JACOBO CASTELLANO: HOMO LUDENS
F2 GALERÍA:
24/01/14-28/03/14
Si hay algún artistas que desde este
blog haya sido alabado, idolatrado y casi hasta adorado, ese es sin duda Jacobo Castellano. Desde que en el 2009
presentase su segunda exposición en la por aquel entonces galería Fúcares la
verdad es que lo nuestro ha sido fijación por este artista. Su obra, centrada
en una memoria biográfica que servía como catalizador para sondear tiempos
futuros, siempre nos ha parecido de lo más reseñable del arte español de la
última década.
El objeto ya inservible, la memoria
carcomida, la ausencia que late en cada presencia, el juego esquivo de un
ya-sido que siempre es un todavía-no: tales son las herramientas con las que
trabaja este gran artista. Aún con diferentes modos de aproximación, Castellano vuelve una y otra vez allí a
donde un día perteneció, a la casa paterna, para sacar a la superficie restos
olvidados de un pasado que aún le conforma. En este sentido, su trabajo
pareciera seguir al pie de la letra la sentencia de Rilke: “la verdadera patria del
hombre es la infancia”.
Esa extraña fidelidad al origen es sin
duda una de las señas de identidad del artista jienense y una de sus más
certeras tomas de posición: es desde la identidad desde donde uno puede atreverse
a decirlo todo en su más radical diferencia. Y es que si el presente es
diametralmente diferente del pasado es porque son, como poco, idénticos. Es en
este sentido que lo suyo son, por tanto, ejercicios mnemónicos de resistencia.
Y si antes aludíamos a la infancia,
para esta ocasión el artista se ha centrado en el juego como concepto-motriz de
esta su primera exposición en F2 Galería
–cuarta como Fúcares. Ya desde el título –Homo
Ludens– el juego y lo lúdico se descubre como ámbito a explorar, como
germen desde donde el arte despliega sus capacidades cognoscitivas.
Sin querer
exhaustivos, y a ojo de buen cubero, la reflexión en torno al juego se inicia
con Schiller y llega hasta Rancière pasando por el famoso libro Homo
ludens (1938) del historiador holandés Johan Huizinga y haciendo parada y fonda en la teoría estética de Gadamer. Si concretar siquiera
mínimamente cada una de las posiciones excede el interés de este texto, sí que
vemos pertinente referirnos esquemáticamente al último ya que nos servirá como
detonando para reflexionar acerca de esta exposición y del arte contemporáneo.
En primer lugar, el juego le sirve a Gadamer para construir una teoría
estética capaz de sortear la polarización objeto/sujeto en la que recaían
estéticas como la kantiana. En el juego sujeto y objeto quedan referidos el uno
al otro sin que ninguno de los dos logro apoderarse del juego: "jugar es
ser jugado", dice Gadamer. Pero
además “jugar” lleva implícito otra dimensión: para
Gadamer sólo habrá una recepción
real, una experiencia artística real de la obra de arte, para aquel que
«juega-con», es decir, para aquel que, con su actividad, realiza un trabajo
propio. Este “jugar con” significa que toda obra deja al que la recibe un
espacio de juego que
tiene que rellenar, pero sin duda no puede hacerlo de no conocer de alguna forma de jugar con la obra.
Esto no supone en
modo alguno una esencialidad del arte, ni una interpretación “correcta” al modo
de Danto. Es decir: el “conocer” de
las reglas no es en modo alguno un conocer racionalmente aprendido. Simplemente
señala que la obra abre un espacio para un interrogar, para un diálogo que,
como buen diálogo, ha de quedar siempre inconcluso. El sentido de la obra, en
la hermenéutica ofrecida por el filósofo alemán, emerge en el propio juego que
se juega, en el propio jugar de un juego que se mueve como ir y venir en
relación a unas metas y fines de las que la propia actividad estética ha de
permanecer como desconectado. Es decir: el juego se conoce jugando, ni más ni
menos, entrando en su ámbito y empezando a jugar.
La estrategia de Castellano parece seguir estos dictados gadamerianos. Castellano
juega pero su juego, si ha de apellidarse “arte”, remite en última instancia a
un extrañamiento, a una ajenidad que supone el jugar a un juego del que no
sabemos, a ciencia cierta, las reglas. Y es que el arte solo cabe ser llamado
como tal si la jugada que la obra señala se comprende desde ella misma, si cada
jugada abre al juego a una novedad que, como regla, rearticula el sentido del
juego.
Este jugar con unas reglas que se
establecen en la propia jugada supone que cada pieza haga pie en el sin fondo
que supone el autoproponerse como misterio. Palillos enormes, un pelele
desfigurado, una ¿peonza? cuadrada, etc: cada pieza carga con un misterio irresoluble,
con un secreto que intuimos pero no vemos y –sobre todo– en el que debemos de
insertarnos. Límite de este secretismo del juego es que el conocimiento al que
apunta queda fraguado más en el deshacer y en el destruir que en el elaborar.
En esta continuidad inventada
entre Gadamer y Castellano, la paradoja estética emerge en toda su majestad: ¿cómo
crear experiencia estética si ésta depende de conocer algo –unas reglas– que nadie
nos da y que, sobre todo, en caso de que se nos den arruina por completo la posibilidad
de experimentación estética? Igual nos hemos ido por las ramas, pero para ampliar
siquiera de esta extraña manera el lugar de la crítica cibernética/blogera hay
que pagar un precio. Es decir: cantar algo más que las geniales bondades del
artista jienense implica coger este desvío.
Y es que la pregunta que
acabamos de hacernos puede rehacerse: ¿cómo sabemos que las reglas del juego al
que nos invita Castellano –de su
arte– no son privativas de su mundo interior, de esa casa paterna a la que
vuelve otra vez en busca de tiempo perdido? Sentido común, diría Kant; o lo imposible de lenguaje
privado, sostendría Wittgenstein.
Sea como fuere, y
aunque nos sabemos las respuestas, la pregunta no es ni mucho menos baladí. Porque
¿no es el desprecio del arte contemporáneo una causa de la eclosión de lo
social, de la destrucción de la comunidad como sujeto socio-político de primer
orden? Es decir: el arte es despreciado porque no sabemos jugar a ningún otro
juego que no tenga las reglas bien redactaditas. Ya sea para seguirlas al
dedillo o para señalar su sinsentido, vivimos enajenados jugando el juego que
nos dicen, el juego del que nos dan las instrucciones y del que estamos bien
seguros de saber jugar aunque sea para perder.
Desde este punto de
vista, las “políticas del ego” desplegadas por sociedades del bienestar como la
nuestra se descubren como peligrosamente ideológicas en el sentido de que las
reglas del juego nacen y mueren en cada individuo. Cada sujeto, ideológicamente
construido, es dotado de un saber que le hace ser capaz de jugar su propio
juego. Es decir, el juego que construye lo social queda fragmentado y
segmentado en una pluralidad de ensayos que solo convergen en su alienación. Dicho
brevemente: cuando la inferencia lógica de las reglas del juego emergen del sujeto
privativo, el arte pierde su específica función de fraguar comunidad.
Es en este sentido
que la labor artística de Castellano
se revela como eminentemente pedagógica: recordarnos que el arte es un juego
que debe ser jugado, que requiere un atreverse a entrar en el juego y que de
ningún modo puede experimentarse desde la atalaya de nuestro saber. El arte,
como el suyo, parte de lo concreto y lo individual para llegar, también como el
suyo, a la generalidad de la comunidad.
Gadamer, de nuevo, sostenía algo parecido: el
arte es símbolo, es decir, es juego y es fiesta. Este ser fiesta supone dejar la
posición del theorós –aquel que era enviado
para presenciar y rendir cuentas– y atrevernos a entrar en la escena del juego,
a tomar parte en un juego que supone crear las reglas a medida que se juega. Por eso los dioses de Nietzsche no dejaban ni de bailar ni de jugar: porque creaban
dionisíacamente, viviendo en una fiesta eterna. No apreciar el arte es no saber
ya jugar.
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