Foto El País |
LA JUAN GALLERY: 10/11/16-13/11/16
En ese ensayo central
que es Minima Moralia –subtitulado,
recordemos, como Reflexiones desde la
vida dañada– se puede leer en su primera página: “la visión de la vida ha
devenido en la ideología que crea la ilusión de que ya no hay vida”. Esto alude
a que el ejercicio crítico más persistente estriba en situarse en esa ausencia
de vida y simular, pues es mera ilusión, que se supera la fractura, que se
reconcilian los polos, que se entra, de una vez por todas, en el territorio en
el que poder decir bien alto que esta vida que vivimos es nuestra y solo
nuestra.
De este modo, y en
cuanto que modo privilegiado de realizar dicha crítica, la práctica artística
se ha dejado llevar por esta ecuación ideológica con el propósito de
desenmascarar como liberticidas muchas, si no todas, de las instancias que
conforman como totalidad la sociedad. Y es que tal desenmascaramiento vendría a
suponer el momento anterior y necesario para una ulterior reterritorialización
de dichos mundos de vida, ganándolos para la causa de poder algún día calificar
nuestra vida como verdadera.
Ejemplo de esto que
decimos es la performance que desde el pasado día 10 de noviembre y hasta el
domingo día 13 se estará llevando a cabo en La Juan Gallery. Los artistas, CASALONTANA
y Víctor G. Carreño, proponen una
oficina de apostasías. Así, durante estos días y en horario de 17 a 21 horas,
quien quiera puede pasarse por allí para mostrar su disconformidad, su rechazo
o, incluso, su renuncia a ser incluido dentro de una militancia, feligresía,
afición, club de fans, etc. La oficina les ofrecerá apoyo y asesoría,
prometiendo iniciar, si fuese el caso, los trámites administrativos y legales
para que, como suele decirse, conste en acta. Desde luego que a primera vista
la perfomance se antoja de lo más exitosa. A la vista del desmadre generalizado
en el que parece estar sumido el mundo, las hordas de desencantados y
melancólicos seguro atestarán la galería.
Y es que lo que está
claro es que ese individuo que se inmiscuía con precisión en la construcción de
una Totalidad de sentido hace ya tiempo que ha fenecido. Quizá, como decía Foucault, en la orilla de alguna playa.
Ni lo universal es ya realizado a través del juego conjunto de los individuos
ni, parece ser por el cabreo consensuado en el que vivimos, la sociedad es ya
sustancia del individuo. Vivimos más bien en una monadología inmanente donde
cada mónada se recrea a discreción sin otra pulsión que la de atisbar alguna
otra orilla: ahí donde la libertad pueda agarrarse firmemente. Ya no hay
categoría histórica que llevarnos a la boca más que un licuado de toda
estabilidad, una fluídica de todo atisbo de fijar conceptos. Solo una pulsión
libertaria nos mantiene en rumbo hacia alguna verdad, ya acampe ésta bajo las
apariencias, los adoquines o, en cualquier otro caso, no siendo más que un
espejismo, un mise en abyme
espectral.
Pero sin duda que las
preguntas que aquí nos podemos hacer superan con mucho el cortoplacismo tanto
de la supuesta originalidad en la idea como del presumible eco y éxito que
puede llegar a tener la propuesta estética. Protestar, decir “no”, desaparecer,
sumirse en un glacial silencio o dar la callada por respuesta, son todas ellas estrategias
con capacidad disruptiva. Lo que nos preguntamos es si ese énfasis a entrar de
lleno en las estructuras de la realidad, a cartografiar una realidad
desencantada y suministrar a cada uno que por allí se acerque la dosis de renuncia
con la que poder seguir disfrutando de esta tómbola, no remite a un nihilismo
estético, a un encomio mayor por estetizar nuestras vidas, a un intento de
recreación estética de nuestra subjetividad. Y, habida cuenta que no queda ya
mundo de la vida que no haya sido colonizado por una estetización, ¿no recae
esta obra en mero gesto estetizante?
La obra es en sí
misma eminentemente nietzscheana: el arte vehicula esa capacidad pragmática y performativa
del lenguaje en relación a un mundo donde la única capacidad del lenguaje que
se valora es la informativa. Es precisamente esa nueva capacidad lo que recrea
en cada instante una subjetividad no ya circunscrita al imperio del sentido, la
significación precisa y un yo estable, sino en tanto que efecto del discurso en
su circulación pública, convirtiéndose así en una máscara constituida como
epifenómeno del despliegue de la voluntad de poder.
En
este sentido, el gesto íntimo, personal y responsable de cada individualidad de
decir “no” resulta insustancial –incluso en la imposibilidad de alguno de ellos–
en el caso de quedarse en este lado de la vida; pero en el caso de subsumirlo
dentro de una lógica estética lo que se consigue es subrayar la impronta
pragmática del lenguaje, haciendo de la producción de subjetividad un
desplazamiento de significantes en relación a una voluntad de poder que se
despliega, quedando así remitida toda identidad yoica a un acto estético. En definitiva, el arte queda
comprendido como ejemplo de una radical retoricidad del lenguaje, donde se despliega
la economía de la voluntad de poder como comunicación y ritual de la
circulación colectiva de las intensidades.
Y en cuanto que ejemplo en la
retoricidad del lenguaje, en cuanto que desplazamiento de significantes, la
obra remite a una alegorización, precisamente la de ese gesto íntimo y personal
de negación y ruptura. En este sentido, si el arte es aún potencial disruptivo
de algo lo es en tanto que ofrece un caudal alegorizador respecto a una lógica
inmanente de los afectos que, de otra manera, quedaría invisibilizado por una economía
de representación del signo-mercancía que es aún hegemónica. Es decir, el gesto
de ruptura con lo que han sido nuestras vinculaciones solo es capaz de modular
un desplazamiento en la construcción de nuestras subjetividades si se media una
alegorización estética.
Pero
en este punto la pregunta que emerge no sería muy diferente a la antes
planteada: si esa alegorización estética aporta algún impulso disruptivo más
allá del propio alegorizar un gesto de ruptura que se quedaría -¿y no es eso ya
suficiente?- en el plano de lo político. Nuestra posición es que no logramos
salir así tampoco del nihilismo estético. Si decía Benjamin que “las alegorías son en el reino del pensamiento lo que
las ruinas en el reino de las cosas”, la conclusión no puede ser más
devastadora: en tanto ruinas y fragmentos que somos, nuestro modo de
autorepresentarnos solo puede ser alegórico. Pero, ¿bajo qué forma, con qué
contenido? Como señalaba Lukács al
descubrir las implicaciones que para la contemporaneidad tenía la teoría de la
alegoría de Benjamin “la Nada es el
objeto de la alegoría contemporánea”. Una nada que solo puede ir en paralelo
con, en el decir de Adorno, “ese
dominio de la individualidad que, a consecuencia de aquella libertad, se ha
deshecho en una nada administrada”.
Total
y resumiendo: somos una nada a alegorizar, una ruina camaleónica. En este
sentido, esta performance remite a tensionar, hasta quien sabe si la ruptura,
esa alegorización nihilista en la que nos construimos gozando de la
sintomatología más acorde con nuestra fragmentación interna y externa.
Para
acabar una cita, también de Adorno,
que bien puede resultar el eje de este proyecto: “quien no es miembro de nada,
se hace sospechoso: en la naturalización se pide expresamente que se mencionen
las asociaciones a las que se pertenece”. Ser, literalmente, un bulto
sospechoso: ¿cabe mayor y más efectiva escapatoria? El problema que vemos es
que estamos atados de pies y manos para poder alumbrar esa sospecha sin estetizarla:
vehicular esta sospecha de manera no estética es inviable pues, como hemos
señalado, solo dentro del arte el gesto performativo tendrá la capacidad de
crear un desplazamiento en la construcción disensual de nuestras
subjetividades. Pero, de modo parejo, el arte ya no puede cargar con semejante
responsabilidad pues apenas inicia el vuelo recae en ideología. Es decir, ¿es
capaz de superar lo performativo del gesto la estetización absoluta en la que
acampan nuestras vidas?, ¿no se le está pidiendo demasiado a un arte que tiene
ya muy poca capacidad de recreación estética frente a los mundos de la mercancía
y el fetichismo? Más aún: si ese gesto de borrarse del individuo es verdadero,
¿necesita del arte? Y si no es verdadero, ¿qué logra así el arte sino
implementar un grado su poder de estetización?
La confusión estriba
en última instancia en un exceso de idealismo, en cómo hemos señalado al principio
simular una separación entre arte y vida que ya no es tal debido al proceso
imparable de la estetización de los mundos de vida y a partir de ahí simular
que se remonta la fractura.
La premisa aquella de
Eagleton según la cual, y respecto a
las alegorías, “nadie es ya engañado”, adquiere una relevancia capital. En un
mudo falso toda inversión dialéctica es también falsa. Aunque la culpa no sea
del todo nuestra, aunque hayamos sido engañados, por nuestro tío que nos hizo
socio del Betis, por nuestros padres que nos bautizaron, por ese político de turno
que parecía modular una idea antihegemónica que no tardó en desvelar su lado
oscuro, no hay manera de pedir cuentas en el mundo de las apariencias
administradas en el que estamos sumidos. Todo se mantiene, de una u otra forma,
en un licuado estetizante para el que, por el momento, no existe fármaco.
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