John Riepenhoff |
EAGLES
II
GALERÍA MARLBOROUGH: 15/01/15-14/02/15
“In
heart I am a Moslim, in heart i’m an american artist”, decía Patti Smith, la cansina novia
baudelarina, en los setenta. Y
es que ser artista y encima ser americano debía ser –y todavía hoy lo es– lo
más. Debe ser un pasaporte para poder ser cualquier cosa, para poder hacer lo
que te venga en gana, lo que te de la real gana. Porque perteneces a una
estirpe, a una nobleza, eres el poseedor de un legado que no puede perderse, de
una herencia que has de proteger y guardar. Eres, como dice el final de la
propia frase de Smith, totalmente
inocente (“and I have no guilt”).
Quizá algo de ironía haya en nuestras
palabras, pero aun así, se mire por donde se mire y desde que el relato del
artista tuberculosos hacinado en una buhardilla parisina se descubrió como una
tomadura de pelo, Estados Unidos es la Meca del arte, ahí donde se cuecen las
narraciones estético-capitalistas que marcarán a fuego esta época como la de la
nada infinita.
Sea como fuere, el artista americano
–sobre todo en su faceta de pintor– posee un aura magnética, un resto
mitológico: desde el momento en que Pollock
se lanzó con su automóvil en busca de un último dripping, es él, el pintor americano, el gurú de la mistificación
en que recae el arte.
Es esta situación la que hace
pertinente el que cada poco tengamos el deseo –y casi diría la necesidad– de
echar una profunda ojeada a lo que allí se hace: porque tanto si uno es un simple
aficionado como si, tanto da, es un afamado coleccionista, el quid de la
cuestión es saberse al dedillo lo que sucede allí donde se pueblan nuestros
imaginarios, lo que pasa allí desde donde surtimos al arte de mitologías varias.
Greg Bogin |
Es en este sentido que la galería Marlborough de Madrid tiene a
bien –y nos alegramos de ello– plantear una colectiva donde se dan cita algunos
de esos jóvenes que son, ni más ni
menos, americanos y pintores. La muestra se plantea como una segunda parte de
aquella que, con el título de Eagles, tuvo lugar a finales de
2012.
Sin embargo, y aun siendo relativamente
cierta esta entradilla, no hay que olvidar que el arte habita también donde
parece que solo hay oportunidad y ganancia, donde parece que todo queda
expensas de una genealogía glamurosa y con lustre. Y es que desvelar a ese
personaje que ha conseguido ser a la par pintor y americano no es en modo
alguno una gracieta: porque ser pintor y americano es estar en mejores
condiciones que cualquier otro artista para reinterpretar el pasado, para abrir
un diálogo que no tache y anule el pasado sino que consiga a entablar una fluida
relación con su historia reciente.
Porque –y aunque ya lo hemos dicho
muchas veces no nos cansaremos de repetirlo– el arte no opera por una mera oposición
entre lo nuevo y lo antiguo: el arte, en su dinámica historicidad, funciona abriendo
desde la novedad el discurso de lo ya dicho para que lo diga de nuevo, para que
diga aquello que no supimos oír o, peor aún, no le dejamos decir.
Scott Reeder |
En este sentido, la cansina coletilla
de la muerte de la pintura solo puede hacernos, a estas alturas del partido, un
gran favor. Porque cuando la pintura parece que ha quedado ya hace décadas para
adornar despachos, cuando la reproducibilidad benjaminiana la ha terminado por
empujar al desván de los olvidos, es justo cuando la pintura es más capaz de abrir
ese diálogo heterocrónico en el que hemos dicho se basa el arte.
Dicho de otra manera: en la época de
la dialéctica especular y de la inversión espectacular, la pintura es la
práctica artística capaz de tomar plaza en la paradoja misma de su acabamiento.
Es estando por tanto finiquitada como la pintura sigue siendo la disciplina más
capaz para tomar la palabra, para hablar de tú a tú al arte y exprimirlo hasta
dejarlo seco. La pintura, sin ninguna capacidad ya de llevar la voz cantante en
temas estéticos, es –sin duda y sin embargo– la más capacitada para reabrir una
historia, la del arte, que nos gusta pensar no es más que lo que ocurrió desde
anteayer por la noche. En
definitiva, ser artista, ser pintor, y ser norteamericano es algo muy serio.
Vista esta exposición, y teniendo en
cuenta lo dicho acerca del diferimiento con el que es capaz de actuar la
pintura, lo que se constata es que el lienzo es una superficie de lucha, de
tensión, de tachado, borrado y reelaboración. No solo, por tanto, es que el
lienzo haya adquirido autonomía; no es solo que “pintura” es lo que acontece en
el lienzo. Es que pintura es luchar en el lienzo y con el lienzo, luchar para
que aparezca ese diálogo al que nos hemos referido, esa apertura no ya solo
material (a lo Fontana) sino temporal.
Mark Hagen |
De esta manera, un modo de valorar el
logro de cada uno de estos pintores es, asentados en su “no culpabilidad” (es
decir, en su ser pintor estadounidense), palpar la capacidad de heterogenidad
que poseen, la potencial conversación horizontal que pueden modular, el diálogo
con la tradición que son capaces de establecer. Más aún: la presencia de Michel Auder (1945) y de Paul McCarthy (1945) trabajando con Mike Bouchet (1970) dan precisa cuenta
de este entrelazamiento de lugares, de este diálogo que, explícito o implícito,
acontece en la pintura.
Y para concluir, una ligerísima
pincelada, apenas nominativa, de alguno de estos jóvenes insolentes pintores
norteamericanos: Greg Bogin (1965) con
un resultón pop expandido, Margaret Lee
(1980) y su informalismo zen, Tony Cox
(1975) y el retro-infantilismo, John Riepenhoff
(1982) con una muy interesante “borradura”, Mark Hagen (1972) y Scott
Reeder (1970) con lúdicos juegos sobre expresionismo abstracto.
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