lunes, 28 de mayo de 2012

SERGIO BELINCHÓN: DEL CINE COMO IMPOSIBLE ARTÍSTICO


SERGIO BELINCHÓN: TAKE 1
GALERÍA LA CAJA NEGRA: 05/05/12-16/06/12
 
          Quizá, y es una verdad a gritos, al cine se le tenía para más altas cotas. Si, y por poner un ejemplo bastante útil, la fotografía consiguió reconvertirse en práctica artística cuando por fin –de la mano de gente como Paul Strand- independizó su mirada de ese plegarse siempre al dictado de la representación pictórica, el cine, se mire por donde se mire, no ha sabido evadirse de esa vena representacional de la que hace gala. Vamos, ni ha sabido ni, al parecer, sabe.

Razones para tal desajuste hay muchos. Pero el que una producción capaz de desvincular de manera patente la lógica causal de los hechos y enfrentarla con una ficción capaz como ninguna de desajustar miradas y narraciones, haya desatendido tan claramente su destinación artística es una materia digna de un pormenorizado estudio.

Brevemente, Rancière –uno de los filósofos que más novedosamente se ha ocupado de estos temas- apunta que el cine es víctima de su propia fábula: si por una parte el cine valora la imagen como pura presencia sensible e inmediata que se impone a sí misma, por otro lado también apunta a la garantía ineludible de las lógicas de la representación y de la lógica causal. En la relación palabra e imagen sobre la superficie de representación que ha ido moldeando, según Rancière, el significado y destino de lo que en cada época a querido decir la palabra estética, el cine tiene el poder –desconocido hasta entonces- de enseñar lo que las palabras esconden. Pero por el contrario, en vez de ir estar encaminado a la liberación total de las formas, de quedar asociado sin parangón a una estética de la ruptura y el disenso, esta capacidad de desenmascaramiento y mostración de las palabras tiene lugar merced a una sumisión del movimiento –maquinal y maquínico- del movimiento de las imágenes a formas de encadenamiento narrativo y causal. En definitiva, y cómo él mismo dice, “una fábula contrariada”: el principio de suspensión de la acción como motor discursivo –motor que anima el régimen estético del arte- es contrario a la especificidad misma del cine como arte de la acción.


Quedando entonces para esfuerzos menores, lo que sí que ha sabido hacer –de manos, todo hay que decirlo, de su hermano pequeño, el video- es servir como ninguna otra práctica a eso tan ilustrado de la autoreflexión del medio. Y es que, si el medio –como decía McLuhan- es el mensaje, la práctica videográfica ha accedido a los primeros puestos del ranking del arte de manos de su capacidad para deconstruir el propio mensaje cinematográfico y, más ampliamente, los procesos de generación y difusión de la imagen.

Y es que el video, en esa inmediatez ontológica que proporciona, en esa aniquilación radical de la temporalidad latente que anida en su superficie topológica que hace coincidir imagen y tiempo, resulta de lo más contundente a la hora de proponer nuevas narraciones, nuevos procederes para desenmascarar los procesos ocultos al propio sistema de representación. Por ejemplo, y sin ningún interés exhaustivo, Rodney Graham y su exploración mediante el loop del carácter de narración del videoarte; Dan Graham enfatizando los procesos de sincronización de miradas entre el espectador y lo dado a ver; Douglas Gordon y los resortes perceptivos asimilados por una idea determinada de narración y de temporalidad; Jean-Luc Godard y la plausibilidad –fragmentaria y deconstruida- de une autre histoire du cinema; Tacita Dean y la necesidad de recoger potencialidades de lo obsoleto del propio carácter analógico de la película cinematográfica; etc, etc.

Situándonos en este terreno resbaladizo donde ha ido a hacerse fuerte el cine, ahí donde tan pronto es pasto de las más perfectas industrias del show-business cómo da un paso al frente en su capacidad para proporcionar un desencuentro de miradas y lógicas perceptivas, Sergio Belinchón es uno de los artistas españoles que más prometedoramente han dado muestras de interés en esto de desenmascarar los procesos de construcción de la lógica de la narración a partir de imágenes.

Por ejemplo en una de sus piezas se apropia de la película “El bueno, el feo y el malo” de Sergio Leone para, a partir de ella, y con el simple gesto de eliminar toda huella de personaje humano de la cinta, subvertir las relaciones de miradas entre espectador y director, y desenmascarar como éste último realiza un ejercicio eminentemente ideológico al teledirigir en todo momento la mirada del espectador.

Si en esta obra la estrategia elegida es el apropiacionismo de una obra ya completa y conocida, para la pieza que ahora presenta en la Galería La Caja Negra utiliza una estrategia parecida pero con resultados ampliamente diferentes: utilizando found footage, material ya utilizado y generalmente desechado, Belinchón trata en esta oportunidad de hacer patente las relaciones realidad/ficción sobre las que se levanta todo trabajo artístico de ficción.


Para ello, Belinchón utiliza rollos de Super8 comprados en un mercadillo de Berlín que contenían una película-documental sobre el día a día en una fábrica de AEG en los años 70. Su intervención se reduce a disponer únicamente la primera toma de cada escena y a mantener –en las fotografías que de la pieza se exhiben- el golpe de claqueta.

El resultado funciona entonces como una reflexión acerca del ejercicio propio de la representación, del proceso de trabajo y su relación con la mentira, con el error, con el repetir una y otra vez la mímica gestual de lo esperado en cada una de las tomas. En este sentido, la pieza toca puntos neuronales de la problemática que anima al cine: si la fotografía –como ya más arriba hemos indicado- pudo llamarse arte cuando se independizó de su querencia mímica y representacional, el cine trata de hacerlo en balde debido a esa dualidad –casi pulsional y latente- que lo estructura: si bien las imágenes desenmascaran al discurso, su acto de desenmascarar está dirigido mecánicamente –y causalmente- por el ojo-máquina del director.

Es decir, dicho con otras palabras, el cine no asegura una articulación plena entre las ideas, la puesta del discurso y los cuerpos representados. Siempre existe una apariencia, un exceso de representación, una necesidad de plegarse a los dictados de la acción.

En definitiva –y esta es una cosa que ningún crítico ha sabido ver, cosas de la vida- la obra de Belinchón se asienta en el mismo nexo paradójico del arte del cine, aquel que le remite a un equilibrio entre dos poéticas contradictorias: una poética de la representación con una acción y personajes implicados de una determinada manera, y una poética de la ruptura, de la desligazón, de la puesta en suspenso y de la fragmentación posibilitada por esa superioridad de la imagen frente a la palabra.

En pocas palabras, Belinchón refuerza la idea de que al cine nunca podrá ser considerado arte a no ser que quede reducido a mecánica de reflexión de las lógicas de representación y producción de las imágenes. Nunca podrá enfrentarse directamente con la realidad ya que siempre ha de existir una mediación entre las lógicas de las historias y las lógicas ficcionales.

A esto llamamos indecibilidad del arte, a su punto de no-identidad, de diferencia del concepto de arte consigo mismo, a comprender que el arte –como al razón- tiene su génesis en el hecho de fugarse de sí mismo.

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