El misterio, aunque conocido por
todos, ha terminado por revelarse. Igual que Jesucristo es el único fundador de religiones que primero fundó la
religión y después se marchó al desierto, Dylan
hizo lo propio con la música. Primero la dio plenitud y, después, se retiró a
ser tentado, a rumiar en silencio un descubrimiento que cambió para siempre la
historia de la música popular.
Primero se reveló como el mesías y
después, cuando hubo dado cuenta de a qué nos teníamos que convertir, se
escondió, cuarenta días y cuarenta noches, en un desierto muy especial y muy
concreto: Big Pink.
Allí, sin focos ni cámaras, sin
necesidad alguna de cubrir expectativas, dio alas a su libertad. Una libertad
que supera con mucho la pose pseudo adolescente del “hacer lo que le dio la
gana”. Porque de ninguna manera fue así. Fue, si cabe, todo lo contrario: fue,
una vez dicho todo lo que tenía que decir –¿cabe decir algo más que todo lo
dicho en Blonde on Blonde?–, obedecer
al mandato de la tradición, ese mandato que dicta que “lo que no es tradición
es plagio”. Tuvo que hacerlo para descubrir todo el poso revelado, toda la
profundidad de un mensaje que caló hasta los huesos. Tuvo que hacerlo para, en
definitiva, conocerse y verse reflejado en su obra.
Tuvo que hacerlo porque, además, nadie
le escuchaba, nadie le comprendía: de tanto ya dorarle la píldora, el mensaje
dylaniano se estaba quedando hueco. Las rueda de prensa en la gira del 66 dan
fe de esta involución que han sufrido todos los enviados: de tanto oírle, de tanta
genta a la que llega y que le escucha, su mensaje era confundido o malinterpretado.
Tuvo que hacerlo para, en definitiva,
hablarnos de otra manera: dejar que los otros hablasen por él. Peter, Paul and Mary, Manfred Mann, The Byrds, incluso The Band….
¿de dónde provenía todo
ese material firmado por el oculto Dylan,
por un hombre que se le creía incluso muerto?
La tradición, decimos, obedecer la tradición. El
folk, el blues, el country, el hilbilly, el bluegrass, … esa es la tradición de
la música. Y si: son los Estados Unidos de Norteamérica. Todo lo que quede
fuera de esa línea vertical que va de Texas a Detroit pasando por Lousiana,
Mississippi, Memphis y Chicago nada tiene que ver con esta historia.
En una
rueda de prensa de aquel mistérico 66 está la clave. Fue, creo, en París. Un
periodista señala que los últimos discos no son tan buenos como los primeros. Dylan, anfetamínico perdido, pregunta
quien ha dicho eso. Y, una vez descubierto el personaje. Dylan no se esconde: “pregúntale si es americano”. Ahí está la
clave de toda su música. Y, sobre todo, la clave de la música de los siguientes
tres años. La clave para entender el silencio de más de tres años, para
entender discos como el John Wesley
Harding, Nashville Skyline y, sobre todo, esa joya de la música llamada Selfportrait.
Y es que una cosa es que el público te
señale como la voz de una generación y otra, bien distinta, ser un cantante a
la altura de lo que los tiempos demandan. Y saber si sí o si no, si uno es una
marioneta en manos del marketing o si es de veras el elegido, solo la puede dar
el medirse con la tradición, con la fuente, con el origen. Porque la cuestión
no es llegar a saber que la respuesta está en el viento, sino entablar con el
pasado el diálogo necesario como para hacerse, continuamente, la pregunta.
En el núcleo, una paradoja: si Dylan se hizo famoso dando una
respuesta, lo cierto es que lo suyo no es sino plantear una pregunta de todas
las formas imaginables, una pregunta para la que, desde luego, no hay
respuesta. Porque ser artista es eso: ser capaz de repetir una pregunta sin
quedarse inamovible en cualquiera de las respuestas. Ser artista es reelaborar
continuamente una pregunta que, por otra parte, ya está hecha desde el
principio.
La pregunta que se hacían los esclavos
negros recogiendo algodón día y noche, la pregunta que se hacían los vaqueros
guiando ganado un mes detrás de otro, la pregunta que se hacían los habitantes
de una américa profunda que no contaba para nada ni para nadie, … él
simplemente la recoge para darle una nueva profundidad, para permitir que una
nueva generación –desilusionada como todas– se uniese a la pregunta.
Pero en esa época, año 67 y
siguientes, muchos creían tener no ya la pregunta sino la respuesta, pues,
incluso, el propio Dylan se la había
dado. Los Beatles tenían su
respuesta –solo Harrison intuyó
donde habita la verdad y estuvo en Big
Pink varias semanas–, los Rolling
Stones la suya. Todos y cada uno de los que fueron a Woodstock se unieron
para dar una respuesta. Era una nueva época y había que estar juntos. Era, como
decían los Who, “nuestra generación”.
Si Dylan no fue a Woodstock es, precisamente, por esto: para no ser
malinterpretado de nuevo, para que su voz no se sumase a la de aquellos que
estaban ahí simplemente para unirse al coro que grita al unísono una misma
respuesta que, por no ser personal, por no nacer de una vida que ama la belleza
de lo que hace, solo puede ser un grito de furia, quizá necesario, pero
atrofiado desde el principio.
Dylan, en las sesiones del sótano de aquel
verano del 67, hizo una labor de apostolado que llega hasta nuestros días para
quien quiera oírle. El propio Robbie
Robertson ha señalado que Bob,
sobre todo al inicio de las sesiones, les estaba educando, enseñando a amar ese
material que venía de esa encrucijada de caminos donde blues, folk y country
serpentean creando un espectro músico-social casi inabarcable. Pero, ¿no es la
carrera entera del bardo un intento de educar, de mostrar al ciudadano norteamericano
la rica tradición que les une y vertebra? Sus programas de radio rescatando
clásicos tradicionales del olvido, su último disco de versiones, no son sino
guindas a un pastel que estará ahí durante un tiempo inmemorial.
Curioso que cuando ya las sesiones
tocasen a su fin Woody Guthrie
muriese; y curioso que la primera aparición post-mortem dylaniana fuese con
ocasión de un concierto en su memoria. El hijo alabando al padre, guardando su
memoria; el hijo dando cumplimiento a la revelación del padre y ampliando su
sentido, el hijo haciéndose de nuevo presente como memorial del padre. Y, como
al Hijo, la gente no lo comprendió; y, también como al Hijo, a Dylan ahora se le sigue casi en
silencio, como pidiendo perdón por acoger semejante escándalo: el de un tipo
que no sabe ni cantar ni tocar ni bailar, ni es guapo ni simpático, pero que,
se cree –creemos–, tiene la verdad de su parte.
En definitiva, si a algún lugar habría
que peregrinar para descubrir la verdad de la música moderna sería ahí, a Big Pink, West Saugerties, Nueva York, Estados Unidos de América. Y si algún disco
tendría que ser oído para rescatar de la ignominia presente a una música que ha
trascendido el espacio vital del Medio Oeste ese es sin duda The Basement Tapes. Oírlas, una y otra
vez, es estar lo más cerca posible del misterio revelado.
Ha sido un verdadero placer leer esto. Una revisión (para mí) más fresca y diferente de las Basement Tapes, que se sale del típico/tópico "Bob Dylan y The Band se juntaron en una casa y..." que tanto ha pululado desde la publicación de las cintas en octubre del año pasado
ResponderEliminarMe quedo por aquí a leer más cosas, con permiso
Muchas gracias amigo!! Para eso lo hemos escrito...desde las vísceras. Hay un par de textos más sobre Dylan, lo demás de este blog (a parte de un par de películas) va sobre el pestilente arte contemporáneo.
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