Publicado en El Bombín Cuadrado #12, PURO TEATRO: http://www.elbombincuadrado.com/revistas.html
Si la vida es teatro no es porque
remita siempre a un doble, a un espejismo donde queda reflejado una mitad
siempre ausente y renuente a comparecer puntual a su cita con la historia. Si
la vida es teatro es porque ha sido adelgazada de tal manera en sus primados
que solo fluye según una dinámica ficcional para la cual ya no hay régimen
causal alguno: solo desconexiones fluctuantes, rizomas espasmódicos, puntos
nodales sobrecargados.
No es ya solo que la realidad construya
la ficción, sino que la ficción se he instalado como única estrategia para
llenar la realidad de contenido. La proliferación de los reality-show alude a
esa necesidad de realidad –casi agónica pulsión- que vivimos. La ficción no se
camufla y se disfraza de realidad, sino que la realidad misma necesita y queda
incardinada en las relaciones gestadas por la ficción. Como dijo Baudrillard, “lo real no desaparece en
la ilusión, es la ilusión la que desaparece en la realidad integral”: es decir,
en el desierto de lo real, la ilusión
se erige como único generador de realidad.
Así por tanto, en nuestras manos, el
teatro deviene hiperreal: no se imita la realidad, sino que la realidad es la
misma reproducción del modelo. Es una duplicación que tiene como consecuencia
el exterminio de la realidad. Porque en la inmanencia de una copia que se
constituye como “más real que lo real”, no pueden quedar testigos.
Y este proceso, en el fondo, tiene un
nombre: es el paso del teatro al espectáculo. Si el primero mantenía una
distancia frente al espectador, si éste era pasivo frente a la representación
que tenía lugar enfrente de él, el segundo niega esa distancia y la reduce a
cero. Así, se introduce dentro de las redes de producción de sentido y
significado según una perversa maniobra de desaparición de la realidad: máxima
teatralidad y optimización de los efectos; el pliegue de representación
implosiona retrotrayéndose sobre sí mismo por una identidad de la copia y la
realidad; la hiperbarroquización postmoderna alude a este momento de identidad
máxima de contrarios: causa y efecto, imagen y realidad, copia y original, ser
y aparecer, privacidad y publicidad.
Es el grado Xerox de la cultura que pronosticó Baudrillard: la realidad como gigantesca empresa de reproducción
museográfica de la realidad, de inventario estético, de resimulación y
reproducción estética de todas las formas que nos rodean. Porque es la imagen,
la infinita reproductibilidad de la imagen, la que ha conseguido el giro
copernicano definitivo para instaurar el reino del espectáculo. Así, como dejó
dicho Débord, “el espectáculo no es
un conjunto de imágenes sino una relación social entre personas mediatizadas
por las imágenes”.
Y lo cierto es que estuvimos a punto
de parar el teatral esperpento elevado a la enésima potencia: ya desde hace
tiempo nos percatamos de que la distancia era la solución para seguir operando
con mínima solvencia. Pero entre la necesidad de tomar distancia y la también
necesidad de implicar al espectador de modo activo en la realidad circundante,
la confusión hizo que el capital tomase la delantera para imponer sus normas.
Ni el distanciamiento de Brecht ni
la supresión de la distancia para zambullirnos en la crueldad de Artaud tuvieron capacidad alguna frente
al reino de la simulación y la seducción.
Y en el fondo, aún en este teatro global del
espectáculo, la distancia es cero porque, implacablemente, es también infinita:
la seducción última, el reino omnipotente de la obscenidad, es que estamos
todos esperando frente a nuestras pantallas la última imagen, la imagen que lo
arrasará todo, la que logrará desvelar por completo lo Real.
Si cabe tildar de teatro a este epítome
llamado espectáculo es porque la escenificación de este Accidente esperado a
cada instante –el crack de las
imágenes teorizado por Virilio- nos
sitúa como privilegiados voyeures frente a nuestra propia parálisis. Porque la
catástrofe no es lo por venir, no es lo que sucedió y de lo que hay que guardar
memoria: la catástrofe es, como dijo Benjamin,
que esto siga siendo así.
¿Hay mayor espectáculo que la
teatralidad de la misma deserción, de la tragedia devenida divertimento de
masas? En el live global de un tiempo omnipotente, la única esperanza que guardamos
es la del cortocircuito, nuestro único futuro el descarrilamiento del sistema,
nuestra única utopía la de la desaparición. Porque justo cuando lo vemos todo
es cuando no hay nada que ver; justo cuando todo lo podemos vivir es cuando no
hay nada por lo que vivir: solo sentarnos enfrente de la pantalla global y
gozar de nuestros síntomas, del terror alucinógeno de este teatro espectroscópico
del que formamos parte.
Así pues, a gozar, a reírnos esta
misma noche con el showman del late-night de turno que elijamos de nuestra
parrilla de TV. Porque nuestra teatralidad genera tanta ansiedad que
necesitamos nuestro chute de sedación diaria, la convicción plena de que no hay
nada que profundizar, nada que conocer porque, a fin de cuentas, hoy como ayer,
nada ha sucedido.
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