SANTIAGO
SIERRA/JORGE GALINDO: LOS ENCARGADOS
GALERÍA
HELGA DE ALVEAR: hasta el 02/03/13
Una
procesión muy especial: siete coches de alta gama subiendo desde Plaza España
por la Gran Vía madrileña hasta la Cibeles. Siete coches que cargaban con otros
tantos retratos, situados bocabajo, del Rey y los seis Primer Ministro que ha
tenido la democracia española: las caras visibles del régimen, "las de los
encargados –como dice Sierra- de
representar los intereses de la banca, del Pentágono, de Roma, de los
terratenientes, del Ejército".
Como
todo el trabajo de Sierra, la
procesión en sí misma remite a un hecho social que, al devenir imagen-espectáculo,
corre el riesgo de perder su potencial. Sin embargo, este trabajo no entra,
pensamos, en complejas dinámicas en relación a las correctas relaciones entre
arte y política: simplemente dar visibilidad al descontento ciudadano y a la
indignación, representar el descalabro socio-político en una procesión con
tintes de funeral.
Pero quedémonos con la pregunta que
nos importa aquí, la del arte. ¿Está el arte a la altura? Es decir, de una vez
por todas, ¿está sirviendo el arte para algo? Porque nos cansamos de decirlo,
se nos llena la boca: arte-político, como si fuera una coletilla, una obviedad
que adjetiva lo común de unas prácticas llamadas a provocar un desacuerdo en el
entramado sensible de la comunidad. Pero, ¿político, ahora que parece tener la
oportunidad, es el arte político?
A estos efectos, por ejemplo, todo lo
sucedido a raíz del 15M ha ayudado a dirimir posiciones en cuanto a la
necesidad y utilidad del arte contemporáneo a la hora de servir cómo ámbito de
resistencia y antagonismo a los poderes ya vertebrados del capital. Porque si
bien es cierto que todo lo que sucedió a raíz del 15M no es arte, puede decirse
sin embargo que sí tiene que ver bastante con ello. Es más: el 15M pareció
encarnar a la perfección lo que desde teorías cercanas a la estética se estaba
teorizando en los últimos veinte años: Miguel
Ángel Hernández da una lista casi ad
infinitum: “el evento de Badiou, la comunidad que viene de Agamben, la
razón populista de Laclau, la visibilización del desacuerdo de Rancière, la
fuerza de las multitudes de Hardt y Negri, el cuerpo sin órganos de Deleuze y
Guattari, el antagonismo nsocial de Mouffe y Laclau… y mucho más: lo común, lo
anónimo, lo participativo, la política de lo amorfo, lo sensible… cuestiones
todas que han sido puestas sobre la mesa una y otra vez en el ámbito del arte”.
Pero este “tener que ver”, este extraño
aire de familia no es más que el principio de la cuestión. Porque el problema,
apenas se plantea, se duplica en ambas direcciones: del arte hacia la política,
y viceversa. El problema es que si lo político es asimilado por el arte, además
de desactivar al propio movimiento, también –como corolario- se infiere que el
arte es incapaz de actuar en la realidad. Y a la inversa, intentar desvincular
totalmente el movimiento de lo artístico para no desactivarlo, se termina por
incurrir en la misma desavenencia: que el arte carece de cualquier capacidad
política para transformar las cosas.
Es la misma problemática a la que
atendió Hannah Arendt cuando en La crisis de la cultura, en 1968, argumentó que el arte verdadero no tiene utilidad y por eso no debe
de llamar a la acción política. Según Arendt,
el arte y la política son dos esferas separadas: si la
acción política implica medios o fines, por el contrario el arte es autónomo y
no necesita justificación. De modo concluyente afirma que, cuando el arte tiene
como finalidad la política, se convierte en propaganda. Que tales afirmaciones
descansen en una mala comprensión de la noción de autonomía, que el ámbito público
haya cambiado radicalmente desde el 68 hasta ahora, son obviedades que si bien
desaprueban determinados criterios, han de hacer el esfuerzo de encontrar vías
de comunicación más pertinentes entre el mundo del arte y el de la Realpolitik.
Mucho se podría entonces hablar acerca
de las relaciones entre arte y política, relaciones que, sin anular el
potencial de ninguna de ellas, deberían concitar la posibilidad del disenso, la
articulación rupturista de un régimen de sensibilidades comprendido como nuevo
reparto (en la terminología de Rancière)
de sensibilidades. Pero lo que al menos sí puede decirse es que movimientos
sociales actuales han encontrado en el arte una manera de lograr visibilidad.
Es decir, una estética precisa a sus intereses, una ocupación del espacio
público llamada a redirigir las visibilidades.
Porque de eso era de lo que se
trataba: hacer que la voz de los “sin voz” sea visible, adquiera visibilidad,
que lo invisible se torne visible. Lo importante del movimiento indignado es el
de haber dado visibilidad a una nueva subjetividad, a una nueva víctima que, al
contrario de lo que suele suceder, es capaz de tener voz, de hacerse visible. Y,
en este régimen, ser visible es entrar en la política.
Es en este punto preciso donde se
levanta la obra de Sierra y Galindo: dar visibilidad, otorgar una
representación a la indignación que el sistema democrático provoca actualmente
en el ciudadano medio. La indignación surgida como respuesta a la obvia
desigualdad estructural que evidencia un sistema democrático con tics
adquiridos, señala bien a las claras a su propio mito fundacional: el mito de
la Transición. La democracia, deficitaria en primer momento por razones obvias,
no fue nunca objeto de acicalado por los caciques de la cosa comunitaria, sino
que, más bien, sirvió de repetición paranoide con la que poner trapos mojados a
un sistema que se caía –y se cae- a trozos.
Lo que escenifican estos artistas
es el hecho de que la indignación no remite únicamente a un momento concreto y
actual de la historia política española, sino que llega hasta la misma génesis
del régimen democrático: en el origen de la gran crisis económica,
institucional y política del país subyacen las carencias democráticas del pacto
de la transición, la ausencia de la separación de los poderes del Estado, la
falta de controles democráticos y de una ley electoral representativa, lo que
ha favorecido la llegada al poder de gobernantes de escasa calidad (de Zapatero a Rajoy, y sus respectivos gobiernos) con responsabilidades directas
en la grave crisis social del país y en la “corrupción ambiental” del Estado.
Porque la falta de democracia real que
se aduce no se refiere sino a la confusión que ha reinado en la España
democrática desde su reciente advenimiento en 1977: democracia no es reparto de
voces, dar a cada uno la voz que le corresponde –dar a cada uno lo suyo-, sino,
como diría Rancière, compartir una
cierta batalla por el dominio del lenguaje capaz de rediseñar constantemente la
distribución de las competencias. Partir de una igualdad de facto desde donde
las competencias y los tiempos, las voces y las capacitaciones, basculen y se precipiten
en desequilibrios disensuales capaces de articular un Nosotros como “elaboración del mundo sensible de lo anónimo, de los
mundos del eso y del yo, de donde emergen los mundos propios
de los nosotros políticos”. Porque no hay democracia sin asimilación de la
razón del otro, el que no tiene voz, el que no es nadie. La indignación, pues,
como movimiento necesario para la dinámica democrática capaz de aceptar la
disidencia, la ruptura, la razón, en definitiva, del otro.
Es decir, en
esta época post-ideológica, el advenimiento de resistencia social solo puede
venir dado a raíz de una extraña moralización del capitalismo, moralización
paradójica que logra dos suculentas victorias: autoevidenciar al sujeto
indignado se como víctima, y señalar a los responsables del daño. Así, Gonzalo Velasco Arias comenta –en el
indispensable libro El arte de la
indignación- que “por
primera vez en mucho tiempo, la insistencia en la necesidad de repartir la
responsabilidad del riesgo fue evidenciada como un mecanismo de poder”.
Pero, por otra
parte, asentada la indignación en una visión un tanto maniquea de la realidad,
la necesidad de moralizar el capitalismo se convierte en una etiqueta que, apenas año y medio después, ve como la
tibieza moralizante de la indignación se queda pequeña ante los últimos
acontecimientos que jalonan nuestra realidad política. De juvenil vía de
escape, de celebración panfletaria ante la que se nos venía encima, la
indignación parecía buscar una resaca colosal para la depresión ante la que nos
vemos lanzados.
Y aquí, de nuevo, se levanta la obra Los
encargados: cuando la indignación moralizadora, cuando la remisión a la
disidencia como premisa implícita de la titularidad como ciudadano del propio
estado parece haberse quedado corta, Sierra
y Galindo amplían la indignación
para comprenderla como capaz de sublimar el malestar individual en un antagonismo
de clase que genera importantes rendimientos políticos, tantos como para
renegar de un régimen al completo, como para señalar con el dedo a cuantos
culpables haga falta.
Así, las estrategias de materialización
benjaminianas de la historia son ahora validadas como modos de enjuiciar la
historia, de someterla al paredón de los ajusticiados. No remover las
estructuras de lo que se ha hecho visible para hacer posible otro sentido
escondido, sino, simplemente, negar la mayor: la historia, aquí y ahora, dicta
sentencia contra lo ya-sido, contra el pasado, contra quienes fueron los
encargados de delinear su líneas maestras. Se trata de traer la memoria del
pasado pero no con visos de lograr redención alguna sino, más bien al
contrario, para dirimir un enjuiciamiento general, un NO rotundo. No se trata
de comprender que la esperanza está en el pasado, sino que la esperanza está en
el presente debido a la gran negación con que se cifra el pasado.
Solo se puede juzgar la historia estando
en el margen, y eso, actualmente, es lo que es capaz de inferir el movimiento
indignado: no ser participe, ser víctima, estar en el afuera. Y es que, en un
efecto inverso, eso es lo que provoca el sistema capitalista: la conquista paulatina
de cada vez más ámbitos de vida a expensa de que sus habitantes se sientan cada
vez más amenazados, sino incluso expulsados de ese sistema que dice
beneficiarle. Como profetizó en su día Baudrillard
“al final se cumplirá el sueño social y no habrá más que excluidos”. Ahí es donde estamos: una crisis, una
reordenación de los efectos de ganancia, una redistribución de los costes para
que el sistema se retroalimente de nuevo, pero que, al mismo tiempo, legitima a
los “sin voz” para alzarla.
Lo que logra Sierra y Galindo no es
una precisa relación entre estética y política –de hecho no creo que les
interese demasiado nociones como la de autonomía o indecibilidad estética. Lo
que logran es dar cabida, crear el espacio, para que otros imaginarios
representativos puedan tener lugar. De eso, cómo decíamos al principio, va el
arte: de practicar y ensayar con las visibilidades para organizarlas de otra
manera. Si como decía la teoría mesiánica de la historia de Benjamin “no hay un instante que no
traiga consigo su oportunidad revolucionaria”, Sierra y Galindo articulan
una procesión donde la historia no redime a las víctimas sino que, sin
compasión alguna, condena a los culpables.
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