Este texto pretende dar cuenta del editorial del director del MNCARS, Manuel Borja-Villel, en el último número de la revista –publicada por el propio centro- “Cartas”. En dicha editorial el director cuestiona la pertinencia de grandes exposiciones como la que actualmente tiene casi colapsado a Reina Sofía. La editorial se puede leer aquí
No sabemos si Borja-Villel es un gran lector de Laclau pero, dada cierta terminología en su texto, dado sobre todo el propio título (la razón populista) y una frase a modo de conclusión (“la razón populista es, en estos momentos, hegemónica”) bien puede uno a arriesgarse a decir que sí. Populismo y hegemónico, dos conceptos en la teoría de Laclau para definir otro modo de construir lo político: populismo no como una forma degradada de la democracia sino como un tipo de gobierno que permite ampliar las bases democráticas de la sociedad. "El populismo -dice el filósofo argentino- no tiene un contenido específico, es una forma de pensar las identidades sociales, un modo de articular demandas dispersas, una manera de construir lo político".
Así las cosas, y dado que el arte tiene mucho que decir a la hora de construir políticamente esfera social, el texto de Borja-Villel va bastante más lejos que el hecho de simplemente decir que el modelo de la exposición-masa no es pertinente para un arte que ha de seguir partiéndose la cara por establecerse como dispositivo crítico. Va más lejos, precisamente, porque ese “no ser pertinente” no es algo que toque al público en un momento dado como espectador de arte, sino que la designa en su totalidad social.
El punto de torsión lo establece el propio autor al comprender la razón populista no como ese residuo de demandas nunca atendidas, de excedentes de legitimación democrática excluidas del propio reparto democrático pero que, en su calidad de significado-flotente diseminado, ha de comprenderse como una “dimensión constante de la acción política”, sino que –dice el director del MNCARS- “esta –la razón populista- se caracteriza por el deseo de dirigir nuestra atención hacia lo que está exento de interés y presentarnos como novedad lo que hemos visto hasta la saciedad”. Es decir, y para decirlo en plata: Borja-Villel no le da ninguna posibilidad no ya solo de emancipación, sino de elevarse de forma mínimamente crítica sobre el campo democrático hiperconsensuado, a toda esa masa multiforme que desde hace ya cuatro meses acampa como hordas salvajes durante horas a las puertas de su museo. No, la vinculación vocacional de esa masa con tótems como Dalí no va en la dirección –como pudiera pensarse si continuamos con la comparativa con el discurso de Laclau- de entrar en el juego participativo y democrático del arte, de querer –ellos también- establecerse como actores activos en el proceso estético. Es decir, las largas colas para ver al maestro de Figueras no van en la dirección de ampliar de modo crítico el campo estético sino, más bien, de todo lo contrario.
En definitiva, el público apostado día y noche esperando pueda acceder al sacrosanto lugar del sacrificio nada tiene que ver con realidades populares ahítas de participación, no es una masa comprendida como principio estructural diseminado de lo social, no son identidades no integradas que adquirirán progresiva emancipación al entrar en el juego participativo del arte. Muy por el contrario, basándose en los textos de Canetti y Sloterdijk, cifra esa masa como de “amalgama no reflexiva, compuesta de subjetividades a medias, de personas sin perfil que se reúnen alrededor de un líder, héroe o ídolo, y se identifican con él”. Es decir, la razón populista que anima detrás de la masa no apunta hacia una renegociación emancipatoria de las fronteras ideológicas que separan las identidades excluidas de las incluidas (Laclau), sino que buscan únicamente una sumisión más efectiva, un decir ‘sí’ a la ideología que se arroga la competencia para construir sus subjetividades.
Y lo peor, hemos de decir, es que tiene razón. Porque esta ocupación de la plaza crítica por la masa no quiere decir que se esté en contra de una populización de la cultura, de una difusión y distribución por cauces alternativos al institucional. Quiere decir, única y justamente, aquello que dice: que la conquista del espacio estético se ha llevado a cabo gracias a una progresiva eliminación de los primados críticos sobre los que originalmente se elevaba.
Claro que decir esto y que se te malinterprete van casi de la mano: no se apunta a un esencialismo para el arte que se está disolviendo, ni siquiera a una verdad oculta y redentora que se ha de mantener a salvo de estas masas y revelarse solo de forma hermenéutica y cifrada. Se apunta al hecho, patente y obvio, de que la ideología estética ha devenido la instancia más poderosa que el capital tiene para atrincherarse como forma imaginaria de relación más eficiente. Es decir, la estética –a manos del capital- se ha convertido en el ideograma más poderoso para la tecnificación efectiva de amplios campos de lo social: desde el ‘yo’ como esfera de máximo disciplinamiento, hasta la propia esfera pública como mero constructo simulacionista. En definitiva, como apunta a modo de conclusión el propio Borja-Villel, “se ha asimilado la práctica artística a la cultura de consumo”.
Si Freud ya estableciera las conexiones entre la construcción del “yo” en sintonía con la identificación que la masa realiza grupalmente en torno a un líder, si Adorno denunciara las connivencias de la cultura devenida industria con la construcción de subjetividades acríticas y plegadas al poder cosificador de la razón ilustrada, ahora en el arte vienen a confluir una serie de vectores que dan como resultado una estetización de los mundos de vida cuyos momentos de máxima eclosión están representados por este peregrinar constante al lugar del rito, donde se nos da a ver aquello que ya hemos elegido de antemano: la fascinación de una mirada que ve lo mismo en todas partes y en comandita, ¿existe mejor placer para una dromótica el capital afianzado e interiorizado hasta la carcoma?
Es decir, existe un “todo vale” hiperconsensusado que hace que la industria cultural funcione en dos direcciones: por una parte se percibe como injerencia desagradable cualquier intromisión crítica –de ahí que el arte de hecho sea odiado y despreciado por esa misma masa que colapsa las taquillas (1) -, y, por otra parte, establece una equivalencia radical entre modos y maneras de modo que el campo artístico se concibe como una bastedad equalizada donde cada uno viene a buscar lo que más le interesa sin interferencias de ningún tipo. En definitiva, la cultura ha devenido espejo imaginario donde venir a contemplar la imagen de nosotros mismos que más placer nos causa: la de estar en sintonía con los demás, con la masa. Así el arte se comprende como catalizador disfuncional de reflexividad: es decir, como modo principal de devenir masa de la sociedad.
Aún con todo el editorial se ha quedado en poca cosa, en un acto de sinceridad, de explicitación de lo ya sabido, que solo adquiere relevancia por venir de quien viene. Y es que no hay que ser muy lince para darle la razón a Zizek cuando dice que, en el escenario socio-simbólico actual, “el mismo gesto puede ser un acto o una ridícula postura vacía”. Y es verdad: cuando el contexto es la ideología democrática liberal todo acontecer puede ser referido sin mancharnos mucho las manos a la pamema simulacionista que nos inunda, al sesgo cínico y perverso de la propia realidad. Es decir, ser héroe hoy en día, cuando la “locura de la decisión” de la que habla Derrida está ya previamente acartonada por unas estructuras espectrales y espectaculares, es casi imposible.
Cierto que Borja-Villel ensaya algún tipo de salida para toparse siempre –ya sea trabajando desde las instituciones o fuera de ellas- con el muro ideológico que realiza la equivalencia pertinente en términos de capital. Éste ha realizado una “vuelta de tuerca” y ya no se sabe a ciencia cierta contra qué se lucha, dónde está el “efecto de lo Real” que pueda desbaratar al sistema.
En este sentido, en un primer párrafo muy acertado Borja-Villel sienta las bases para preguntar una duda: ¿y si fuesen las instituciones quienes no estuvieran jugando limpio con el ciudadano? Dicha duda –de respuesta obvia, claro está- puede ser rescrita para el asunto artístico de la siguiente manera: ¿y si la institución arte no estuviese dando al ciudadano aquello que “ha” de darle? El quid de la cuestión está, cómo no, en saber qué “ha” de darle al ciudadano. ¿Aquello que pide, aquello de lo que recela?, ¿no darle nada y decirle a las claras que eso que trata de buscar no está ya allí? La pregunta puede coger mayor prestancia y tronío: ¿alguna vez el arte ha dado al ciudadano aquello que precisamente espera? Lo cierto es que no: en el mundo del arte se presentan, por regla general, lo “otro” del arte, el efecto de visibilidad que produce su cada vez más patente ocultación. No quisiéramos desvelar el final del texto de Borja-Villel, pero su remisión a la “urgencia de la autorreflexividad” como una de las soluciones bien puede no ser otra cosa que un cuestionamiento no ya de dónde estamos nosotros sino de dónde está el arte, en cuales de nuestras prácticas está el arte.
Y el problema, el gran problema, es que al arte ya no se le puede interrogar: si la ideología del capital funciona antecediendo los deseos libidinales del sujeto para que solo pueda contestar con un enorme “sí”, el haberse logrado insertar el capital como lo ha hecho en las redes artística solo puede significar una cosa: que la respuesta –afirmativa- está ya dada de antemano.
Este hecho patente desde hace poco de no darle al ciudadano nunca lo que éste ha venido a buscar al tiempo que, ideológicamente, se oculta esta brecha en una lógica de la mitomanía y del artista-mercancía, es ahora elevada a la enésima potencia en la exposición-masa: exposición totémica que funciona como reflejo de identificación ideológico a gran escala, como dispositivo de equivalencia y de eliminación de antagonismos antidemocráticos; exposición hecha para goce y disfrute de la masa, de las hordas de turistas que, famélicos, inundan las grandes urbes en busca de “experiencias de lo Real” que llevarse para sus casas. Si la democracia puede ser comprendida como el gran eliminador de antagonismos sociales, el arte sin duda es el constructo que de modo más perfecto lleva a cabo está limpieza antagónica en el campo social.
Y si constatamos como hemos dicho que el editorial se queda en poca cosa es porque, entre este “sí” de la ideología y este “no” del arte, solo cabe apelar a una cosa: a realizar un verdadero acto, un acto que desde luego un director como el del Reina Sofía no puede llevar a cabo. Pero no solo él: ¿quién está en condiciones –en una escena artística que se nos ha ido por completo de las manos- de operar un corte que ya no requiere de bisturí sino de sierra mecánica? No lo sabemos pero quizá no quede mucho tiempo para empezar a pensar en términos cómo el de “estado estético de excepción”…
(1) Quizá sea pertinente –para comprender mínimamente este odio estructural al arte- aludir a algunas indicaciones de Habermas: los neoconservadores desgajan lo cultural de lo social y luego culpan a las prácticas culturales de los males sociales.
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