jueves, 26 de febrero de 2015

JACOBO CASTELLANO: LA REGLA DEL JUEGO


JACOBO CASTELLANO: HOMO LUDENS
F2 GALERÍA: 24/01/14-28/03/14

Si hay algún artistas que desde este blog haya sido alabado, idolatrado y casi hasta adorado, ese es sin duda Jacobo Castellano. Desde que en el 2009 presentase su segunda exposición en la por aquel entonces galería Fúcares la verdad es que lo nuestro ha sido fijación por este artista. Su obra, centrada en una memoria biográfica que servía como catalizador para sondear tiempos futuros, siempre nos ha parecido de lo más reseñable del arte español de la última década.
El objeto ya inservible, la memoria carcomida, la ausencia que late en cada presencia, el juego esquivo de un ya-sido que siempre es un todavía-no: tales son las herramientas con las que trabaja este gran artista. Aún con diferentes modos de aproximación, Castellano vuelve una y otra vez allí a donde un día perteneció, a la casa paterna, para sacar a la superficie restos olvidados de un pasado que aún le conforma. En este sentido, su trabajo pareciera seguir al pie de la letra la sentencia de Rilke: “la verdadera patria del hombre es la infancia”.
Esa extraña fidelidad al origen es sin duda una de las señas de identidad del artista jienense y una de sus más certeras tomas de posición: es desde la identidad desde donde uno puede atreverse a decirlo todo en su más radical diferencia. Y es que si el presente es diametralmente diferente del pasado es porque son, como poco, idénticos. Es en este sentido que lo suyo son, por tanto, ejercicios mnemónicos de resistencia.


Y si antes aludíamos a la infancia, para esta ocasión el artista se ha centrado en el juego como concepto-motriz de esta su primera exposición en F2 Galería –cuarta como Fúcares. Ya desde el título –Homo Ludens– el juego y lo lúdico se descubre como ámbito a explorar, como germen desde donde el arte despliega sus capacidades cognoscitivas.
Sin querer exhaustivos, y a ojo de buen cubero, la reflexión en torno al juego se inicia con Schiller y llega hasta Rancière pasando por el famoso libro Homo ludens (1938) del historiador holandés Johan Huizinga y haciendo parada y fonda en la teoría estética de Gadamer. Si concretar siquiera mínimamente cada una de las posiciones excede el interés de este texto, sí que vemos pertinente referirnos esquemáticamente al último ya que nos servirá como detonando para reflexionar acerca de esta exposición y del arte contemporáneo.
En primer lugar, el juego le sirve a Gadamer para construir una teoría estética capaz de sortear la polarización objeto/sujeto en la que recaían estéticas como la kantiana. En el juego sujeto y objeto quedan referidos el uno al otro sin que ninguno de los dos logro apoderarse del juego: "jugar es ser jugado", dice Gadamer. Pero además “jugar” lleva implícito otra dimensión: para Gadamer sólo habrá una recepción real, una experiencia artística real de la obra de arte, para aquel que «juega-con», es decir, para aquel que, con su actividad, realiza un trabajo propio. Este “jugar con” significa que toda obra deja al que la recibe un espacio de juego que tiene que rellenar, pero sin duda no puede hacerlo de no conocer de alguna forma de jugar con la obra.


Esto no supone en modo alguno una esencialidad del arte, ni una interpretación “correcta” al modo de Danto. Es decir: el “conocer” de las reglas no es en modo alguno un conocer racionalmente aprendido. Simplemente señala que la obra abre un espacio para un interrogar, para un diálogo que, como buen diálogo, ha de quedar siempre inconcluso. El sentido de la obra, en la hermenéutica ofrecida por el filósofo alemán, emerge en el propio juego que se juega, en el propio jugar de un juego que se mueve como ir y venir en relación a unas metas y fines de las que la propia actividad estética ha de permanecer como desconectado. Es decir: el juego se conoce jugando, ni más ni menos, entrando en su ámbito y empezando a jugar.
La estrategia de Castellano parece seguir estos dictados gadamerianos. Castellano juega pero su juego, si ha de apellidarse “arte”, remite en última instancia a un extrañamiento, a una ajenidad que supone el jugar a un juego del que no sabemos, a ciencia cierta, las reglas. Y es que el arte solo cabe ser llamado como tal si la jugada que la obra señala se comprende desde ella misma, si cada jugada abre al juego a una novedad que, como regla, rearticula el sentido del juego.
Este jugar con unas reglas que se establecen en la propia jugada supone que cada pieza haga pie en el sin fondo que supone el autoproponerse como misterio. Palillos enormes, un pelele desfigurado, una ¿peonza? cuadrada, etc: cada pieza carga con un misterio irresoluble, con un secreto que intuimos pero no vemos y –sobre todo– en el que debemos de insertarnos. Límite de este secretismo del juego es que el conocimiento al que apunta queda fraguado más en el deshacer y en el destruir que en el elaborar.
En esta continuidad inventada entre Gadamer y Castellano, la paradoja estética emerge en toda su majestad: ¿cómo crear experiencia estética si ésta depende de conocer algo –unas reglas– que nadie nos da y que, sobre todo, en caso de que se nos den arruina por completo la posibilidad de experimentación estética? Igual nos hemos ido por las ramas, pero para ampliar siquiera de esta extraña manera el lugar de la crítica cibernética/blogera hay que pagar un precio. Es decir: cantar algo más que las geniales bondades del artista jienense implica coger este desvío.   


Y es que la pregunta que acabamos de hacernos puede rehacerse: ¿cómo sabemos que las reglas del juego al que nos invita Castellano –de su arte– no son privativas de su mundo interior, de esa casa paterna a la que vuelve otra vez en busca de tiempo perdido? Sentido común, diría Kant; o lo imposible de lenguaje privado, sostendría Wittgenstein.
Sea como fuere, y aunque nos sabemos las respuestas, la pregunta no es ni mucho menos baladí. Porque ¿no es el desprecio del arte contemporáneo una causa de la eclosión de lo social, de la destrucción de la comunidad como sujeto socio-político de primer orden? Es decir: el arte es despreciado porque no sabemos jugar a ningún otro juego que no tenga las reglas bien redactaditas. Ya sea para seguirlas al dedillo o para señalar su sinsentido, vivimos enajenados jugando el juego que nos dicen, el juego del que nos dan las instrucciones y del que estamos bien seguros de saber jugar aunque sea para perder.
Desde este punto de vista, las “políticas del ego” desplegadas por sociedades del bienestar como la nuestra se descubren como peligrosamente ideológicas en el sentido de que las reglas del juego nacen y mueren en cada individuo. Cada sujeto, ideológicamente construido, es dotado de un saber que le hace ser capaz de jugar su propio juego. Es decir, el juego que construye lo social queda fragmentado y segmentado en una pluralidad de ensayos que solo convergen en su alienación. Dicho brevemente: cuando la inferencia lógica de las reglas del juego emergen del sujeto privativo, el arte pierde su específica función de fraguar comunidad.
Es en este sentido que la labor artística de Castellano se revela como eminentemente pedagógica: recordarnos que el arte es un juego que debe ser jugado, que requiere un atreverse a entrar en el juego y que de ningún modo puede experimentarse desde la atalaya de nuestro saber. El arte, como el suyo, parte de lo concreto y lo individual para llegar, también como el suyo, a la generalidad de la comunidad.
Gadamer, de nuevo, sostenía algo parecido: el arte es símbolo, es decir, es juego y es fiesta. Este ser fiesta supone dejar la posición del theorós –aquel que era enviado para presenciar y rendir cuentas– y atrevernos a entrar en la escena del juego, a tomar parte en un juego que supone crear las reglas a medida que se juega. Por eso los dioses de Nietzsche no dejaban ni de bailar ni de jugar: porque creaban dionisíacamente, viviendo en una fiesta eterna. No apreciar el arte es no saber ya jugar. 

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