Estrenada hace unos meses, la última película de Giuseppe Tornatore (el de “Cinema Paradiso”) ha dejado a la crítica cinematográfica más bien tirando a fríos. Muy bien hecha, muy bien ejecutada, unos actores soberbios, etc, etc.; pero a la hora de la verdad que si demasiado larga, que si se pierde el interés, que si el último giro era esperable... Sandeces de papanatas que, cómo no, catalogan todo por el mismo patrón.
A mi entender Tornatore nos ha vendido la mayor y más potente muestra de cine filosófico de la actualidad: ha sido capaz de ir levantando capas de realidad adulterada para hacernos comprender en qué última entelequia estamos sumidos. Claro está que, a los acomodados en ver siempre lo que se espera, esto de las “realidades”, si no se lo aderezas con un poquito de cine fantástico, pues como que no les pasa… Y, además, si el héroe es una antigualla depresiva y el acto heroico no consiste en salvar a la humanidad ya sí que no hay nada que hacer.
Aquí nosotros nos vamos a convertir por unos momentos en el alter ego de Zizek y vamos a dar las claves interpretativas de un film que trata sólo de una cosa: de la ideología y de cómo atravesar la fantasía.
A mediados de los años 60 la CBS, mosqueada porque los discos de Dylan se vendían relativamente poco frente a los de sus más directos competidores que, por otra parte, no dejaban de versionear al bardo de Minnesota hasta la saciedad, decidieron sacar un cartel promocional con el siguiente lema: “nadie canta a Dylan como Dylan”. O, lo que es lo mismo: el original, frente a la copia, siempre es mejor.
Sin embargo, ya aún sin entrar a debatir que el propio Dylan es la copia –si no incluso el manuscrito fotocopiado- de muchos originales, estos problemas hoy ya no los tenemos. Y es que en la sociedad del karaoke espectacularizado, cualquier obra de arte o cualquier chorrada tienen, ambas, el mismo destino: viralizarse a través de las redes sociales y llegar a ser imagen-aura cibernética. Es decir, los problemas de legitimidad no van con nosotros: todo adquiere la preponderancia que los dispositivos mediáticos disponen, todo genera la plusvalía informacional que su injerencia mediática produce, ya venga dada de manos de un acto terrorista, del discurso de Obama llamando a atacar Siria, de los problemas de la Lucía Etxebarría en el ‘Campamento de verano’ o si Casillas o Diego López deben estar en la portería del Madrid.
Todo adquiere, para una sociedad del postespectáculo, el mismo rango de relevancia: dar de comer a una manada de ciudadanos ahítos de ideología. Una ideología llamada a ocultar el propio hecho de que la realidad es ocultada por los mecanismos de simulación. Así pues, no ya procesos de legitimación, solo simple carnaza para anestesiar la sintomatología transpostmoderna más acuciane: que nos estamos quedando no ya sin planeta –como rezan los tibios ‘verdes’- sino sin realidad.
Esta entradilla viene a cuento de que, eliminada la red de prioridades, la relación canónica entre la realidad y las apariencias, si es mejor y más provechoso leer a Zizek (la copia) que a Lacan (el original), mejor aún –sin ánimo de arrogancia- leer a González Panizo (la copia de la copia, un simulacro de segundo orden) que no al citado Zizek (simple copia ya acartonada). Y a eso vamos: si el filósofo esloveno habla mucho de la película “The Matrix” para explicar su teoría ideológica, aquí vamos a proponer –a proponerle si llegase a leer este blog- una lectura mucho más potente para comprender el trasunto de ‘realidad’ en el que habitamos y cómo funciona la ideología: la lectura de la película estrenada hace unos meses “La mejor oferta”. (Nota: obviamente, y cómo no queremos estropearle la película a nadie, quien no la haya visto sólo puede hacer ahora mismo dos cosas: primero ir a verla y, después, seguir leyendo esto).
De modo sumario, y sobre todo para quienes no hayan seguido la advertencia de arriba, el protagonista es un tasador de antigüedades y obras de arte ya de cierta edad que vive plácidamente catalogando piezas y dirigiendo subastas con encantadora mano de hierro. El hombre se desenvuelve a las mil maravillas entre obras de arte –entre imágenes- y, al contrario, relacionarse en el mundo real le cuesta horrores. Cierto día recibe el encargo telefónico de una joven para catalogar todas las antigüedades que hay en la mansión de sus padres, recientemente fallecidos. La chica no da demasiadas señales de vida, no acude puntual a las citas, y el hombre está a punto de dejar el encargo. Sin embargo –y aquí está el primer toque de atención- es la aparente imposibilidad de verla (de “ver”) lo que le anima al hombre, sin que él llegue a percatarse, a continuar.
Los devaneos van in crescendo hasta que la joven ha de confesar: ella está en la propia mansión, encerrada en un cuarto construido para mantenerse alejada de las miradas: padece de agorafobia. El hombre sucumbe de inmediato: baste que se le prohíba ver lo real para que desee verlo. Es la ideología lo que está a punto de –aparentemente- desmontarse: la ideología, la red de ideas que nos hace mediar una distancia con lo otro, con la cosa real, se ve apremiada a ser desmontada. La fantasía toma forma y el hombre se ve alentado a ver lo prohibido, a ver lo Real tras las apariencias: quiere romper con todas las distancias que ha ido poniendo a lo largo de su vida. Veremos más tarde cómo esta idea de que la mujer oculta es lo Real es el equívoco de la propia ideología y del propio protagonista; remontar este error –traspasar la fantasía- es el logro de la película.
La película, incluso, da más pistas: su trabajo de subastero no es ‘real’. Es una coartada, un chanchullo en el que él mete mano de forma ilícita para poder mediar ante lo Real, para poder mantenerse a salvo, para poder construir una distancia: si no puedo tener acceso directo a lo Real –a la mujer ‘real’- basta entonces que me construya una caverna –en el mejor sentido platónico- donde guardar aquello que más deseo: cuadros de mujeres, multitud de ellos de todos los tamaños y épocas.
¿Qué representan esos cuadros? Es aquí, sólo aquí, donde la película toca el tema ‘arte’: ¿qué representan, ‘realmente’, todas las apariencias-imágenes que se producen en el mundo del arte? Responder a esta pregunta es dar con el quid no solo de la película, sino de la manera que tenemos de construirnos la realidad. Y no, los retratos de mujeres que él atesora no representan ‘mujeres’, ni siquiera –idealistamente- a ‘la mujer’. Este equívoco, denunciado ya por Platón, es el que ha marcado la historia del arte. Si nos vamos a la República, libro X, allí se dice: “¿a qué se endereza la pintura? ¿A imitar la realidad según se da o a imitar lo aparente según aparece, y a ser imitación de una apariencia o de una verdad? –De una apariencia –dijo-. Bien lejos, pues, de lo verdadero está el arte imitativo…”. Es decir, el arte no copia la verdad, la realidad, sino que se erige como simulacro espectral, como música con la que hacer bailar a las apariencias en torno a una realidad siempre reconstruida, siempre mermada por este juego doble de las apariencias que la hacen ampliar o reducir sus límites.
Esto él, el protagonista, lo sabe. Por eso sabe que no se está perdiendo nada en no acceder a la mujer ‘real’: porque no dejará de ser nunca una apariencia, un encuentro siempre mediado por la distancia de la ideología que la sitúa como ‘real’. ¿Hace falta remitirnos a la célebre cita de Lacan aquella que dice que “el encuentro amoroso nunca tiene lugar”? Lo sabe hasta tal punto que se lo hace recordar preguntándoselo al joven relojero: ¿se pueden falsificar los sentimientos, se puede falsificar el deseo? El joven, cínico postmoderno, no duda: “todo se puede falsificar”. Pero él, el joven, está en otra fase de la ideología: la de la cínica razón ilustrada de Sloterdijk. Él sabe que lo sabe (sabe que vive con valores falsos) pero hace como si no lo supiese. Por eso para él la mujer, las mujeres, no son nada y lo son todo: tontea con todas y cada una de ellas, discute con su novia, lo dejan, lo retoman…. Toda una martingala en la que nosotros, felices postmodernos, estamos más que entrenados: sabemos que no hay nada más que apariencias, un juego infinito de ellas, pero hacemos como si aún cupiese la posibilidad, como si aún deseásemos traspasar una pantalla que, lo sabemos, nos dejará indiferentes.
De igual manera que el joven, el protagonista sabe perfectamente que salir fuera de la caverna de apariencias en la que vive no le va a hacer ningún bien. Salir fuera, dice, decimos, ¿para qué?, ¿no cabe la posibilidad de que fuera, realmente, no haya nada? Pero mientras el joven relojero sabe que bajo las apariencias solo se esconden más apariencias (al otro lado de la pantalla otro pantalla), el protagonista cree aún –le hacen creer- que pueda haber algo, algo real, que detrás de la pantalla se oculta algo que, ahora sí, desea.
Fundamental es percatarse de que el deseo del protagonista no es originario: su deseo, su deseo de ver, sólo aparece como respuesta al deseo del otro: es el intento de llenar las carencias del Otro (no las del propio sujeto), la enfermedad de la chica, lo que le hace entrar en la Fantasía: la fantasía de conquistarla, de verla, de traspasar –ahora sí- el velo fantasmático de las apariencias. El verdadero poder de la ideología, como supo ver Althusser, es hacernos creer que es a nosotros, justamente a nosotros, a quien necesita, que es a nosotros a quien se nos pregunta. Así, el dispositivo visual en torno a la chica consigue dirigir al protagonista la única pregunta que le haría desear ver lo real: ¿estás dispuesto, dispuesto a ayudarme? La ideología, así entonces, y aunque funcione socialmente, nos interroga individualmente.
De forma sucinta, el protagonista comete un error: confunde lo Real. Lo Real no es la mujer del otro lado, lo Real es el esquema que le hace, en un determinado momento bascular la distancia hacia ese otro lado de las apariencias y, además, sostener que aquello con que se encontrará será, efectivamente, lo real. Es decir, si sabemos que vivimos entre apariencias, que la realidad (siempre compuesta de una parte real y otra de ficción) se está diluyendo a través de simulacros hiperreales, si por ello estamos ansiosos -frente a nuestras pantallas amigas- a tener “experiencias de lo Real” con que anestesiar al menos por un instante esta paranoia nuestra de secretar realidad del modo que fuere, mientras el protagonista sostiene que esa “experiencia real” trae consigo un pedazo de realidad, el relojero está ya más que harto de comprobar como ese “retorno de lo Real” no viene dado sino en forma de apariencia (todo nuevo ligue no trae sino otra mujer simulacro). Si el primero tiene sed de realidad, el segundo está ya hastiado y vive feliz en su mundo de apariencias, simulando seguir esperando un tropezón con lo Real.
El momento en el que sudoroso y sucio sube al estrado para dirigir una subasta es hilarante en sí mismo: las risas que lanzan los asistentes es la misma risa desbocada que la ideología nos brinda a nosotros mismos: se ríe de nosotros porque, en estas “experiencias de lo Real” por las que llegamos a morir y matar, siempre hay un momento en el que nos creemos nuestra propia mentira: creemos que sí, que está vez será lo Real, un quantum de verdadera realidad lo que experimentaremos. El protagonista ha interiorizado tanto el momento de encontronazo con lo Real que ya no puede dejar de fantasearlo: la mera idea de verla desaparecer le descompone.
Llegados a este punto, bien pudiera pensarse que la película es terriblemente inocente: que es el traspasar la pantalla (el biombo que separa a la muchacha de la realidad) lo que le hace al protagonista toparse con lo Real en un encontronazo, como no, traumático; pudiera pensarse que la moraleja está en dar cuenta de que nuestro destino preferible es mantenernos en el juego de las apariencias y que lo demás es arriesgarnos en demasía. Sin embargo, la película dice esto y mucho más: dice que lo Real no es en modo alguno lo que está del otro lado del biombo, y dice, sobre todo, que no podemos experimentar la realidad más que cómo apariencia. Que por mucho deseo de “experimentar lo Real” que tengamos, éste siempre vuelve en forma de desierto, de desierto de lo Real. ¿Qué más desierto que esas paredes de sus caverna hasta hace un momento –justo antes de hacer efectiva su fantasía- llena de apariencias y ahora –justo después del encontronazo fantasmal- desnuda y blancas? Pero dice, sobre todo, que si bien no hay una salida a la ideología, sí que hay una manera de proceder: atravesar la fantasía.
Si la idea -ideológica en sí misma- de la película “Matrix” es que hay un superordenador que genera en última instancia la realidad (esta sería la posición del tasador), la idea contraria, que todo lo que existe está generado por Matrix y no hay realidad última, también lo es (en este caso, la del joven relojero). Es decir, la tal película logra explicar el verdadero engranaje de la ideología y disponiéndonos para exclamar, al unísono, una única certeza: la realidad no existe. Pero decir que la realidad, por una razón u otra, no existe no es decir nada: hay que ver cómo procede la ideología para invitarnos a proferir tal sentencia.
Es en las últimas escenas de la película donde se marca la diferencia. El protagonista ya ha tenido su “encuentro con lo Real”: ha evidenciado cómo esa realidad era también falsa, siquiera la más falsa de todas las apariencias. Sus ideas, ahora sí, se han desvanecido: no habiendo Real tras la pantalla, las apariencias ya no valen, ya no están en lugar de nada. Es decir, ya no tienen capacidad para representar… Que la chica se hubiese ido robándole los cuadros o sin robárselo no cambia nada: una vez desaparecida, los cuadros ya no tendrían ningún valor, sus apariencias serían ya sólo eso, apariencias fantasmales. Es la crisis actual de la representación…¿nos suena de algo? Pero bien podía nuestro hombre haberse creado otro “enemigo”, una alternativa hacia la que establecer nuevas distancias, un nuevo Real. Posibilidades no le faltan: esa pandilla de ladrones que han venido a quitarle su sueño más perfecto…
¿Nos suena, de nuevo, esto de algo? El 11S y la política estadunidense posterior, la “guerra contra el terror”. Al igual que nuestro protagonista, los Estados Unidos vivían en una realidad ‘aparente’ y la Imagen vino a romper la matriz simbólica que las hacía operativa, que permitían una distancia determinada con el otro. El atentado contra las Torres Gemelas tuvo el mismo efecto que el del viejo tasador entrando en su mausoleo ahora desnudo: “no se trata de que la realidad entrara en nuestra imagen: la imagen entró y rompió en pedazos nuestra realidad”, dice Zizek. Él, que se movía entre imágenes como pez en el agua, no experimentó ningún efecto Real, sino que tuvo acceso a la imagen más desoladora: su propia caverna arrasada por la nada, por el sinsentido. Como veremos en breve y venimos adelantando, el hecho de atravesar la fantasía y no crearse otro Real, otro Enemigo como hicieron los Estados Unidos tras el 11S, es lo que sitúa al hombre engañado en la senda de la heroicidad.
Pero, si tanto deseaba acceder a la mujer-real, ¿no es porque en lo más hondo de su fuero interno coquetease con la idea de tal visión apocalíptica? Cómo no, igual que el 11S. Porque, la fascinación que nos produjeron las imágenes del 11S ¿no vino dada por el hecho de darnos cuenta de que tal acontecimiento lo habíamos deseado, lo habíamos imaginado?, ¿no fue su exactitud con las películas apocalípticas lo que nos hizo exclamar, ideológicamente, “la realidad no existe”? Soñamos lo apocalíptico porque la imagen catastrófica nos acercaría con mayor probabilidad de éxito a lo Real: cuanto más catastrófico, más posibilidad de que no haya sido previamente imaginado mediáticamente. Este Acontecimiento puro, Real en sí mismo, supondría un traspasar de la fantasía, un rasgar pleno del velo de la ideología. En el límite por tanto, soñamos con lo catastrófico inimaginable, pero no nos cansamos de imaginarlo previamente no sea que vaya, realmente, a suceder. Zizek cifra en este intento nuestro la misión principal del psicoanálisis: “de esto es de lo que trata el psicoanálisis: de explicar por qué, en medio del bienestar, nos hechizan visiones de catástrofes de auténtica pesadilla”.
A este respecto, si el psicoanálisis freudiano trata de librarnos de nuestras fantasías para que tengamos un acercamiento lo mas “sano” posible a la realidad, Lacan por el contrario lo comprende como un tratamiento por el cual nos identifiquemos más plenamente con la fantasía. Así, el momento final del tratamiento lacaniano es cuando por fin, atravesamos la fantasía. Y eso, precisamente, es lo que se hace en “La mejor oferta” y no en “Matrix”. En esta última película nos quedamos en el pleno momento ideológico: hay un superordenador que segrega realidad y, simplemente, hemos de creer que tal realidad es verdadera o que es solo un camelo, una trampa simulacionista del propio ordenador. Pensar la ideología no es simplemente posicionarnos ante ella y exclamar “la realidad no existe”. Es no solo saber que esa sentencia es, en sí misma, ideológica, sino supone arriesgarse: arriesgar a dar el salto en el vacío, a atravesar la fantasía.
En cambio, en “La mejor oferta” la fantasía sí es atravesada. No, como puede pensarse en una lectura superficial del film, porque el protagonista va ahí donde la mujer-real (ahora ya apariencia falsificadora) estuvo una vez a la espera de que vuelva a pasar por ahí. No; casi diríamos que todo lo contrario. Va a allí, a ese restaurante repleto de mecanismo de relojería, para insertarse dentro del proceso de generación de la fantasía, para identificarse con ella plenamente. Va allí porque sabe que es el único lugar adonde ella (real o fantasmática) nunca irá, justo allí donde él puede seguir sosteniendo la fantasía…porque ha descubierto que tal fantasía es falsa en sí misma pero que, al mismo tiempo, no puede dejar de imaginarla, de fantasearla. Va allí para realizar el Acto, la locura de la decisión que lo convierte en héroe: no ya realizar el acto cínico de hacer como si, sino asentarse en la locura de lo imposible…esperar que ocurra lo imposible (aquello que, contrario al 11S o la propia devastación de su cuarto secreto) no ha sido imaginado previamente.
Nótese que la heroicidad viene del hecho de que no hay manera de distinguir entre una espera ‘verdadera’ de una espera ‘falsa’. Se espera y no hay más. El camarero se acerca a preguntarle si está solo y él, con solemne dignidad de héroe, responde que espera a alguien. Y lo espera, aunque sepa que nunca acudirá lo sigue esperando: el único modo de esperar de verdad es saber que tu espera es falsa, es una mera apariencia; es decir, nunca será satisfecha. Solo se espera verdaderamente si nadie llegará nunca. Así el círculo se cierra: solo se pude uno identificar con una fantasía si tal fantasía se sabe irrealizable.
Y es que la situación paradójica en la que nos encontramos es aquella en que si bien no podemos –al estar inscritos en la ideología- dejar de barruntar la posibilidad de salir al exterior, nos hemos ido convenciendo progresivamente de que esa idea es, en sí misma, falsa: que no hay nada fuera y que, por ende, es imposible de rasgar el tejido ideológico en el que estamos sumidos. Sin embargo, despertar a la realidad sigue siendo la fantasía fundamental que sustenta nuestra existencia: el gran Otro se alimenta de esta jouissance humana. Es decir, podemos soñar con salir de Matrix solo si permanecemos en Matrix: podemos soñar con salir de la ideología solo si permanecemos en la ideología. La fantasía de despertar a la auténtica realidad es la fantasía fundamental que sustenta nuestra existencia. Esta fantasía, jouissance suplementaria, es de lo que se alimenta el Otro, lo Real. Pero el precio que hemos de pagar por mantener la fantasía es, simplemente, mantenerla como apariencia, nunca llevarla a efecto, nunca realizarla. Para ello somos reducidos a una pasividad absoluta e instrumentalizada: la pasividad total, el ser energía para el Otro en forma de jouissance, es la fantasía que mantiene nuestra experiencia consciente como objetos activos, autoafirmativos.
Importante para comprender esto es, obviamente, la presencia del muñeco mecánico. Hay algo que no se nos debe escapar: si a medida que descubría más piezas para construir el mecano (las apariencias) más cerca pensaba él que se encontraba de lo Real, ahora, de igual manera, cuanto más mecánico se vuelva él más será capaz de identificarse plenamente con la fantasía. Es decir, cuanto más sepa de su falsa apariencia pasiva, más cerca estará de alimentar con su jouissance –con su deseo que sabe ya nunca satisfecho- al Gran Otro. Por eso el lugar de la espera no podía ser otro: ahí donde todo se mueve mecánicamente, accionado por un engranaje superior desconocido (y puede que inexistente).
El punto de fractura por tanto de la película, lo que la hace a nuestro juicio digna de admiración, es esa última secuencia donde el protagonista sabe que está esperando lo imposible. Ese y no otro es el verdadero encontronazo con lo Real. Intentamos tocar lo Real, pero no es que sea imposible tocarlo, es que el intentarlo -solo el intentarlo- es lo que da consistencia a la realidad. Posible o imposible es algo que no viene al caso, que no es ni siquiera susceptible de valoración: valorarlo es situarnos de nuevo a una distancia ideológica determinada con lo Real. Lo importante es que la realidad se estructura a través del fracaso que supone siempre y en cada caso ese intento. No hemos por tanto eliminar la fantasía (que lo Real pueda ser tocado), sino identificarnos más plenamente con tal fantasía y, cómo no, con su fracaso. Ello no consiste en coquetear fantasmáticamente –y mediáticamente- con el Acontecimiento puro, con la más colosal catástrofe pensando eso nos acercará al núcleo evanescente de la realidad: lo Real.
En definitiva: es un héroe porque sabe que su espera es una pose, una apariencia nunca devenida real: una apariencia “verdadera” porque verdaderamente sabe que su espera es simplemente aparente. Pero es precisamente esa pose lo que le salva de ser considerado por la Cosa un mameluco adoctrinado; es precisamente en ese restaurante (y no en su bunker ideológico) cuando empieza a existir, a vivir.
Cuando habla de la sociedad del postespectáculo, a que se refiere?
ResponderEliminarPodría definir esta sociedad?
gracias
Ciertamente la sociedad del postespectáculo no existe. Es la del espectáculo, ésta en la que estamos sumidos. Simplemente era una alevosa exageración tratanado de condensar muchos de los 'post' con los que la teoría postmoderna hila sus discursos. Postespectáculo sería una sociedad donde la historia es hasta tal punto anulada que ni siquera su datación o catalogación como "espectacular" sirve de muchos.
ResponderEliminarpost-vale...
ResponderEliminarpero entonces termina en el restaurante o en el manicomio?
ResponderEliminaren el manicomnio
Eliminaral final se deduce que es una venganza de su amigo que le ayudaba en las subastas por no valorar nunca sus pinturas o ayudarlo a ser un pintor connotado?
ResponderEliminarUn análisis increíble
ResponderEliminarGracias
Hola muy bueno el análisis, quisiera entender el final..... virgil termina en el geriátrico y recuerda la espera en praga? O bien cuando sale del geriátrico viaja a praga y ese es el final? Por favor si me pudieses responder te lo agradecería.
ResponderEliminaresta en el manicomio y ahi recuerda todo, al final el se volvio loco
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