ANDRÉS MONTEAGUDO: RETROCESO-EL SUEÑO DORMIDO
GALERÍA HERRERO DE TEJADA: hasta 22/11/16
Josef K. decía que “el despertar es el momento más peligroso. Si uno consigue
superarlo sin ser arrastrado de su posición, puede estar tranquilo para el
resto de la jornada”. Con “no ser arrastrado” se refería a que, al abrir los
ojos, podamos reaparecer en el mismo punto en el que lo dejamos la noche
anterior. A este respecto, si lo rápido que nos dejamos insertar de nuevo en la
vorágine de gestos repetidos mañana tras mañana nos alerta de que ese terror (por
mucho que lo anestesiemos en vocingleros tertulianos repitiendo –también ellos–
lo mismo) está siempre presente, lo sucedido con Gregorio Samsa nos debería poner
alerta y advertir de que la cosa es más seria de lo que parece. Basta un mal
sueño para que la cosa, y nunca mejor dicho, tome tintes kafkianos.
Claro
está que los terrores nocturnos que nos asaltan han crecido en los últimos
tiempos hasta el límite de no poder dormir si no es con la cabeza tapada. Tanto
es así y tanto se ha implementado la incertidumbre alrededor de unas vidas, las
nuestras, que ya parecen meros artefactos de disuasión, que nuestra fantasía
más recurrente, es el meternos en la cama, enfundarnos en el edredón y pasar
olímpicamente de todo el mundo. Dicha fantasía junto al pasarnos la noche
pegados a la pantalla esperando la irrupción de la imagen total –aquella que
como señala Zizek rasgue nuestra
realidad– son las dos fantasías que, sin riesgo a equivocarnos, pueden ser
tildadas de “ideológicas”.
O muy
pegado a la emergencia de lo Real o muy despegados: el caso es hacer como si
estuviésemos muy interesados en descubrir el truco donde reposa la realidad o,
al contrario, simular como que con nosotros no va el tema. ¿Sería eso posible?,
¿desaparecer?, ¿no ser nadie? Obviamente que no. Al final, lo mismo que hemos
de parpadear ante la pantalla que refulge imágenes sin cesar, hemos de
levantarnos aunque solo sea para miccionar.
En
cualquier caso, la cama ha pasado de ser un catre donde descansar o folgar en
la ociosidad de los amantes, a ser el último de los búnkeres, ahí donde
guarecernos cuando la cosa, como ahora, está sacada de quicio. Así la cama –como por ejemplo la que
aquí nos presenta Andrés Monteagudo–
pareciera ser un último y recóndito escondite para un ejercicio de escapismo
nada simulado: meternos dentro y esperar a que amaine la tormenta.
Pero, sobre todo, meternos entre sus sábanas para, como decimos y a pesar
de su imposibilidad, tratar de no ser nadie: es decir, para mantenernos en una
duermevela constante, que si bien no nos suma en un sueño castigado a
perpetuidad, si nos permita mantenernos alejados, a un palmo del epicentro donde
todo sucede pero sin la necesidad de cargar con un nombre. Y es que, quien
sabe, eso es todo lo que nos queda en la letanía de nuestras vidas cortadas
todas por el mismo patrón: ese momento donde estamos a punto de dormir o a
punto de despertar. ¿Serán ambos momentos lo único verdadero de una vida que
por lo demás no se caracteriza sino por una expropiación a manos llenas? No ya
el sueño frente a la vigilia –como cantaban los románticos– sino el diluirse de
dos instantes que son en tanto que umbral y penumbra, en cuanto que perpetua
virtualidad de otros tiempos y otros estados a los que uno puede calificar, sin
riesgo al desengaño, de vida.
En este sentido, lo que Monteagudo nos muestra es la preeminencia de estos
dos instantes de duermevela frente al potencial utópico del sueño y frente al
consenso estipulado de la realidad ya-dada. Para ello –y esto es lo que le
interesa– crea una superficie parecida a aquella donde, en un origen inmemorial,
se accedió al secreto del símbolo: el instante donde el hombre descubrió la
potencia reveladora de lo simbólico, ahí donde a través del rito –por ejemplo
el arte– se dota a la realidad de un fermento mistérico, de un aliento
numinoso. Quizá –lo más seguro– fue solo un rasguño, una línea horizontal que,
de repente, adquiría nuevas dimensiones en connivencia con ese instante donde
el humano se percata que yace secreta su verdadera vida: en el umbral, en el intersticio,
en la duermevela.
En suma: en un
diferir de la diferencia que solo puede ser pensado como la identidad en la
repetición.
La obsesión del artista por la geometría y la repetición cuentan con esta
vis abismática: el intento de rememorar el rito iniciático a partir del cual
una traza se recarga simbólicamente, una huella alude a otra cosa, un surco
abre la topografía de lo posible a nuevas alteridades. Y todo, repetimos,
acontece en el ínterin, en esos dos instantes más allá de la vigilia y más acá
del sueño: en el trance de pasar de una cosa a la otra.
Pasar del punto, a la recta y de ahí al plano: todo se basa en una pulsión
de repetición llevada al límite de lo enfermiza y que colinda, como señaló Freud, con la pulsión de muerte y la
vuelta al origen. Es decir: no hay más allá que los límites de una geometría,
todo está ya germinado en una retícula, en una línea.
En definitiva, la cama de Monteagudo
–y con ello la serie de trabajos que forman esta exposición– aluden a un juego
de escapismo que, pese a que sabemos que no hay escapatoria –pese a que sabemos
que no hay origen al que retroceder–, hemos de postular como salida ante la
decepción que nos provoca la realidad y el terror de que, tras el sueño, hayamos
perdido nuestra identidad. Vivimos sumidos en una atroz melancolía ante esta
realidad diezmada o en las pesadillas de nuestros terrores nocturnos. Ante
ello: de acuerdo, no hay afuera
ninguno; pero lo que nos toca es responder a ese tintineo que nos llama a
volverlo a intentar.
Para concluir un apunte: Adorno, no muy dado a ver con buenos
ojos esta forma de arte de sesgo psicológico, refiriéndose a este tipo de
artista señalaba que “la imago del
artista queda distorsionada en la de alguien tolerado, en la de un neurótico
integrado en la sociedad de la división del trabajo”. No voy a ser yo quien
diga si Monteagudo es un neurótico o
no: pero lo que sí que es cierto es que alguien debe seguir proponiendo vías
alternativas de escape. Quizá el arte ya no salve, quizá no haya ya resquicio
por el que huir despavorido ni bunker donde desaparecer: pero, pese a todo, se
ha de seguir intentando.
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