LOS OJOS DE LAS VACAS. COMISARIO: DAVID BARRO
GALERÍA PONCE+ROBLES: 05/04/14-23/05/14
Que la historia del arte contemporáneo descansa en aciagas reflexiones que han entorpecido lo que pudiera pensarse como su desarrollo más razonable es algo más que patente. De entre ellas, quizá la que ha gozado de más prestigio sea aquella de la “muerte de la pintura”, una muerte que, como bien sabemos, nunca ha sucedido. No obstante, claro está, esto de poner nombres a los acontecimientos funciona a título de referencia profética, de intuición filosófica, con lo que su acontecer o no es lo de menos, siendo lo fundamental el mundo que abre bajo sus pies.
Y, refiriéndose a ese mundo, lo cierto es que bajo este epíteto de la muerte de la pintura se construyó la gran pantomima de la Modernidad –adjetivada como greenbergiana– cuando ya la propia Modernidad fenecía disuelta en las mismas fuerzas que la construyeron. Diluida la Modernidad en los fastos de una novedad que ya no abría posibilidad alguna sino que refería a cada oportunidad a una identidad bulímica, una mala comprensión de la autonomía estética intentó la machada de, tirando por el camino del medio, proponer un ejercicio de autoreflexividad ahí donde ya solo cabía asumir como propio el fracaso de todo la Aufklärung. Tan preclaro en esto como en todo, Nietzsche fue el primero en tomar cartas en el asunto al sostener, en su Segunda Consideración Intempestiva, que lo nuestro es un fenecer por un exceso de conciencia histórica que nos impide producir verdadera novedad histórica. Quizá la disolución del imperio de lo real –también la deshistorización de las experiencias– que sucede en nuestra postmodernidad no sea sino la solución salomónica de un proceso compulsivo-esquizoide al no soportar ya tanto exceso.
Aún forzando un poco la situación, quizá pueda verse en la narración de la muerte de la pintura una especie de simulacro suicida que el propio arte comete contra sí mismo evitando enfrentarse a su situación epigonal. Así, simulando hacerse el harakiri en público, evita tener que dar explicaciones de porqué su ocaso, de porqué ya no tiene nada que decir, de porqué ha sido superado. Todo con tal de no ser pensado en toda su profundidad, todo con tal de ser renuente a cargar sobre sus espaldas su destino.
Lo que queremos señalar es que hay que ser astutos –casi tanto como la razón– para llegar a ver en ejercicios circenses de profetización elementos reaccionarios llamados a hacer inviable la única salida posible a un arte emplazado ya en su ocaso y muerte: el abogar por la Verwindung, por la superación de la propia Modernidad, que coincide (por, desde y con Heidegger) con la superación de la metafísica, con la superación del olvido del ser, con la superación del pensar representacional y óntico. Vattimo, pensador de lo obvio, lo dice con claridad: “la situación que vivimos de muerte del arte o, mejor dicho, de ocaso del arte se interpreta filosóficamente como aspecto de este acontecimiento más general que es la Verwindung de la metafísica”.
Y es a este punto al que queríamos llegar: ¿no es la supervivencia de la pintura el sesgo empírico que demuestra la pertinencia de una reflexión que nunca ha tenido lugar, la de las condiciones para el arte en la era de su acabamiento?, ¿no es el fracaso de la bienintencionada narración que pretendía darnos gato por liebre el detonante para intentarlo de nuevo? Es decir: ahora, cuando el arte ya no viene al caso, los equívocos diseminados en su historia reciente enfatizan que lo suyo es, precisamente, el no ser ya nunca el caso. ¿Cómo pensar ese no ser el caso?, ¿cómo pensar la pintura después del camelo de su muerte que nunca fue, ni será, tal?
Es en este sentido que la actual reconsideración de la pintura, su constante revitalización, apunta, si no a lograr una superación a la que la metáfora de la muerte del arte señala, sí desde luego a responsabilizar al arte de su propio destino, aquel que no puede contentarse nunca con simulacros buenistas y hacer como si no hubiese pasado nada. Es a esta problemática a la que la presente exposición trata de responder. Si bien tales parámetros desde los que hemos construido este texto no son señalados como obvios por el comisario, David Barro, sí que se van dando rodeos y círculos hasta dejar difuminada un emplazamiento desde el que la pintura, con la huella de su falso acabamiento, puede ahora recorrer escenarios nuevos.
En este sentido, la reflexión práctica que el comisario ha elegido para dar cuenta de las “imposibles” posibilidades de la pintura se nos antoja como fundamental ya que nos enfrenta a un conjunto de problemas –de cómo superar la Modernidad- que, aunque han sido descubiertos desde hace más de un siglo, nunca han podido ser pensados en su propiedad. Que vayan a hacerlo ahora, adelanto, es imposible. Pero no por ser imposible ha de dejar de plantearse; y, sobre todo, quizá sea en una nueva catalogación de la noción de “imposible” lo que nos haga falta para dinamitar todos los grumos de aquellas narraciones que siguen embarrando el escenario.
Es siguiendo este razonamiento –reconocemos un tanto alambicado– que la reflexión actual de la pintura solo puede ir en una única dirección: proponer al arte aquello justo que trató de evitar a toda costa. Así, todas las estrategias pictóricas versadas sobre lo técnico y lo material, su querencia hacia el campo expandido, su disposición a funcionar como dispositivo desregulativo de un régimen escópico ideológicamente teledirigido, son readaptaciones –exponentes de la acción diferida como temporalización propia del arte– orquestados para, si bien como decimos no cargar con la necesidad de superar la Modernidad, sí al menos desvelar los recovecos ideológicos que dictaminaron –a deshora– la muerte de la pintura. Así, cada acta pictórica actual ha de ir dirigida a generar un malestar en la propia historia de la pintura, capaz de superar por elevación lo concreto de sus problemáticas y aterrizar ahí mismo donde la Modernidad trata de disolver sus aporías.
A mi entender, este es el escenario desde donde puede y debe verse el gesto pictórico como potencial político, como dispositivo capaz siempre de mirar por primera vez, como máquina de mirar pero no ya para cosificar sino para desanudar toda esa retahíla de apropiaciones dogmáticas. Seguramente tiene razón David Barro al concretar en el texto de la exposición que se trata de una “exposición sin alardes teóricos ni pretensiones más allá de conseguir incitar la capacidad de mirar”. Pero es que, sin duda, es ese “incitar” lo que, tal y como está el patio, solo puede ser pensado desde lo político, desde una reconsideración de todo lo que la pintura ha ido dejando por el camino y desde una reflexión capaz de desmontar los aporías de la Modernidad donde todavía andamos perdidos.
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