DAVID MUTILOA: ES DIFÍCIL ENCONTRAR UNA BUENA LÁMPARA
GARCÍA GALERÍA: hasta 25/01/14
Allá en los principios del siglo XX, cuando la densidad de la barbarie apenas podía vislumbrarse a través de la prisión que con primoroso candor nos estábamos –y seguimos- fabricando, el arte ufanamente se alió con la productividad mecánica para atisbar esos emplazamientos en la utopía de los que ya renegamos como burda patraña. Arte y diseño, arte y productividad, arte y tecnología, son nódulos por los que la reciente historia del arte ha transitado ahíto de encontrar potencial subversivo alguno capaz de descorrer el velo de la mediocridad en la que estamos instalados.
Curiosamente, es también en aquella época donde la fenomenología existencial, desde una existencia arrojada, descubre un mundo como horizonte donde cohabitar con útiles: empezar a existir, para un ser que es en cada caso un Da, un aquí, es tenérsela que ver con cosas, con objetos, los cuales solo son descubiertos como tales en cuanto útiles, en cuanto artefactos que sirven para algo.
A este respecto, en “El origen de la obra de arte”, Heidegger trata de reconsiderar la diferencia entre la cosa como tal, la obra de arte y el artefacto. De este último, el instrumento o artefacto, Heidegger señala que ocupa un lugar intermedio entre la cosa en sí y la obra de arte, ya que, en efecto, participa de la cosa (la requiere) y del acto humano pero carece, en cambio, del en sí (pureza) de la cosa y de la incondicionalidad de la obra de arte. Esta supuesta incondicionalidad remite en el maestro fenomenólogo a una muy kantiana inutilidad de la obra en relación con la utilidad de la cosa: el arte, en su inútil utilidad, abre la cosa representada a preguntarse por su ser, a interrogarse por sí misma al margen de lo productivo-útil.
Las famosas botas de van Gogh, en su simple contemplación desconectada de los esfuerzos de la tierra, empiezan a hablar como un objeto arqueológico, como poesía que crea un mundo. En el estar referido la cosa a su mundo propio, la cosa no deja de referirse a su coseidad como utilidad; pero, traído a la inutilidad de la obra de arte, la misma cosa se interroga sobre el mundo que le es propio, desvelándose así su mundo, des-ocultándose ahora como ser.
Si nos hemos querido referir a estas cuestiones fenomenológicas es solo para situarnos en las antípodas de esta conjugación arte/diseño con el que hemos empezado el texto y que, como hemos señalado, vertebra de una forma u otra la historia del arte contemporáneo.
Y es que, como bien pude inferirse, de entro los “ismos” que inundaron el mundo del arte en los primeros novecientos, un claro exponente del vanguardismo fue ese que quiso ver en la productividad maquinal de la fase industrial del capitalismo una vía de tránsito hacia un mundo mejor. Dejándose de filosofías, de disquisiciones patafísicas en torno al ser del arte, la conjugación del arte con la producción en serie del objeto atisbó la posibilidad de un mayor calado de los dictámenes emancipatorios del propio arte.
Quizá la Bauhaus y, sobre todo, la Deutscher Werkbund puedan ser hoy vistos como adalides de ese momento histórico donde la razón instrumental todavía estaba guardada bajo llave y no podía uno siquiera imaginar las salvajadas genocidas que iba a protagonizar. Desde un almohada o una taza de té hasta un plan de urbanismo pasando por la identidad corporativa de una empresa. Nada era ajeno a la Deutscher Werkbund (DWB), que tenía como finalidad la dignificación del trabajo artesanal y la buena forma sin ornamentos.
Pero esto no es, si se me permite, sino el pleistoceno de nuestros problemas. En un mundo amparado por una razón puesta en cuarentena por ejercicios deconstruccionistas varios, en una sociedad donde la razón instrumental es adalid de una estetización de la política que llena y colapsa cada uno de nuestros mundos de vida refiriéndolos a una homogenización de nuestras rutinas donde incluso el reducto crítico-utópico frankfurtiano se compra y vende con ganancias al portador, el arte, reducida su función emancipatoria a un simple juego de espejos, no ha dejado de buscar amparado en los diferentes regímenes de producción capitalista esperando que así, quizá, empeñándose en una veta de positividad que yo creo que hay que ir dejando aparcada definitivamente, alumbre la radical novedad que inaugure otro tiempo.
Sirviéndose de una cita del ensayo de Donald Judd “It’s hard to find a good lamp” (1993) en el que el artista se pregunta sobre las diferencias entre su trabajo como diseñador de mobiliario y como artista, David Mutiloa (Pamplona, 1979) rearticula la reciente historia de esa relación de conveniencia entre arte y diseño para interrogarnos acerca de nuestro presente y nuestro futuro.
Mutiloa se sitúa en las mismas coordenadas de esta problemática operando un deslizamiento crítico a partir de una estructura metálica modular que llena completamente el espacio de la galería y que, en su doble ascendencia como mueble y como arte, como soporte y como obra en sí misma, como contenedor y contenido, se cuestiona su propia ascendencia en un ejercicio autoreflexivo altamente apropiado y, se me antoja, necesario en estos tiempos de asepsia crítica. El mueble-obra, que recrea la estética utilitaria del diseño industrial, le sirve como soporte donde, a través de fotografías y documentos, ofrecer otra mirada menos buenista que la que acostumbrada a la historia del arte.
Si el arte en su encomio para sobrevivir en todas circunstancias ha debido de replegarse en estrategias que sabía perdidas casi de antemano, de lo que se trata en la actualidad, en ese ejercicio crítico basado en una arqueología foucaltiana del saber, es repensar el choque de reverberaciones que sobre los diferentes ámbitos de la realidad ha producido la práctica artística. Así, Mutiloa nos viene a decir que no todo han sido bondades, que quedan rescoldos impensados que anteceden esta situación de afasia colectiva en la que nadea el arte actual.
En definitiva, Mutiloa nos cuenta cómo dicha estrategia de confluencia con el diseño posibilitó una mejor y menos dolorosa domesticación del arte a manos de la economía de mercado, y como, sobre todo, de lo que se trata ha sido de silenciar un fracaso: el del propio arte en relación a apuntar a un más allá ideológico. Que el diseño haya conquistado todos los rincones del planeta instaurando la tiranía de la República Independiente de IKEA dejándole como contrapartida una nada al arte, es solo un síntoma del desahucio al que el propio arte ha sido destinado.
No sabemos si es difícil o no encontrar una buena lámpara, pero lo que sí que sabemos es que el arte se ha pasado más tiempo del justo y necesario buscándola. El dicho aquel de que ‘atrás ni para coger impulso’ no vale para el arte: es justamente mirando atrás, coligiendo poses aprendidas desde hace tiempo que poco de disensual tienen ya, desde donde el arte puede abrirse a un necesario y novedoso futuro.
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