MICHELANGELO PISTOLETTO.
GALERÍA ELVIRA GONZÁLEZ: hasta el 18/05/12
(artículo original publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=412)GALERÍA ELVIRA GONZÁLEZ: hasta el 18/05/12
A poco que uno se inmiscuya en las redes de la historia y el pensamiento surge un paralelismo, un ir de la mano entre el proceso que desembocó en la Modernidad y aquel por el cual, como profetizó Heidegger, el mundo se convierte paulatinamente, y hasta la implosión hipermediática, en imagen. En la intersección que media entre ambos procesos, son la técnica y la percepción que el sujeto tiene de sí mismo los dos grandes exponentes, los dos grandes ejes vertebradores sobre los que desarrolla la “moderna imagen del mundo”.
A este respecto, si la filosofía se convierte en arqueología, es solo en el momento en el que se comprendió que ambos mecanismos –técnica y representación del yo- son parejos y que, más que afianzar los poderes de una razón que se sabía ya embaucadora, mitológica e inconsciente, de lo que se trataba era de desenredar los momentos de confusión, los instantes de ignominia y de terror que han venido en resolverse en un escenario –el nuestro propiamente hablando- de alienación y de construcción de subjetividades como efecto de técnicas disciplinarias de vigilancia.
Y si aludimos a la arqueología como método filosófico es porque fue Foucault, no nos atrevemos a decir que el primero, pero sí que el que más lucidamente recorrió todos los vestigios de una historia que más que descansar en los macroacontecimientos, quedaba incrustada –y, como no, olvidada- en los márgenes de visibilidad, en las microhistorias y en una perversión del lenguaje y del poder que -como microfísica y como tecnología- produce y legitima un sujeto construido como efecto de ese mismo poder.
A estos efectos, la inclusión del sujeto-espectador en la escena de representación dio pie a la comprensión, merced a la técnica como posibilidad cada vez más perfecta de esta inclusión, del mundo como imagen y, de ahí, al proceso actual de la pantalla-mundo o de la videosfera global (Lipovetsky, Buck-Morris, etc.) desembocando en la emergencia de un ‘yo’ adiestrado en un poder comprendido ahora como espectáculo y en una mirada por completo alienada.
En el fondo, por lo que se ha apostado desde que Velázquez decidiese situar al espectador ahí mismo donde deberían estar los monarcas representados, es la inmanencia de la imagen, el hecho incuestionable de que las imágenes, más que representar, son. En este sentido, si el siglo es deleuziano, si la influencia de Berkely en el francés es más que patente, es porque lo que se ha seguido a pies juntillas en el proceso de la Modernidad –en el devenir imagen del mundo- es la sentencia que establece que “esse est percibi”, que solo lo percibido existe, que son los propios efectos de superficie que atraviesan al yo como bloque de deseo lo que conforma el acontecimiento.
Este intento, lejos de las proclamas vanguardistas de revolución y utopía, sumidos en un panorama artístico que ya empezaba a dar síntomas de frialdad institucional y de cansancio vital, apela simplemente a un poner sobre el tapete la capacidad del arte de confabularse con la vida para crear así un todo conciliado. Para ello entonces se apela a los elementos más básicos y más triviales, a la naturaleza y a lo orgánico. El gesto de Pistoletto hay que entenderlo entonces desde esta doble perspectiva: aquello que reflejan sus espejos no es una representación sino la vida misma, la verdad misma; y al mismo tiempo, en esta panacea orgiástica del mundo-imagen, cuando el mundo del capital se ha adelantado a las proclamas utópicas del arte de remitirse a los mundo de la vida, sus espejos son también la huella de una oprobio, de un engaño y un olvido: aquel que nos recuerda que la inmanencia de las imágenes, aquello que construye nuestra realidad, ha sido ganado para cualquier cosa excepto para la consigna utópica de la autonomía ilustrada.
La pregunta entonces sería la siguiente: ¿logra el arte de Pistoletto desanudar el nudo gordiano en el que queda anclado toda la narración de la Modernidad, aquella que afirma que la ilación de imagen, técnica y poder va en beneficio de la emergencia de un sujeto autónomo y libre? Quizá su acción en la Bienal de Venecia de 2009 nos da la clave: cuando el poder se ha instalado en nuestras subjetividades y en la construcción de un mundo-imagen a escala global, quizá el plantear la misma lógica que para sí tiene el poder maquínico de la imagen-capital no basta para posibilitar una mirada diferente y lo que se hace pertinente es romper los espejos, dar fe de un sujeto tan permeable a los efectos de poder que él mismo se fragmenta en cuantos pedazos sea necesario con tal de seguir siendo producido, con tal de seguir siendo el reflejo disciplinario de un efecto de poder.
Así entonces los espejos pintados de Pistoletto son ahora el testigo de nuestro fracaso: la huella de saber que por mucho que queramos correr, por mucho que queramos ver en las apariencias el mundo idílico prometido, la imagen-capital ha ido colonizando para sí cuantas imágenes haya querido para terminar universalizando al propio mundo como imagen global. Pero también son la constatación más precisa de que ya no vale jugar al escondite de las apariencias, que no vale apelar a desenmascarar realidades ocultas: todo lo que queramos ser y ver, todo lo queramos pensar y hacer posible, tiene antes que vérselas con el poder de las imágenes, con el poder ‘más que real’ de las imágenes.
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