MIQUEL
BARCELÓ
GALERÍA
ELVIRA GONZÁLEZ: hasta 27/03/13
Hoy entonces, habida cuenta de esta
ausencia de opciones que enfrenten al arte consigo mismo, el arte prefiere,
como apunta Perniola, permanecer en
la sombra, a la escucha, en la espera de su propio advenimiento.
Tales posicionamientos que aquí hemos
delineado muy a la ligera adolecen de un punto de vista demasiado idealista que
es incapaz de percatarse, como hemos concluido en una reciente crítica sobre
Santiago Sierra, que el arte y el no-arte (la estética y la política, los
mundos de la vida y de la alta cultura) están tan íntimamente ya ligados, que
aquello que desde un punto de vista ilustrado –e idealista- se llamaba arte ya
ha fenecido, quizá incluso hace justo los 30 años que Azúa significaba.
Pero sí que nos vale para comprender
como se gesta un mito o, lo que viene a ser, un producto cultural, en este
caso, Miquel Barceló. Porque cuando
el arte está tan a la sombra como pudo estarlo a comienzos de nuestra Transición,
cuando no se tenía ni el tiempo ni las ganas de esfuerzo de posibilitar la
emergencia de un artista que pudiera estar a la altura de su tiempo, la
institución-arte prefirió su ratito de visibilidad, su cuota de pantalla, su implementación
en los criaderos del arte mundial para, ahora sí, clamar a los cuatro vientos
que, por fin, con ese entusiasmo nuestro tan característico y que sigue
haciendo época, estábamos a la altura de las circunstancias.
Podía haber habido otras soluciones,
pero una vez que los excesos de la Movida habían barrido el conceptual de los
primeros setenta, cuando el retorno a la pintura en esos años 80 era tan jugoso
y –sobre todo- procuraba dividendos tan altos, la tentación, hemos de decir,
era demasiado alta. Las altas esferas del entusiasmo sociata querían su rey
Midas y Barceló aceptó el órdago:
con un pie en la tradición pictórica del informalismo matérico que nos
caracterizó y la nueva ola del neoexpresionismo alemán, su obra cumplía las
exigencias de una nueva élite que, sin querer olvidar el señuelo del
sufrimiento existencial –eso tan progre-, deseaba más que nada subirse al carro
del carácter expansivo de la cultura postmoderna.
Todo, para ese arte en la sombra, para
ese “arte” ilustrado-institucional, muy normal, demasiado normal: sacarse de la
manga y ad hoc un artista capaz de
ser llamado para cumplir en su persona los destinos culturales de todo un país.
Y es que, cuando la cultura cae en la
garras del régimen internacional de la mercancía-capital, lograr visibilidad
inmediata se torna en función primordial para unos gobernantes que se saben encargados
de una nueva aristocracia, de una nueva gauche
divine capaz de llamar arte a cualquier cosa que sea anteriormente bendecido
por el mainstream internacional.
El problema de todo este lío es que,
como de forma magistral ha esclareció Miguel
Cereceda en su columna del ABC Cultural, uno se pasa después la vida entera
tratando de lograr legitimidad para un trabajo que, de buenas a primeras, fue
lanzado a la categoría de obra maestra.
Que esa búsqueda de legitimidad la
haya llevado a cabo Barceló desde el
prurito que da saberse figura totémica del arte patrio, que se haya puesto el
traje de diablo maligno y enfant
terrible, no quita, desde luego, para comprobar cómo cada nueva búsqueda suya no
haya terminado por ser sino una introspección más íntima que parece –a cada
paso- arribar a las cercanías de la nada.
Así, el proceso de legitimación de Barceló queda referido a una huida
consentida que le sitúa paradójicamente cada vez más en el núcleo de una
tradición propia que, conjugada con una actualidad que se difumina en sus propias
intentonas de legitimidad, auspicia la nadería como resultado. Total y
resumiendo: el viaje con tintes románticos a África, a Malí, tiene la misión de
dotar al artista de una salida al menos digna: erigirse en pantócrator de una
obra que tiene en ella misma su razón de ser. Barceló propone y Barceló
dispone: hacer y deshacer, construir y destruir unas piezas cuya legitimidad se
encuentra en el armario sin fondo de una tradición que no solo llega a Picasso o Miró, sino que arriba a las playas Griegas, ahí donde hace 3000
años empezaba a levantarse nuestra civilización.
Irse tan lejos para estar tan cerca –dando
forma a la arcilla del Mediterráneo- solo tiene una explicación: convenir en construirse
una narración que le otorgue, al menos, el privilegio de la duda; una narración
que le permita ser comprendido como chamán, como sacerdote y demiurgo de su
propia deriva y legitimidad. Pero, claro está, la dialéctica entre tradición y
modernidad, servida únicamente como saciante de la propia sed de legitimación de
uno mismo solo tiene un nombre: el de mediocridad.
Así, las pinturas y cerámicas
presentes en esta exposición de la Galería
Elvira González (la primera en diez años en galería española, y lo primero
después de las trifulcas de hace casi ya tres años en el CaixaForum) son los testigos silentes de un ocultamiento: el del
propio artista en la procelosa mitología que el arte ha ido construyendo en esa
relación historiográfica a la que hemos aludido al principio. El mito del
artista demiúrgico, del romanticismo del viaje, de la búsqueda de las raíces,
el mito de la tradición, del artista como genio, etc.: todo con tal de simular
estar a la altura, de dar una razón de porqué esto y no lo otro.
Todo con tal
de estar oculto y encerrado en la caja de cristal y poder decirse a sí mismo “artista”.
Creo entender lo que quieres decir, pero está rematadamente mal escrito.
ResponderEliminarTan mal seguro que no está, hombre. Seguro que has podido leer entrelíneas!!
ResponderEliminar