ISAAC
JULIEN: PLAYTIME
GALERÍA
HELGA DE ALVEAR: 15/01/15-16/05/15
Raymond
Chandler, en una de
sus portentosas novelas, dice a través de uno de sus personajes: “Hay algo muy
peculiar acerca del dinero. En grandes cantidades tiende a adquirir conciencia
propia, incluso vida propia. El poder del dinero resulta muy difícil de
controlar”. En términos similares se expresa Rafael Argullol quien, en una reciente entrevista para la revista Laoconte, comenta que lo que está
sucediendo en los últimos años es una “antropomorfización de los mecanismos
propios del sistema” que, llevada a gran escala, garantiza que sea el Mercado
el único capaz de tener sentimientos. “Pánico en los mercados”, “histeria en la
bolsa”, “depresión de los valores bursátiles”, son frases mediáticas que
ocultan la verdadera realidad: que el capital nos ha chupado hasta el alma y
que ya solo nos resta simular como que nos enteramos de que va el asunto
mientras no hacemos otra cosa que dotar de energía libidinal al Matrix que habitamos.
De esta sensación de íntima ajenidad,
de extraña familiaridad con que vemos crecer exponencialmente al capital es de
lo que trata este colosal video de Isaac
Julien. Cómo el dinero nos azota, nos seduce, nos pone cachondos aun a
riesgo de que al instante siguiente nos suelte una bofetada de las suyas y nos
deje con un tembleque que puede durar, como poco, una vida entera.
El capital, siempre el capital en el
centro del meollo. Y es que el capital permite la inversión ideológica que tan
buenos frutos ha dado en las últimas décadas: el capital, la fascinación y
seducción que genera, hace que las mecánicas ideológicas no operen ya bajo el
yugo de la coacción sino que acentúen únicamente la seducción, el onanismo, el
placer que podemos alcanzar con solo seguir una pequeña serie de reglas que,
eso sí, hemos interiorizado y repetimos como papagayos.
Dicho en otras palabras, el capital
permite que nuestra vida haya devenido un recreo constante, que nuestros deseos
estén ahí solo para satisfacerlos al instante siguiente, que todo quede
reducido a un juego perverso donde, por fin –y según reza el eslogan de marca
de nuestra ideología– nadie esté engañado.
No por otra razón el título de este
espectacular vídeo es Playtime: porque lo que ha querido
hacer Julien es representar, hacer
visible, la red invisible e intangible que genera este capitalismo tan de
última generación que es el nuestro, un capitalismo que bien puede decirse que
es el régimen que impera en un recreo cualquiera.
Porque en eso se parece este régimen
nuestro y un recreo: en que el estado de excepción es el que impera en ambos,
en que las leyes están solamente para quedar interrumpidas, suspendidas. Si
algún rasgo mesiánico tiene este capitalismo es que juega con la idea de la
venida, del acontecimiento que nos sacará de esta situación fáctica de idioticia
consensuada. Pero, claro está, para mantener tal vana esperanza hemos de estar
enchufados, hemos de simular que disfrutamos del recreo como niños, hemos de
jugar sin más, hemos de –en definitiva y paradójicamente– no esperar nada, nada
más que la siguiente mercancía, ahí donde hemos condensado todos nuestros
deseos.
Y es precisamente en esa paradoja
donde se inserta la mirada del artista: Julien
nos enseña cómo la frontera que construye el antagonismo –pues toda sociedad se
forja en el ocultar un antagonismo fundacional– es un secreto que está a la
vista. Ya no es el ser de derechas o el ser de izquierdas, no es ser progre o
ser carca, no es ni siquiera el ser rico o el ser pobre. La brecha antagónica
que hace que tanto unos como otros nos lo pasemos teta en el recreo es que
todos simulamos pero, eso sí, con una diferencia: aquellos que pueden dejar
claro que todo es una pura escenificación, una trola de tomo y lomo, y aquellos
otros que han de agarrarse a alguna realidad, a alguna verdad que evite que
todo se desvanezca de un plumazo. Es decir: aquellos que están tan sujetados
por el sistema que saben el secreto del capital (que nada vale más que otra
cosa, que toda jerarquización en el valor de cambio es la ficción más mentirosa
de todas) y aquellos que necesitan creer que algo puede tener un valor fijo.
Dicho de otra manera: aquellos que juegan sin reglas y aquellos otros que
necesitan jugar con alguna regla.
De los cinco personajes que se relacionan
(pues el capitalismo no es sino un régimen relacional como otro cualquiera, un
juego entre quienes juegan con reglas y quienes ya no las usan) quizá quienes
más antagonismos muestran no sean sino el Artista y el Subastador. Ambos,
reales como la vida misma, dan el contrapunto a este antagonismo que se erige
sobre el secreto propio del capital: que nadie
nunca, repetimos, está engañado.
El Artista, figura basada en Thorsten Henn (fotógrafo que colaboró
con el propio Julien en muchas de
sus fotografías), cree poder realizar su sueño –construirse una casa modernista
en su Islandia natal– pero en el año 2008 la brutal crisis financiera se llevó
por delante a su casa y a su familia. El deambular por lo que queda de su casa
anula casi cualquier metáfora hasta el límite de que la estancia se convierte
en una escalera de M. C. Escher: imagen
preclara de un capitalismo donde nada es lo que parece.
Así pues, Henn es de los primeros, de los que creen que, hasta cierto punto,
las cosas valen lo que cuestan. Cuando desesperado se pregunta por qué nadie le
paró, la respuesta es tan nítida que se nos puede erizar el pelo de la congoja:
no digas que no lo sabías, el secreto está a la vista, todo el mundo lo sabe,
todo el mundo sabe que nadie es engañado.
Solo que semejante respuesta –la que
da el capital al reguero de víctimas que ha ido dejando por el camino– es
proferida en su angulosa mitad. Porque lo que queda siempre por decir es
aquello que no puede decirse ya que, en tal caso, el secreto quedaría anulado.
Y lo que no puede ser dicho es que toda verdad señala a su maquínica inversión.
Así, al decir que nadie está siendo engañado lo único que se hace es ocultar su
inversión dialéctica: es decir, el hecho de que todos estamos siendo engañados.
Por lo tanto, quizá deberíamos afinar
en el antagonismo que hemos señalado y hacerlo bascular sobre la verdad
invertida y fantasmática de nuestro régimen: que todos, de una manera u otra,
somos engañados. Es decir, que estamos en un recreo donde las leyes, las reglas
que rigen nuestro régimen de ficción están ahí para proporcionarnos cierta
sensación de realidad, pero solo eso. Hay quienes se las toman muy a pecho,
quienes señalan puntos rojos de no
trespassing, y quienes saben que no son más que muescan en una topografía
libidinal donde, a decir verdad, no hay límite alguno. Y no lo ahí porque saben
el secreto del capitalismo, aquello que el capital no puede decir: que hagas lo
que hagas, creas lo que creas, tu saber es ideológico y, por ende, estás siendo
engañado.
Siguiendo con la lógica antagonista
que hemos desplegado, Simon de Pury,
el subastador es de los segundos, aquellos que saben que todo es un camelo de
proporciones mayúsculas y que lo único que vale la pena hacer es subirse en la
ola y jugar como un niño mientras podamos. Es más, de Pury se interpreta a sí mismo…porque lo suyo es puro
teatro. Es decir, no hace falta doble que simule nada porque lo suyo es la
maestría en el arte de la simulación. Gana millones ejerciendo con profesional
maestría el papel del engatusador perfecto: todos, en ese mundo del arte
devenido ámbito para los hedge funds,
saben que todo es un timo de proporciones cósmicas, pero aun así la broma –el
juego infinito- ha de tener un orden.
Y ya hemos mentado la bicha: el arte.
Y aquí podemos escalar un peldaño más en esta sucesión de
indescifrables juegos de verdades y mentiras, de apariencias y realidades,
sobre los que se construye la película. Porque, ¿qué posición ocupa el arte en
este tinglado? No hay porqué rasgarse las vestiduras: el arte es el ámbito
donde el recreo alcanza mayores cuotas de excepcionalidad. Es decir, donde no
hay ley en absoluto, donde con mayores dosis de juego puede convenirse que
cualquier cosa puede valer cualquier precio. Simplemente hace falta que algún
actor lo crea. Es decir: lo simule; haga el ejercicio, la mueca, el gesto. Es
por ello que todo en las subastas son gestos, una mímica donde nadie dice lo
que piensa sino que actúan para que, simplemente, el juego no se detenga.
Dicho sin
galantería alguna, el arte es un juego muy serio donde los mayores simulan que
son gente muy seria cuando, a decir verdad, no es sino la más fabulosa de las
patrañas de nuestro mundo. El
arte se ha convertido en el recreo de los que saben que ya no hay seriedad
alguna a la que apelar. En una situación de estado de excepción perpetua como
es el recreo –nuestro régimen democrático y capitalista– todo vale lo mismo o,
lo que es igual, cualquier cosa puede ser una obra maestra. En definitiva, el
arte no es sino el ámbito relacional donde el estado de excepción opera a mayor
velocidad, donde las leyes son suspendidas y, por lo tanto, cualquier cosa
puede esperarse.
Esta es la razón por la que –lo mismo
da una chorrada grandiosa, una imbecilidad mayúscula o el más sesudo de los
ensayos críticos– todo puede ser elevado a la categoría de obra maestra. Tanto
es así que, de nuevo, el secreto está a la vista. James Franco, actuando de art
adviser, nos pone sobre la pista: el precio del arte no tiene nada que ver
con el arte. Es, como quien dice, la fantasmagoría a pleno rendimiento o el
juego por el juego.
Quizá el único sentido para todo esto
es que el coleccionista encuentre la adrenalina necesaria en el hecho de que
cuanto más sinsentido haya en una compra más se evidencia que se posee el único
saber validado por la ideología: que uno está engañado….y lo sabe. Así,
contrariamente a todo lo que ha ido funcionando desde que el hombre es hombre, ahora
el poder es directamente proporcional a la dosis de “ser engañado” que uno
puede, libre y gratuitamente, exponer ante los demás. Es decir, el rey no ha de
coaccionar a nadie para que jure que va desnudo: el propio rey sabe que lo suyo
es el poder permitirse ir desnudo.
Así pues, Julien ha tejido en esta obra una red
de relaciones donde el capitalismo, aún en su evanescencia, es rozado,
susurrado. Julien ha dispuesto ante
nuestros ojos unas imágenes que operan alrededor del lugar vacío donde habita
el secreto del capital. No llega a representarlo porque querer representarlo es
ya caer en las redes del capital y anular el potencial de la obra; no llega a decirlo
porque tratar de decir el secreto del capital es siempre el decir de otra cosa.
Es más: Isaac Julien sabe –pues no creo que
tenga ni un pelo de tonto– que su propia obra es elevada a los altares del
arte, de ese mismo arte que opera barrenando sin miedo cualquier relación entre
valor de cambio y de uso, ese arte en el que invierten los mayores
coleccionistas del mundo. La autoreferencialidad es, por tanto, protagonista
principal en esta opereta: ¿dónde se sitúa el artista? No lo sabemos pero
debería situarse ante su propio fracaso. Pero no solo el suyo sino el fracaso
de todo intento de siquiera echar uno ojeada dentro del secreto del capital.
Porque,
¿cómo mirar dentro del secreto sin quedarse ciego?, ¿cómo querer mirar las
relaciones que genera el capital sin que la propia mirada quede también subyugada
dentro de la misma tectónica que se trata de desvelar? No hay lugar para la
inocencia, para la candidez, para la mirada desnuda que, simplemente, mira.
El secreto
quizá esté delante de nuestros ojos. Pero el poder de esta ideología invertida
es que no podemos verlo sin que nuestra mirada quede ya presa del propio
capital. En este sentido, no es en absoluto casual que el otro video que puede
verse en Helga de Alvear tenga el
título de Enigma: una imagen de Dubai acelerada para ofrecernos en un par
de minutos todo el haz lumínico que sucede en 24 horas. Así sin más, sin pantalla que filtre ninguna mirada,
el secreto se despliega ante nuestra mirada.
Si Chandler puede hablar como más arriba hemos
señalado es porque Marlowe es ya un
avezado detective que se las sabe todas: sabe que la pose que mejor cuadra es
la del cínico, la de aquel que descubre que ya no vale ni siquiera hacer como
el inspector Dupin y buscar justo
ahí donde nadie buscaría. En la segunda mitad del siglo XIX, cuando Poe escribía sus cuentos, el
capitalismo había aumentado ya definitivamente su velocidad de cruce pero aún
se confabulaba con una ideología que se contentaba con ocultar la verdad bajo
las apariencias. Pero si algo cabe decir de esa otra pieza de Isaac Julien titulada Enigma es que, después de contemplar la
pantalla varios minutos, no queda nada por decir. Lo hemos visto todo y solo
podemos, queramos o no, guardar el secreto: porque después de ver al secreto
del capital operando a velocidad límite, no hay nada que podamos decir al
respecto. ¿Qué podemos decir respecto de todo lo que se ve que no encalle en
una retroalimentación sistémica para el capital?, ¿no es todo ese enjambre de
flujos luminosos –envés fantasmático de los flujos libidinales que nos
conforman– ahí donde estamos sumidos, la red telúrica a la que debemos de
obedecer respondiendo a sus exigencias?
En definitiva,
Julien crea una obra que nos permite
simular que vemos dentro del capital pero que no vale para otra cosa que no sea
aumentar el antagonismo sobre el que se funda nuestra sociedad: ante esta obra
unos –los que juegan sin reglas– sentirán sus glándulas salivales en máxima
excitación, barruntando el precio que pudiera alcanzar en cualquier feria de
arte, y otros –los que aún necesitamos una regla del juego– nos indignaremos
por todo y sobre todo. Nos indignaremos por ese hombre que perdió su casa, por
esa mujer que deja hijos y país para irse a trabajar de limpiadora doméstica,
por esos coleccionistas que capitalizan arte como si tal cosa. Incluso, nos
indignaremos porque al propio arte no le tiemble el pulso a la hora de gastarse
una pasta y hacer casi una superproducción (y sin el casi) para poder echar una
ojeada dentro del mundo del capital.
Pero, quizá
y después de todo lo dicho, una última vuelta de tuerca. Playtime, en toda su
ampulosidad, ¿queda todo en un juego de patio de colegio más?, ¿es una simple
tirada de dados para continuar un juego –el del arte, el del capital– que juega
a través de sus paradojas, inversiones y aporías? Antes hemos señalado al
fracaso sobre el que puede levantarse cierta interpretación; el fracaso de la
mirada que solo puede mirar al secreto del capital si consiente en ser seducido
por su poder.
Es esa
mirada la que, sostenemos, aparece en la pantalla en un par de ocasiones. La mirada
del que se sabe que ya no cuenta, la mirada de aquel que ha sido expulsado de
entre los que sí que tienen acceso a mirar al secreto. Una mirada perdida,
lacónica, que supura ajenidad. Es esa mirada la que nos pone sobre la pista: lo
que nos va en el envite, lo que nos jugamos en la jugada, no es clamar por la injusticia
del capital, desvelar todas sus trampas. Lo que nos va es mirar, como sea, al
secreto: porque solo mirando podemos ser apelados por la ideología y ser tomado
por sujeto.
Así,
quienes más miran en la película son los que, paradójicamente, han sido
expulsado del reino del capital: el artista islandés, la mujer del servicio
doméstico, no dejan de mirar por los amplios ventanales. Miran porque su mirada
ya no puede saber nada. Han sido desterrados, exiliados. La ideología ya no les
interroga acerca del secreto, no les ofrece su visión para que puedan
reconocerse como tales. No pueden ver nada.
Otra paradoja
más de esta obra –y aquí nos detendremos aunque la serie puede ser ilimitada–
es que el espectador mismo, nosotros mismos, sentimos una extraña incomodidad
al ver la película: vemos la película, somos incluso capaces de reconocer en
ella una obra de arte, sin duda porque nuestra mirada no ha sido expulsada,
porque la ideología todavía nos tiene por uno de los suyos. Y así queremos que
siga durante decenios.
Este gran Playtime,
en definitiva, nos desnuda, nos ofrece el reflejo invertido de nuestra mirada:
nos creemos que deseamos encontrar el secreto del capital cuando la incómoda
verdad es que hemos dejado al mismísimo Marlowe
a la altura del betún: sabemos que no hay nada que buscar, solo mirar, mirar
una y otra vez, no dejar de mirar pantallas, transacciones, números, flujos,
cifras… Mirar sin detenernos, simular que buscamos el secreto del capital, jugar
a que estamos preocupados, que trabajamos porque el secreto sea eliminado, pero
que lo que de veras nos importa es –mientras dura todo intento de crítica y
búsqueda– no dejar de mirar, no dejar de ser investidos por la ideología, no
dejar de ser interrogados por el secreto.
Sabemos lo
que todo inspector que se precie apenas sospecha: que el recreo nunca acabará,
que la broma es infinita.
Espléndido comentario sobre la farsa del mundo y del arte. Esto es un vodevil, una farsa sin gracia, donde el dinero ha sustituido a cualquier otro dios del Olimpo, desde Zeus a Afrodita. Todo lo inunda y todo lo mancha. Y su larga sombra ocupa cualquier espacio humano, es decir, cultural. Gracias, Javier, por tu lucidez.
ResponderEliminarSin duda es como dices, pero eso solo señala la mitad de la cuestión. Porque el asunto es que el arte aunque no lo parezca es fiel a su destino: en un mundo convertido en imagen-capital el arte se inserta en esas mecánicas para como en este caso, mostrar y enseñarnos el secreto del capital. El arte es un negocio…pero porque así debe de ser.
ResponderEliminarGracias, Javier, por tu comentario, pero permíteme algunas preguntas, ¿por qué debe ser así? ¿Por qué ha de ser un negocio y no otra cosa? ¿Por qué no podría ser, permíteme el oxímoron, algo útil sencillamente por inútil? ¿Por qué no ha de ser algo hecho para el ocio y no para el negocio? ¿Por qué ha de ser solamente un objeto de consumo? Son preguntas meramente retóricas, no te las tomes ni al pie de la letra ni en serio, por supuesto. No sé si tienen respuesta y si la tienen no sé si vale la pena encontrarla.
ResponderEliminarPor qué?? Pues no lo sé muy bien. De hecho nadie lo sabe. En parte porque el arte debe de insertarse ahí donde está la paradoja, y no hay paradoja más radical que la que le toca al propio arte de cerca (¿mercancía?, ¿mercancía que denuncia la mercancía?, etc). Hay que seguir indagando porque si el arte todavía está vivito y coleando es porque es capaz de generar preguntas (y son preguntas que no tocan solo al arte, sino a nosotros mismos). Lo importante no son las respuestas sino las preguntas, Quien vende respuestas es un vendedor de humo.
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