Breve texto acerca de la película “La imagen perdida”, de Rithy Panh
En el año 2001, al poco de la publicación de su ensayo ‘Imágenes pese a todo’ para el catálogo de “Memoria de los campos: fotografías de campos de concentración y de exterminio nazi”, George Didi-Huberman fue objeto de furibundas críticas acusándole de realizar una religiosa fetichización de la imagen –en el sentido de que la pasión por la imagen está íntimamente ligada con el cristianismo– de querer elevar la imagen al status de reliquia o de querer rellenar con imágenes el silencio que debe reinar alrededor de la Shoah como acontecimiento (silencio referido a un dejar hablar al testigo aún en lo inimaginable de su experiencia).
Las reflexiones llevadas a cabo por el historiador del arte en referencia a las cuatro únicas fotografías hechas por prisioneros de Auschwitz fueron demonizadas como insolentes juegos voyeurísticos donde la mirada y la teoría usurpaban la individualidad de la víctima, aquel que miró y cuya mirada entonces no hacemos sino robar y cosificar. Y es que, en su discurso se niega –en parte– esa estética de lo inimaginable que proclama sin miedo aquello de ‘no hay imágenes de la Shoah’.
A pesar de que ese ‘no haber imágenes’ es, desde luego, problemático, lo fundamental es comprender que los críticos a las tesis del francés no ven posible trasmisión “entre el intento de los prisioneros de Auschwitz de extraer imágenes para permitir que algo de la maquina exterminadora sea visto y los intentos de los historiadores años más tarde de extraer de esas imágenes algo que tenga sentido en nuestra comprensión de la Shoah”. Es decir: es tan inimaginable lo acontecido que las imágenes por sí mismas no dicen nada.
Sin embargo, y aún estando de acuerdo en la base que alimenta al concepto de inimaginable (“nunca rechacé lo inimaginable como experiencia. ‘Inimaginable’ fue una palabra necesaria para los testigos que se ven forzados ellos mismos a contar, así como lo fue para aquellos que se ven forzados ellos mismos a oírles”) Didi-Huberman llevó acabo una operación muy básica: lo mismo que si Auschwitz es impensable debemos repensar las bases de nuestra antropología (Arendt), lo mismo que si Auschwitz es indecible debemos repensar las bases del testimoniar(Levi), también, de igual manera, si Auschwitz es inimaginable debemos repensar la imagen cuando una imagen de Auschwitz aparezca ante nuestros ojos.
Y es ahí, en ese repensar la imagen, donde ese ‘no decir nada’ debe ser repensado, donde surge su carácter de ‘a pesar de todo’: las cuatro fotografías establecen un umbral, un infrafino entre lo imposible de representar el acontecimiento y la necesidad de que, pese a todo, contamos con imágenes, con una representación. Un umbral visual. Es imposible pero necesario, y, por tanto, posible… ¡a pesar de todo! Es decir: aún siendo inimaginable el acontecimiento en sí mismo, tenemos la necesidad de siquiera intentar trasmitirlo, de tratar de que no se quede en el olvido. Y de ahí que, pese a todo, pese a lo imposible de su representación, contemos con algunas imágenes.
Es ese ‘a pesar de todo’ lo que hace que lo inimaginable no signifique nunca ‘no imaginar nada’ sino más bien que estamos lanzados a imaginar: “es porque las palabras del testigo desafían nuestra capacidad de imaginar lo que nos dice por lo que debemos intentar hacerlo a pesar de todo, para oír mejor las palabras del testimonio”. Pero sobre todo, es ese ‘a pesar de todo’ lo que señala que la imagen nunca es toda, que nunca es apropiada, que, en definitiva, la propia existencia de las fotografías remite a que es precisamente la imagen (como adequatio y totalidad) lo que falta. No es que la imagen mienta, sino que cada imagen no dice todo. En definitiva, es la presencia de esas cuatro fotografías lo que nos permite imaginar la Shoah, lo que nos permite imaginar lo de por sí inimaginable, no desde el punto de vista de señalar cada imagen como falsa sino haciendo de cada fotografía la asunción de una imagen (esa justamente que diga todo) que siempre falta. Dicho con palabras de Didi-Huberman: “las imágenes no dan todo lo que hay que ver; todavía mejor, pueden mostrar la ausencia del ‘no todo lo que hay que ver’ con que constantemente nos sugieren”. El no todo de la imagen señala la capacidad para imaginar hasta ahí mismo donde no se puede imaginar, señala la ausencia misma de la imagen-toda.
Hemos querido comenzar reseñando brevemente esta obra capital acerca de las (im)posibilidades de representar lo irrepresentable para situar con extraña precisión el lugar desde el que Rithy Panh construye su película La imagen perdida. Y es que los puntos de contacto entre el camboyano y las tesis del francés son algo más que determinantes. Incluso, refiriéndose a las películas Shoah de Claude Lanzmann e Histoire(s) du cinéma de Godard como opuestos modos cinematográficos de imaginar lo inimaginable, Didi-Huberman señala que “un proyecto de película –la cual supondría el enlace entre Godard y Lanzmann en una ‘confrontación’ cinematográfica sobre la Shoah- falta por materializar”. Y es, creo, en ese mismo punto intermedio, donde puede situarse la película de Rithy Panh.
Si Lanzmann nos ofrece una gran única-imagen, una gran nada que decir donde se explicita que no hay imagen capaz de decir la historia, maximizando las tesis de lo irrepresentable y lo inimaginable; si Godard, por el contrario, se afana en hacer hablar a toda imagen (todo puede ser representado, todo puede ser imaginado) pero solo reexaminando nuestra cultura visual por completo; Rithy Panh se decide por, ante la ausencia y ante la necesidad de contar con imágenes, crearlas.
Rithy Panh concretiza la tesis de Didi-Huberman de que, aún siendo ciertos los dos polos, la verdad es que necesitamos, también pese a todo, imágenes. No para que nos digan lo que pasó, sino para imaginar. Aún en el caso de que no digan nada -y aún sobre todo en ese caso- la imagen sirve de dispositivo de rememorización del futuro, de salvaguarda de un olvido que nunca podrá ser afectivo al cien por cien. Así, si una vez buscadas no se encuentran esas imágenes, solo cabe crearlas. La diferencia, entre el encontrarlas o crearlas, es mínima: en el acontecimiento inimaginable es de todo punto imposible contar con imágenes, de modo que toda imagen no será sino un ‘a pesar de todo’, un detonante para dar que pensar que no acentúa sino la ausencia de aquello que se hace de todo punto necesario: la imagen-toda.
La Tesis V de “Sobre el concepto de historia” de Benjamin está aquí muy presente: “articular históricamente lo pasado no significa conocerlo ‘tal como realmente ocurrió’. Significa apoderarse de su recuerdo como fulgura en el instante de peligro”. O, también en esa misma tesis, “la imagen verdadera del pasado pasa fugazmente”. Es decir, la imagen-toda es inasible, imposible de reproductibilidad mecánica; solo cabe un recuerdo interiorizante que, como relámpago interior, avive la esperanza en el pasado y abra el tiempo a un perseguir de imágenes que, construidas o encontradas, den vueltas en torno a ese vacío inimaginable que, a pesar de todo, hemos de imaginar.
Es de este modo que toda imagen inscrita en lo inimaginable de un acontecimiento como la Shoah o el exterminio de los Jemeres Rojos en Camboya, ya sea como construcción o como un encontrarse con ellas, permiten el poder reinscribir la historia de modo que no sea la barbarie quien tenga nunca la última palabra. Y es que solo dándole su justa palabra al pasado puede dignificarse un presente que sigue expropiado a cada individuo. Es por ello que en un momento de la película se dice que “os doy la imagen perdida para que no dejemos de buscarla” o “la imagen perdida somos todos” o, sobre todo, “lo que les ofrezco no es la búsqueda de una imagen única sino la imagen de una búsqueda, la búsqueda que permite el cine”.
Buscar nuestra historia es imaginar a cada instante de peligro (¿y cual no lo es?) la integración de temporalidades capaz de hacer latir en nuestro interior esa imagen única que llevamos con nosotros, como pasado y como destino, sin olvidar nada. Y es en la atrocidad de acontecimientos-límites como lo sucedido con los nazis o con Pol Pot donde se deseaba eliminar la propia imagen de lo humano. Y es por ello que cada una de las imágenes, construidas o encontradas pese a todo, funcionan no como registros de “lo que pasó” sino como posibles caminos desde donde seguir imaginando eso tan íntimo (la propia humanidad, nuestra imagen única) que a cada testigo se le trató de usurpar.
Y eso, por último, ¿lo permite el cine? En cuanto construcción de imágenes (ya sea la imagen de lo puro-inimaginable(Lanzmann), la imagen múltiple y barroca como economía de los síntomas excesivos (Godard), o la imagen labrada que se inserta en (el) lugar de la imagen perdida (Rithy Panh)) sí. Pero en cuanto imagen re-construida, que se cree fiel al mito de la narración original aún en la fábula que lleva a cabo, no. Es decir, el cine permite buscar lo perdido pero sin encontrar nada. Eso otro llamado también cine (aunque se le debería encontrar otro nombre), no sabiendo que tiene algo que buscar se afana a ofrecernos descubrimientos uno tras otro.
Lo extraordinario de esta película es que sabe todo esto: sabe que lo suyo es buscar imágenes que fulguran en pasados tan demoledores como los aquí narrados y que, sobre todo, tal búsqueda no está dirigida a terminarse nunca sino a hacer posible eso que los más espantosos horrores han borrado de la humanidad: el imaginar.
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