Llama la atención esto del Sínodo de
los Obispos. Llama la atención porque no lo entendemos, porque para nuestra forma
de ver las cosas, lo suyo es que te la peguen en la cara, a la vista de todos para
que el escarnio sea cosa pública. Digo esto –lo de que no lo entendemos- porque
no es que me haya estado leyendo todas las noticias que circulan en relación al
nuevo papa, pero es que la cosa está muy malita. Apenas un par de comentarios
frívolos y la remisión siempre patética a que la liturgia, y más en este caso,
es milenaria y, cómo no, debería ser modificada.
Si le echo chulería para intentar ir
un poquito más allá del asunto no es por sapiencia mía, sino por falta de profundidad
de los llamados “medios serios”. Y es que la cosa, apenas se le eche algo de
teoría crítica, marcha sobre ruedas y sin tener que cifrar todo en una
bobalicona lógica quinielística de papables. Porque el que para uno sea una
maniática superstición y que para otros sea una decisión del Altísimo, eso, digo,
ya lo sabemos todos. Y, tal y como pintan las cosas, maniqueísmos, los menos.
El que el periodismo sea una profesión
en decadencia precisamente debido a una lógica líquida donde Realmente –en este
desierto de lo real baudrillardiano- nunca pasa nada ya lo sabemos todos, pero
lo de la fumata blaugrana de anoche fue ya de traca.
Dejando cuestiones de fe a un lado, lo
cierto es que el Cristianismo se ha aupado desde casi su origen con el poder
más fabuloso porque su historia es precisamente la de una Revelación, la de constituirse
en un “dar a ver”. Su historia es la de una Encarnación de modo que “quien ve
al Hijo ve al Padre”. Es decir, si el Cristianismo es lo que es, lo es en gran
medida por haber iniciado él solito una nueva economía cultural de las imágenes
donde, al contrario de lo que ocurría en el helenismo, la copia no desmerece en
modo alguno al origen. Es más, la copia es una mediación para llegar a lo absoluto,
al origen.
Si digo esto, que a priori no parece
tener nada que ver con el asunto que nos traemos entre manos, es porque de esta
nueva economía de la imagen surge un nuevo régimen mediático y una sospecha
mediática. Esto de la sospecha no es mío, como muchos habrán podido intuir. Es de
Boris Groys, teórico alemán de
renombre y que no me dejará mentir –aunque sí fabular un poco- en lo que sigue.
La sospecha es ese efecto mediático de
querer ver qué hay debajo de las imágenes, de las apariencias. Porque si éstas
representan una realidad, y si siempre hay un desfase en este intento, ¿qué
verdad es a la que tratan de imitar?, ¿porqué no mirar directamente y a los
ojos a lo que hay debajo y dejarse de tanta representación y tanta historia?
Siempre que hay imagen hay sospecha. Y,
siempre que hay sospecha, hay quien se arroga el prurito de decir cuando es
pertinente mirar bajo las apariencias y cuando no. Es decir, imagen y poder van
de la mano de modo radical. Porque, en esa nueva economía cultural de las imágenes,
en la aceleración transaccional que sufrió la imagen cuando se dio la mano con
el modo de producción capitalista que se da en las democrácias liberales
occidentales, poder significa, ni más ni menos, capacidad ideológica para
moldear las miradas capaces de adentrarse en el interior. Poder es ideologizar
el momento de excepción –de sinceridad mediática- de modo sublime para que el
propio mirar, incluso comprendido como un efecto de los propios signos que
operan en la superficie mediática, pueda ser tildado de “vedadero”.
Es decir, no hay tal mirada al
interior de las imágenes, sino solo un efecto ideológico que nos simula una
realidad oculta. El arte, como bien puede intuirse, ha cifrado toda su historia
en poder domesticar esta mirada. En el límite, el genio romántico y loco era
aquel capaz por su sola fuerza de nadar en el límite de la visión para proponer
nueva imágenes espectrales.
En definitiva, lo que queremos decir
al hilo de estas consideraciones es que el poder por tanto de la Iglesia no es
ni mucho el de poseer una Verdad. Su poder emana de saber que no hay verdad sin
imagen y que, sobre todo, no hay imagen sin la manipulación correcta de la
sospecha mediática.
Ahora bien, la supuesta pérdida de
poder de la Iglesia no viene del hecho de habernos confraternizado todos en
afirmar que nada hay detrás de esa sospecha que toda fe genera (porque,
incluso, ¿qué es la fe sino una creencia en el otro lado de las imágenes?). La
pérdida de poder de la Iglesia viene de haberse producido un vuelco en la
economía de la sospecha. Dicho vuelco, al ser coetáneo de la Ilustración, muchos
lo cifran en un triunfo de la razón. Tamaña milongada, a estas alturas del partido,
y cuando dicha razón a sido descubierta como mítica y violenta, no debería
confundir a nadie.
Lo cierto es que si antaño la sinceridad
surgía al refutar la sospecha dirigida a toda superficie de diseño, ahora la
sinceridad se da al confirmar la sospecha. Así, hoy en día, en la nueva
capitalización de la imagen, donde la desjerarquización de las imágenes remite
a una fluídica rizomática, aquel que más rápido fluye concita en torno a sí
mayor capacidad de sospecha. De este modo la profilaxis del mundo
hiperestetizado de hoy en día, el diseño-global
como estrategia del capital, remite –a pesar de su clínica asepsia- en una
sospecha total. Visibilidad total igual a sospecha total. En el medio, una confusión
entre público y privado que da como resultado una auto-gestión de la propia
imagen donde cuanto mayor sea el efecto de visibilidad alcanzado, más lejos –pues
la sospecha será radical- se llegará
La Iglesia entonces, apalancada en la
vieja economía de la imagen, sigue las directrices de una ideología caduca que
trata de ocultar el propio régimen escópico por Ella dispuesto. Dicho con otras
palabras, ahora, cuando el poder se afana en proponernos que todo se puede ver,
la Iglesia se escleorotiza en agarrarse a una lógica del poder ya del todo
periclitada: yo te diré lo que puedes ver y lo que no.
Pero, como todo en esta sociedad espectacularizada,
ahora que cada crítica apunta a su inversión, decir que este es el mal de la
Iglesia, decir que cuando se darán cuenta que así no pueden seguir, es no comprender
nada. Porque, ¿no es justo ahora –ahora que, repetimos, desde Debord, todo remite a su inversión
ideológica- que toda lógica de resistencia ha de venir dada por crear
disrupciones en al panavisión global? El proponer momentos de excepción en la
lógica de la cibervisión panóptica, hacer de la sospecha un arma de doble filo
con el que decir al capital que no todo ha devenido superficie mediática para
su usufructo, se ha convertido en una liturgia anti-sistémica capaz de, por un
instante, devolver el aura mítica al mundo.
Quizá la Iglesia peque de muchas
cosas, quizá es tal el poder del espectáculo que aún momentos de ceguera
escópica como estos convierten en más poderoso al acontecimiento en sí. Sí,
quizá. Pero aconsejar que deje sus viejas costumbres precisamente ahora que tienen
algún potencial descentrador para ese Gran Hermano global es –y ahí sí que aciertan
los popes de la rancia mediología- matar a la Iglesia. Porque, de una vez por
todas, una Iglesia cuyo espectro de lo visible venga dado por las lógicas del
capital, habrá renunciado a su tesoro más importante: “ver” y creer.
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