KARMELO BERMEJO: .
GALERÍA
MAISTERRAVALBUENA: hasta 27/03/13
(texto publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=425)
“Tú no estás en contra
de los ricos. Nadie está en contra de los ricos. A todo el mundo le faltan diez
segundos para hacerse rico -al menos, eso piensa todo el mundo”.
“Toda la riqueza ha
pasado a ser riqueza por y para sí. No existe otra clase de riqueza si de veras
es inmensa. El dinero ha perdido sus cualidades narrativas, tal como le
sucediera a la pintura hace ya tiempo. El dinero solo habla para sí mismo”.
Don
DeLillo, Cosmópolis
Frente
a tomas de posición que evidencian un simplismo nato a la hora de dar por hecho
como funciona el dinero, Bermejo
escenifica una tramoya tan fantasmagórica que acierta de lleno. No posicionarse
de antemano, no saberse el garante de los últimos ejercicios de resistencia;
tampoco hacer del arte un ámbito de producción separado. De lo que se trata es
de subvertir los ciclos de producción, de revelar la improductividad que está
en la génesis del capitalismo, de evidenciar el fracaso como garantía de éxito.
Curiosamente,
esa dialéctica del fracaso que está en el núcleo del capitalismo –pues solo
avanza conquistando ámbitos arrasados por su maniquea ideología- coincide con
una práctica artística que sabe leer perfectamente los nuevos tiempos: no hay
estrategia válida para dar la batalla al capital. La única lógica es que,
sabedores de que el arte acabará siempre fracasando, hacer que dicho fracaso no
le valga al capital. Difícil doble pirueta pero cuya única salida es evidenciar
el doble fracaso de ambos: del arte y del capital. ¿Será ese “.” con el que Bermejo da título a la exposición el
nudo borromeo de una práctica artística que sabe que su nuevo emplazamiento es
una indecibilidad donde el deseo, el objeto a, ha de fracasar para, de alguna
manera, seguir alentando la posibilidad?
Si hay algo que urge dejar atrás en
los debates que concita actualmente el mundo del arte es esa idea peregrina y
flemática del artista puro y consagrado, en su soledad genial, a elevar imágenes
capaces de cambiar el rumbo entero de una civilización. Porque nada hay ni ha
habido más contrario al arte que esa idea adocenada en la soflama mítica que un
arte todopoderoso y capaz por sí solo de, con un brochazo, triunfar sobre el
pavoroso y dogmático mundo nuestro de cada día.
Lo digo porque son muchos los críticos
que, con una falta de enjundia rayando en la impotencia discursiva, tildan de
necedad a toda práctica artística que traiga para sí y utilice los poderes que,
al mismo tiempo, se tratan ulteriormente de desocultar. Lo digo, también,
porque hay quien se rasga las vestiduras y tilda de –como poco- paradójicos
trabajos que requieran para su formulación de las mismas fuerzas del capital
que, se supone, tratan de desactivar.
La posición no puede ser más dogmática
al tiempo que conjugada a través de todos los mitos que han venido fraguándose
en la reciente historia del arte, al menos desde que ésta dejó la puerta
abierta a la filosofía para convertirse en estética. Y es que nada ha hecho más
daño al arte que esa pulsión dialéctica de quedar referido, según la estética
idealista, siempre a dos polos: los referidos a su autonomía como ámbito
privado, y la necesidad de, de alguna manera, caer en los mundos de la vida
para lograr algún modo de utópica redención.
Así, entre el fracaso más pavoroso y
la más inocente de las victorias, el arte ha ido escribiendo su propia acta de
defunción para quedar, desde Hegel
–el primero en ver esta antinomia fundacional-, como cosa del pasado. Porque,
sin saber si mancharse mucho o poco las manos de “realidad”, el arte ha
periclitado su ascendencia para quedar reducido a una serie de soflamas
panfletarias que, en el mejor de los casos, le adecentan para dejar un bonito
cadáver.
Lo sentimos por aquello que todavía
hacen de tripas corazón para cantar las bondades del arte. Pero,
culpabilidades, a estas alturas del partido, las menos. Un arte que tiene
siempre las de perder, que camufla sus derrotas en monumentos a la más
esperanzadora de las victorias, ha fenecido. O, en su mantenerse al margen,
triunfa momentáneamente para de improviso salir derrotado en la verborrea del
citacionismo replicante; o, en su enfangarse con las tragedias de este mundo y
querer cargar con su cruz, sale con el rabo entre las piernas al ser incapaz de
proponerse como mínimamente capaz de resistencia.
Pero no se trata de enmendarle la
plana a ningún ideólogo, no se trata de colegir de inmediato nuevas
posibilidades utópicas, no se trata de inundar la vida con el arte ni
–viceversa- servir de motor a una sociedad ampliamente despolitizada. Se trata
de darse cuenta de que ese no pringarse las manos o, al contrario, manchárselas
demasiado, es una pamema que, durante dos siglos nos ha tenido ocupados bajo la
égida de alguna salida triunfante. Pero ahora, cuando se ha convenido en que no
hay salida alguna, suscitar el simulacro de que la salida es, además, la
adecuada es un embeleso que, dicho con pocas palabras, ya no cuela.
Pero es que éxito y derrota no son más
que condicionantes traídos por los pelos del propio sistema-mundo para mantener
a buen recaudo a cuantas propuestas de
emancipación pudieran colegirse. Salir de esta dialéctica es lo más urgente, y,
para ello, la batalla ha de jugarse en el mismo terreno de juego que el enemigo.
A este respecto, Rancière concluye quizá su teoría general de la estética alertando
de lo mismo: salir de soluciones de emancipación que otorgan posiciones dadas
de antemano, entre el que sabe y el que no-sabe, entre el espectador y el
espectáculo: “si algún tipo de pensamiento crítico es necesario hoy en día, es,
en mi opinión –dice el francés-, el pensamiento que se sale del circuito de
‘ignorancia’ y ‘culpabilidad’”. Es decir, un arte verdaderamente crítico debe
de renunciar a cualquier lógica dialéctica ya que ésta ha sido ampliamente
ganada para el mundo del espectáculo y el capital.
Boris
Groys quizá es aún
más contundente: “los éxitos y el fracaso son precisamente los que definen al
mundo en su totalidad. De modo que si cambiamos –o incluso mejor, si abolimos-
esos criterios, efectivamente cambiamos al mundo en su totalidad y, como he
tratando de demostrar, el arte puede hacerlo. Y de hecho ya lo está haciendo”.
Y si la alteridad maniquea del éxito/fracaso llena el espectro de lo posible de
la bien cultivada sociedad capitalista, quizá Adorno sea aquí pertinente para cerrar filas: “lo total es falso y
no hay vida verdadera en lo falso”.
En definitiva, situase frente al
capital no es mantenerse asépticamente limpio, no es cuidarse muy mucho de
ensuciarse las manos y enseñar al resto del mundo –a esos “ignorantes”
espectadores- las vilezas del sistema; situarse frente al capital es saber que
toda lógica dialéctica debe ser subvertida, es lograr que el “non olet” del dinero
repela a putrefacción. Para ello ya no valen posiciones clínicas, no vale solo
señalar ni tan siquiera mostrar. Para ello tiene uno que caerse con todo el
equipo, tiene que hacer ostensible su propio fracaso, su insignificancia dentro
del propio sistema del capital-mercancía.
Me extiendo en estas consideraciones
porque el trabajo de Karmelo Bermejo
–y de otros artistas que utilizan tales estrategias al haberse dado cuenda del
cambio de ciclo en el arte- es negado con un simple y vano gesto displicente de
la mano debido a que, oh cielos, utiliza los mismos resortes que el capital
para afianzar su poder. Aducir razones para dar réplica a esa onda expansiva
que trata de desprestigiar con la sandez de usar las lógicas del capital es,
pensamos, de vital importancia y, por de pronto, un síntoma de buena salud.
La obra y el proceder de Bermejo es ayudar a este cambio de percepción
y alentar a que el fracaso se haga visible. Dicha revelación solo puede ser
concitada si, en un movimiento parejo, se integra la posibilidad del fracaso en
el régimen del arte. Es decir, su método no va encaminado a suscitar triunfo
alguno para el arte sino, más inteligente aún, hacer visible el fracaso del progreso
y, cómo no, del propio arte.
En el verano pasado, cuando Bankia fue intervenido,
sus acciones llegaron a perder hasta el 90% de su valor. Pero este primer
fracaso –del capital- no es tal, es solo un espejismo macroscópico ya que, en
este contexto, las acciones sufren de una extrema volatilidad generada por los
Hedge Funds de la City londinenese. Así, lo que pueden ser pérdidas
millonarias, se convierten, en el uso magistral de los heptosegundos y
nanosegundos, en ganancias a corto plazo.
Lo que hace Bermejo
es tramar una caza: se inserta entonces en esta dialéctica del simulacro
tardocapitalista para desvelar que, más que polos antagonistas, el éxito y el
fracaso redundan en el juego de la seducción con el que el propio
signo-mercancía mercadea. Utilizando toda la financiación otorgada por el Banco
Santander para la realización de una obra de arte, Bermejo tradea la acción durante varios días consiguiendo
beneficios. Dicha plusvalía, en un movimiento pendular al anterior, va ahora del éxito
en los mercados a la inutilidad: las plusvalías generadas se destinan a la adquisición
de las 126 plazas de un vuelo regular que partía el viernes 24 de
Agosto a las 23:30 de Barcelona, con destino Túnez, para que hiciese un
recorrido vacío, sin pasajero, inútil por sí mismo, un mero gasto de mano de
obra y gasolina para “no hacer nada”.
No existe denuncia, ni hay
representación alguna. Ni siquiera imágenes de la desolación y la injustica que
se supone el capitalismo provoca. Es todo más sutil y, por ello, más difícil de
cifrar la potencialidad de su éxito y de su fracaso. Casi diríase que lo que
nos quiere decir el artista es que el futuro siempre fracasa, que no hay
posibilidad alguna, ni para el mundo del capital ni para el arte. Es en ese “no
hacer nada” donde nos lo jugamos todo y, artistas tan capaces con Bermejo, parecen darse cuenta. Es ahí donde
todo queda en suspense porque, como Bartleby,
preferiríamos no hacer nada: sabedores de que no hay éxito ni fracaso que no se
necesiten el uno al otro, la improductividad parece ser nuestra mejor toma de
posición frente al mundo administrado del capital. Mejor no hacer nada que
intentar triunfar una vez más, mejor dejar las cosas como están que intentar
enmendarlas, mejor un artista tonto que un artista malo.
Porque, hemos de saberlo, el
capitalismo se retroalimenta de los fracasos, de los ámbitos conquistados al
desaire que supone una intentona más. Nada más estúpido que, en tiempos de
crisis como ahora, decir que el capitalismo está pasando una mala racha: quien
pasa una mala racha somos nosotros, irredentos jugadores que no nos cansamos de
jugar siempre otra partida. El dinero, en la era de su maquínica pulsión, vale
por sí mismo, genera tiempo e información según necesidad. El dinero sique
produciendo, solo que a más velocidad, ese mismo señuelo antagónico que reparte
sueños al por mayor: hacerse rico, como dice la cita de Don deLillo, en cuestión de segundos. Salir, repetimos, de esa
no-narración que proporciona el dinero y a la cual estamos sometidos es la
labor de un arte crítico que sabe que desatar otra temporalidad fugitiva no
tiene que ver ni con la protesta
espectacular ni con el mantenerse al margen.
La mejor
metáfora del tiempo de la contemporaneidad sigue siendo la del “Angelus Novus”
de Benjamin: no ya reactualizar las potencialidades
fracasadas en el presente con la esperanza del pasado, sino saber que, por
mucha que sea la derrota, por muy calamitoso que sea el fracaso, nunca será
total. Siempre dejará ruinas a su paso, rastros, vestigios. El éxito total es
imposible pero también lo es el fracaso total. Es en esa zona de
indeterminación e indecibilidad donde el arte ha de operar y donde Bermejo sitúa el grueso de su
producción, donde acontece ese vuelo sin tripulantes fantasmagórico y
simulacionista por sí mismo.
Para acabar, y como colofón, un
chiste: si un economista es alguien que se esfuerza, con los datos del futuro, analizar
el pasado y casi siempre fracasa, un artista es alguien que, con los datos del
pasado, intenta analizar el futuro… y casi siempre –afortunadamente- fracasa.
Que sigamos fracasando porque esa será
señal de que, al menos, le seguimos la pista al capital, que no nos hemos
dejado engañar por esas pantomimas idealistas en las que hemos estado
enfrascado durante más de dos siglos.
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