B. WURTZ: OBRAS ESCOGIDAS, 1970-2016
LA CASA ENCENDIDA: 14/10/16-08/01/17
(texto original en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/BWurtz.html)
La Casa Encendida presenta hasta principios de años la
primera exposición retrospectiva de B. Wurtz (Pasadena, California, 1948),
artista del que ya pudimos tener un adelanto hace un par de años en la galería
madrileña Maisterravalbuena, pero que ahora se descubre en toda la amplitud de
su trabajo.
Hay que celebrar como
se merece esta exposición de B. Wurtz en La Casa Encendida y, antes que nada,
aplaudir como es debido la importancia de esta propuesta. Y lo hago, en esta
ocasión, a título personal, sintiéndome culpable por no haber sabido discernir
con toda claridad el interés de este artista cuando pudimos verlo en la galería
Maisterravalbeuna de Madrid hace tan solo dos años. Y es que, a simple vista,
esa “vista” que no vale para el arte –no por necesitar de mayor profundidad
sino por quedar referida a un conjunto de indiscernibilidades difíciles de
desanudar–, la obra de Wurtz puede pasar desapercibida. Para mi descarga bien
podría decir que ese pasar desapercibido ha sido algo común al mundo global del
arte, pues no fue hasta hace pocos años que su obra ha empezado a tenerse en
cuenta. Pero, como suele decirse, mal de muchos consuelo de tontos.
Viendo ahora de modo
más amplio su trabajo bien puede decirse que lo más interesante de su propuesta
–y de donde emana toda la amplitud y capacidad de su obra– es que se sitúa en
ese emplazamiento ya bastante abnegado donde arte y vida luchan por una fusión
que bien a las claras ha resultado decepcionante para ambos. Si tal motivación
sirvió a las vanguardias como punta de lanza desde donde asestar el golpe de gracia
a lo canónico de un arte mimético, hoy en día semejante fuerza disruptiva ha
quedado reducida a cero por la absoluta estetización difusa de los mundos de
vida. Una estetización que, como decimos, solo puede ser calificada de
decepcionante ya que no ha traído el cumplimiento de ninguna de las promesas
con que el arte presumiblemente cargaba: ni se ha transformado el mundo de vida
de manera que propicie el aumento del grado global de emancipación de la
humanidad, ni se ha asegurado una intensificación real de las formas de vida,
ni se ha producido la pretendida reapropiación por el sujeto de la totalidad de
su experiencia.
En este estado de
decepción panconsensuada que despierta el arte, si subrayamos que lo más
interesante de su trabajo es ese posicionarse en referencia a una tensión
dialéctica y programática ya devenida absoluto simulacro espectral, es porque la
estrategia de Wurtz casi cabe
comprenderse como la contraria a todos los intentos de fusión arte/vida que han
jalonado, y siguen haciéndolo, la historia reciente del arte. Si actualmente la
mayor parte de las veces –la mayor parte de las estrategias estéticas dadas por
válidas– no hacen sino simular cínicamente aún una separación entre arte y vida
para, subrepticiamente, simular una superación que solo puede ser ideológica, Wurtz por el contrario, inserta leves
desplazamientos en la cotidianeidad de la vida no con el fin de conquistar
campos a la estetización sino para descubrir un latir visceralmente estético en
todo ámbito vital. No hay distancia imaginaria que superar sino un sacar a la
luz unos síntomas que reclamen para sí una distancia verdaderamente estética: no se trata de encauzar la vida hacia el
arte o viceversa, sino vislumbrar momentos de callada estetización en esa
reiterativa cotidianeidad a la que llamamos vida.
Situarse en ese
entremedias circunspecto y arquimediano es lo difícil del arte pero, al mismo
tiempo, la única vía de alentar una protesta contra esta forma alienada y
mediocre que se nos ofrece como vida. Sin duda que ha habido otras maneras de
elevar la pancarta del arte y lo necesario de hacer presente su promesa, de
igual forma que ya se han abierto demasiados caminos que nos prometían una
playa paradisiaca del otro lado. Pero el que todas esas formas hayan acabado en
sangrientos totalitarismos y en genocidas políticas del arte da cuenta de lo
importante y convincente de esta posición que, desde el arte y desde la vida,
alega por mantener una tensión irresuelta entre ambas al tiempo que un punto de
contacto: es decir, una distancia estética, nula pero infinita, irreal pero
insuperable.
Quizá lo
desapercibido de su obra, el que se le haya tildado muchas veces como un
refrito de Duchamp –su nombre de B. Wurtz ayuda a ello con su semejanza con R.
Mutt– se deba a que, como decimos, no estemos muy acostumbrados a estas formas
de artesanía de la cotidianeidad, de hilar una vida estética sin simular un
calarse hasta los huesos que es mera pose. Cuando la grandilocuencia es lo
único a destacar en un mundo hipermedial, estos monumentos leves, inestables y
frágiles que este artista realiza tienden a pasar sin pena ni gloria,
quedándonos en una mirada simplificadora que se granjea el poder adherirles la
pegatina de lo ya visto.
Pero, insistimos,
nada que ver tienen sus propuestas con el sempiterno recurso al readymade
duchampiano: sus obras se sitúan en la estela de la reflexión vanguardista pero
para redirigir el tiro. No se trata ya de tratar de superar la brecha, de abrir
boquetes en la esfera autónoma del arte ni en señalar el potencial disruptivo
que anida silente en cualquier formación llamada vida. Se trata, creemos, de
mostrar esos puntos de contactos que situándose en el punto del infinito se
rozan en la levedad de una vibración. Para ello la estrategia tiene que mutar:
de una melancolía que ya, desde Baudelaire, trataba de cifrar la pulsión
estética de una vida secuestrada por las formas del fetichismo de la mercancía,
se pasa a hacer del humor vía de escape donde, paradójicamente, los polos se
tocan.
Otras
interpretaciones menos dialécticas de su obra la hacen remitir a la
reutilización, al ensamblaje, al formalismo del objeto cotidiano, a la resignificación
de valores de uso sacando a la luz potencialidades estéticas. Todas ellas, sin
duda, tienen su razón de ser. Pero si de tomarse en serio a un artista se trata
lo cierto es que la genialidad de Wurtz estriba en monumentalizar esas mínimas
vibraciones que laten en la cotidianeidad de nuestras vidas, esa cadencia y
ritmo monocorde de nuestros gestos que acogen sin embargo la posibilidad
taimada de lo diferente, ese chispazo ciego de ser otra cosa que todo objeto
atesora en su interior. Pero, eso sí, sin melancolía ninguna, sin la flema de
quien trata de guiarnos hacia otros derroteros donde acampa una vida de verdad, sin tampoco el cinismo epocal
tan nuestro de sabernos de antemano a qué carta quedarnos.
Solo la sutileza de un
humor mínimo capaz de guiñarnos un ojo: tú y yo sabemos que todo esto llamado
vida podría ser de otra manera. Y quizá lo sea, quizá lo que ocurra es que no
sabemos tomarnos las cosas tan en serio como para poder reírnos con fuerzas. Y
es que después de haber colocado bien alto la felicidad utópica de nuestras
vidas y la promesa emancipatoria del arte, descubrir como arte y vida se rozan
apenas en ese parpadeo humorístico es para, ahora de verdad, partirnos de risa.
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