RAFAEL
LOZANO-HEMMER: ABSTRACCIÓN BIOMÉTRICA
FUNDACIÓN
TELEFÓNICA: 14/05/14-12/10/14(artículo original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=445)
Quizá, digo,
una de las razones que encuentro para explicar la desafección generalizada
hacia todo lo que huela a arte en esta nuestra comunidad es lo poco dado que
somos a que nos desmonten nuestro, por lo general, encefalograma plano. Y es
que, aunque nos enerva la sangre, somos borreguitos bailando una conga. Queremos
saber lo que sabe todo el mundo y punto; ni más ni menos. Saber lo que ellos
saben y, además, del modo en que ellos lo saben. En plena sociedad del secreto,
lo obvio es que, sin duda alguna, no hay secreto alguno. Para tal fin, una
ideología a pleno rendimiento es el escenario preciso para que nos sintamos más
a gusto que una perdiz. Y, si eso, si la situación nos desborda, dejamos caer
un emoticono, wasapeamos una gracieta, ponemos un tuit…y punto pelota.
Dicho de forma
más académica: el espectro de realidad dado a conocer es únicamente una porción
(robada a lo visible) que depende del emplazamiento escópico que cada sujeto,
dentro de la esfera ideológica, habite.
Así, cómo mónadas que sufrimos de angustia, nos apiñamos a ‘ver’ todas lo mismo
no sea que a alguien se le ocurra despojarnos de nuestra identidad
escópico-ideológica. Es ahora, cuando la ecuación ver/conocer ha llegado a unos
máximos históricos que ni Hume mismo
se aventuraría a profetizar, que todo lo que huela a modos alternativos de
conocimiento es, directamente, puesto en cuarentena. Total y resumiendo,
creyéndonos nuestro propio bulo, simulamos poder resolver la paradoja délfica
cuando, a decir verdad, apenas acertamos a borrarla en el zappeado convulso de
cada noche.
Digo todo esto
porque, sin duda, es cada vez más patente que, centrifugado el arte como un
resto en el conglomerado productivo capitalista, su misión –claramente política
desde los tiempos de Benjamin– ha de
obturar levemente en sus consignas no ya hacia la crítica a la ideología sino,
más bien, a procurar conocimiento alternativo, a construir fundamentos del
saber alejados de los tópicos cientificistas que nos inundan y, sobre todo, echar
por tierra todo consenso del saber basado en el experto de turno (tecnócratas
de todo tipo que profieren sus discursos, uno detrás de otro, construyendo un
hilo argumental del saber que consuma la sensación de que el conocimiento lo
poseemos todos).
La lucha es,
por tanto, no ya por el saber sino por el no-saber. Puede resultar extraño
pero, parafraseando la crítica a la ideología de Debord, luchar por el saber no sería sino invertir la situación,
cambiar el espectáculo de lado pero, en definitiva, no cambiar nada. De lo que
se trata es, con las mismas armas de la ideología, abogar por un espacio de
disenso donde se desaprenda lo aprendido, donde un nuevo no-saber saque a flote
las potencialidades cercenadas de raíz por el sistema ideológico actual.
A este
respecto, la obra del artista Rafael
Lozano-Hemmer (México D. F., 1967) se nos antoja arquetípica de este
momento epocal del arte. Sus obras, pensamos, utilizan el lenguaje de la
tecnología para abrir ese emplazamiento al que antes nos hemos referido:
descentrar las consignas desde las que irrumpen los discursos del saber al
tiempo que muestra (saca a la luz) lo global de una ideología escópica que,
haciendo creer que somos nosotros quienes miramos, lo cierto es que es ella, la
pantalla-ideológica la que nos mira y vigila. Es decir, por una parte procurar
nuevas medidas y modos de catalogación, nociones y conceptos que superan por
elevación la gnosología cientificista actual, y, por otra, hace patente que tal
posibilidad de datación y conocimiento depende de una gran máquina, de una gran
pantalla que nos mira sin disimulo alguno.
Siendo esto
así, es claro que el uso que Lozano-Hemmer
hace de la tecnología dista mucho de ser un nuevo soporte para decir las mismas
cosas (una simple new skin for the old
ceremony). Y es que el prurito crítico creo que es indisoluble de la
reflexión a la que nos lleva el experimentar algunas de sus obras. Vernos
reflejados, interactuar, ser cartografiados en datos y medidas, etc, etc, no va
dirigido únicamente a crear una sorpresa, a adorar a la tecnología como nuevo
sublime estético. No habiendo límite alguno que superar (la ideología es
nuestro sustrato único más allá del cual no hay nada), de lo que se trata es de
repensar nuestras nuevas condiciones de existencias: somos aquellos que el Gran
Ojo ve, aquello que el Gran Ojo vigila, somos en la medida en que somos vistos
por el Gran Ojo. Somos una excrecencia, un exceso que la gran pantalla absorbe
para autogenerase.
Entiendo entonces que la experiencia
estética que nos brindan sus obras, lejos de generar un aclamado ‘oh’ de
admiración, debería situarnos en la frontera misma de nuestro maquínica y siniestra
existencia. Claro está (y espero que nadie se pierdan en este bucle de
inversiones ideológicas) que la imposibilidad de situarnos en tal frontera es
cosa de la propia ideología: camelando el pavor por deseo, la mirada de ese
Gran Otro nos seduce más que nos aterra. Muy poco por tanto han cambiado las
cosas desde que san Pablo escribiera
a los filipenses: si el gran converso invita a los discípulos a “trabajad con
temor y temblor por vuestra salvación” –el
temor y el temblor causado por estar bajo la mirada secreta de Dios–, ahora, nosotros también, vivimos
bajo un constante temor y temblor en relación a otra mirada, la del Gran Ojo.
Un gran temor por no ser ya reflejados en la pantalla-ideológica, un gran
temblor porque no seamos ya mirados por el Gran Ojo. Y es que la lógica del
espectáculo hace posible la inversión: simulamos desear ver pero, lo que de
verdad nos pone, es ser visto. Somos, en el fondo (o, mejor dicho, en la superficie mediática) grandes
pervertidos. Ese es, sin duda, el gran progreso desde la panosfera de Spinoza: que el deus sive natura no es sino nuestro más perverso y libidinal deseo
de despelotarnos en público, de quedar bajo la mirada del padre, de –en
definitiva– obedecer.
Es sintomático de esta interpretación
nuestra que el propio artista no se regodee en la noción buenista y bienpesante
de la interactividad, memez exponencial de un arte que se avergüenza de sí
mismo. Y es que la experimentación estética que propone no se limita a hacer al
espectador partícipe en el tener que pulsar un botoncito, poner la mano ahí o
mirar por no sé dónde. La interactividad tecnológica a la que da pie va en la
onda de generar un ámbito de indiscernibilidad donde la propia aclamación
sublime se confunde con una sensación siniestra de ser dominado. Es decir,
dominar para ser dominado; o, dicho en plata, sólo donde está lo que salva
crece también el peligro. De ser algo, y cómo él mismo se encarga de decir en
una reciente entrevista, es todo lo contrario a un ‘megalodemócrata’: su
llamada al espectador no va en la senda de producir un espacio de participación
festivalero, sino en someter la vertiente lúdica del arte a una
problematización que dé cuenta de nuestro destino monadológico como mancha
borrosa en el campo escópico de un Gran Todo.
En definitiva, y si se me permite un
poquito de ramalazo aristocrático, Lozano-Hemmer
es un pedazo de gran artista. Pero, quizá, en disonancia con lo que gran parte
del público que seguro llenará la Fundación
Telefónica entiende como gran artista: y es que la gran experiencia que
propone no es tanto la del asombro ante las capacidades de sorpresa e
interacción de la tecnología como la de darnos a ver quiénes somos: un reflejo
invertido en la maquinaria libidinal de la ideología. Salir de la exposición
con una gran desazón: esa sería la señal para empezar a vislumbrar un nuevo
futuro. Ahora bien, si llevamos más de dos mil años bajo la Gran Mirada –tenga
la forma sublime-te(cn)ológica que
tenga– nada creo que induzca tal cambio. Lo único: que nadie diga luego que el
arte no estuvo ahí para testificar y hacer experimentable el fracaso.
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