, lo ama de casa….
O, también pudiera ser: el que va a museos, el que conoce la obra de Sherman, el que lee esta artículo, etc: todo juego de espejos, todo simulacro, todo mentira -como Madonna, solo que ella lo sabe, no finge, de ahí su triunfo radical.
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