JORGE PERIANES
GALERÍA MAX ESTRELLA: hasta 06/04/13
Nada más filosófico que un tropezón. No
solo el tropezón del sabio abstraído en su mundo, sino la más que segura caída
de todo el sistema por una falla apenas entrevista. Y es que nuestras
coordenadas existenciales hacen plof por todas partes: el pensamiento haciendo
eco consigo mismo, una conciencia atrofiada en su trauma original, un otro que tan pronto se resuelve como nuestra
salvación caritativa como un infierno de miradas enjuiciadoras, etc.
El tropezón, la caída, la zancadilla,
etc. Si tanta gracia y risa nos causa es porque representa como pocas cosas
nuestro existir: una tragedia incomprensible. La risa debe tener
una significación social, dice Bergson.
Pero al instante continúa diciendo que “el
que ríe entra en sí mismo y afirma más o menos orgullosamente su yo,
considerando al prójimo como un fantoche, cuyos hilos tiene en su mano. Junto
a esta presunción hallaríamos también un poco de egoísmo, y detrás, algo menos
espontáneo y más amargo, cierto pesimismo que se va afirmando a medida que el
que ríe razona su risa”.
Es decir, pesimismo y
egoísmo para poder soportar una ley social que nos ata en corto. Si la perversión
quiere ver el verdadero rostro del padre y al hacerlo, a pesar de ese halo de malditismo
ecuménico, lo que se consigue bien a las claras es instaurar el poder totémico
del padre, la risa desbarata el poder disciplinario del lazo social –el nomos
comunitario- para rebelarnos que el otro,
más que un habitante de nuestro infierno, es un mameluco y un tarambana.
Esto que pudiera tener
carácter mitológico, se ha resuelto en los últimos tiempos en una verdad
imposible de ocultar. Porque la defragmentación social consignada no ya en una
sociedad líquida sino incluso gaseosa, impulsa una confabulación con los
poderes más mistéricos de lo pueril, lo hiperbanal y lo gracioso. La risa como
dispositivo de socialización medial: la anestesia en el late-night de turno, la
modorra grácil de la sit-com (ahí donde ni siquiera hemos de reírnos, pues esas
risas enlatadas no nos indican el cuándo sino que nos sustituyen), etc. En un
mundo hipermedial como este, el vocabulario adquiere un rasgo de bisturí.
Pero no ya solo el televisor,
el móvil se ha convertido en el recargador de efectos en tiempo real. Los emoticonos
como límite efectivo de una economía de los afectos que circula subterráneamente
y, sobre todo, hace de la ubicuidad su razón de ser.
La pregunta por tanto no
puede dejar de ser una: ¿a qué tenemos miedo? Por de pronto, si nuestro miedo
ha crecido –como de hecho lo ha hecho- las risotadas son más necesarias y,
habiendose descubierto la razón cínica como incapaz de ajustarse a las
necesidades del ciber-mundo, la paranoia parece hacer rizoma con nuestrab
existencia más mundana, ahí donde tanto nos da desnudarnos frente a una web-cam
que hacer de nuestro chalecito un bunker acorazado. En definitiva: ¿qué nos hace
tanta gracia? Quizá la tragedia que apuntaba Benjamin y que “está ya siempre” aquí es que todo nos cause chiste.
Lo que podemos ver en
esta exposición de Joge Pernianes,
la primera en la galería Max Estrella, pudieran parecer gracietas
continuistas con la sintomatología global de la puerilidad circundante. Pero en
el mundo del arte, ahí donde la sospecha es radical, cualquier parecido no es
más que la fachada de un fracaso a perseguir. Y, en este caso, el fracaso que
se busca es el del propio chascarrillo de telecomedia.
Pernialns escarba en nuestra predilección al chiste para –como un Freud
postmoderno- darnos de nuestra propia medicina y así descubrir lo oculto. Eso que
se oculta en la risa bobalicona no es sino el escenario de la tragedia ya acontecida,
el saberse sobrepasado por el Accidente. No estar a las puertas de la
catástrofe sino haber sido adelantado por ella. De nuevo Benjamin: lo catastrófico ya está aquí y no queremos verlo porque
estamos ocupados en nuestras bromas.
La supuesta ambigüedad
de Pernianes no es la referida al estatus
epistémico de sus piezas, sino al escenario que éstas plantean: ¿es un antes o
un después de la tragedia? Y este es su gran acierto. Porque, ¿no es ese nuestro mundo?, ¿no es
propio de esta termodinámica entrópica, donde la imagen-capital parece haber
acelerado hasta el límite, el no saber si estamos al borde del Accidente –como Virilio se afana en hacernos creer- o
si no somos más que los supervivientes de una Modernidad que se nos fue por el
desagüe?
A partir de poner en
evidencia este dato de nuestro trauma postmoderno las obras de Perianes no hacen más que crecer. Porque
en nuestro desierto de lo
Real, ahí donde anida una pulsión traumática por el acontecimiento, las piezas aquí
mostradas establecen un escenario para el que lo catastrófico no sería una
entelequia hipermediática, sino nuestro sino más inmediato pasado o futuro. Es decir,
el arte, el trabajo de Pernianes, en
ese laboratorio de imágenes en que se ha convertido, ensaya las plausibilidades
más que teóricas de que lo peor, sea futuro o pasado, esté a punto de ocurrir.
Quizá deseemos que, al ver estas
obras, alguien ponga risas enlatadas, que aparezca el gran Wyoming o el Buenafuente
por una puerta oculta. Pero no. Estamos solos, y lo peor es que no nos podemos reír
de nadie. Esta es la crueldad de un arte que nos enfrenta con nuestras mentiras,
que nos invita a saber que la anestesia burlesca ante el dolor mundano no es
más que un mal chiste
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