TONY OURSLER: A*gR_3
GALERÍA MOISÉS PÉREZ DE
ALBÉNIZ: 13/09/16-12/11/16
Sí, yo también tuve esa sensación un
tanto lúgubre al ver la nueva exposición de Tony Oursler en la galería
Moisés Pérez de Albéniz. Confieso
que, visto lo visto, no sabía dónde meterme y lo único que se me ocurrió fue
huir a la carrera. Más aún: visitándola el día de la inauguración, logre
escabullirme sin dar mucho que hablar. Sin embargo, en esto como en todo, un
esfuerzo discursivo, un pararse a pensar eludiendo los lugares comunes –y la
constatación, una vez más, de que el arte opera vía inusitado despotismo de despedir
con cajas destempladas a todo visitante–, logra que la exposición remonte
siquiera mínimamente el rumbo.
A parte de otros pormenores, lo cierto
es que el cambio operado en la obra del artista –esa siniestralidad “oursleriana”
reconocible a distancia en cualquier exposición, bienal o evento artístico de
índole global– resulta tan desconcertante como, bien pensado, necesario. Y es
que la teoría aquella que cifraba al sujeto como proyección en la pantalla
ideológica trasmutado en espectáculo ya no vale. Unas palabras de Boris Groys, –tan recientes como que pertenecen
a la entrevista realizada por Laura
Revuelta publica en el último ABC
cultural–, dan buena cuenta de esta inversión: “hoy en día, todo el mundo
está en el escenario (o al menos quiere subirse al escenario), y no hay nadie
entre el público. De modo que el espectáculo a lo mejor tiene lugar, pero se
mantiene invisible”. Así las cosas, la conclusión es que, aunque sepamos que no
hay modo de escapar de una ideología que, insistimos, es todo lo que hay, son
necesarias nuevas estrategias que refieran al menos a lógicas de adiestramiento
con mayor capacidad de mostrarnos nuestras fracturas, nuestras zonas de
encolado libidinal.
Es decir: referir al sujeto como
imagen-espe(c)tacular es ya inservible para mostrar las tectónicas ideológicas
que nos asolan porque, ni más ni menos, todo es espectáculo. Mostrarlo, tratar
al menos de hacerlo, no es sino hacer de la propia estrategia estética un
dispositivo ideológico de primera categoría. El “yo” ya no es –o al menos no
solo ni en primer lugar– una imagen fantasmática, un síntoma proyectado en el
escenario de un espectáculo al que tenemos acceso. Éste, el espectáculo, es ya
indiscernible de nuestra propia realidad, por lo que tratar de ver la verdad de
nuestro emplazamiento es ya y desde el principio puro espectáculo.
El “yo”, ahora más que nunca, es una
tecnología, una producción de un pensamiento hipertecnificado que no hace sino
samplear modularmente registros recurrentes, modulaciones de hábitos y gestos,
implementaciones de algoritmos con vistas a reconducir todo el montante
libidinal en un par de ecuaciones conocidas por las grandes empresas y a las
que nosotros, pobres víctimas que nos creemos el cuento, no dejamos de
suministrar datos. Y esto –este “yo”– es lo que pensamos trata Oursler de mostrarnos enfatizando el
hecho de que el “yo” actual es una recomposición aleatoria de fragmentos, una
alegoría de su propia subjetividad y, en cuanto tal, una mera ruina.
De ahí que los rostros que nos muestra,
unos rostros que levinasianamente son campo simbólico donde tropezarnos con un “tú”,
no remiten a ninguna totalidad de sentido ni siquiera a una proyección que nos
muestre –vía abyección, vía troquelado de los síntomas y neuras que nos asolan–
quienes “realmente” somos, sino que sean un palimpsesto de recortes, una
colección de fragmentos recosidos a una estructura a la que, solo de modo
derivado, cabe cifrar de humana.
¿Posthumanismo entonces? Más bien todo
lo contrario –y siento, felizmente, llevar la contraria a todos lo que caen una
y otra vez en una utopía que nos dice que la orilla de la emancipación será
alcanzada justo cuando el sujeto (aquel vetusto y ya desangelado sujeto decimonónico
e ilustrado) se disuelva. Lo contrario, decimos, porque lo que nos muestran
estas máscaras es que ese territorio feliz de orden cuasi huxleyano, donde la
construcción artificial del yo a través de las modernas ingenierías del self producen una subjetividad satisfecha
y amparada en una eficiente totalidad, no existe. Cada empalme, cada zona de
intersección entre órganos, más que dar cuenta de lo eficiente de su encolado,
muestra los estigmas del síntoma epocal: cada órgano no es ya un reflejo
pauvloviano, ni siquiera una pauta cultural bien adquirida, sino la implementación
más perfecta para canalizar satisfactoriamente el mayor quantum de goce posible.
No hay más que ojos-máquinas implementados coercitivamente para simular verlo
todo; no hay más que bocas troqueladas como nódulos libidinales listas para tragarse
toda entelequia simulacionista.
Estamos, ciertamente, en vías de ser
otra cosa, una capacidad que viene dada por la sustitución de un régimen
representacional de la imagen por otro más bien alegórico, donde la identidad de
sentido quede constantemente suspendida, alterada en un desplazamiento
disyuntivo y donde el propio significado de “ser” remita a una tensión irresoluble.
Ahora bien: para conseguirlo no basta con desearlo. Hay que armarse de un valor
que, a las pruebas me remito, no tenemos. De ahí que tonteemos continuamente
con la idea de que la felicidad está en el siguiente like, en la inminente catástrofe que se nos promete desde el otro
lado de la pantalla.
Quizá la hipertecnologización de
nuestra subjetividad sea un paso para, como concluye Foucault Las palabras y las
cosas, poder “apostarse a
que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena”. En
este sentido, estos rostros de Oursler dan
buena cuenta de que tal apuesta es un destino que no queremos asumir. En Así hablaba
Zarastustra, Nietzsche profetiza
nuestros síntomas más postmodernos; “jugaban cerca del mar, vino la ola y se llevó sus
juguetes hasta el fondo. Helos aquí que se echan a llorar. Pero la misma ola
debe traerles nuevos juguetes y esparcirá ante ellos nuevas conchas
multicolores”. Estos rostros de Oursler nos
dicen que nos encontramos en la
orilla, llorando sin consuelo por un rostro que empieza a ser difuminado: nos
hace falta el valor de lanzarnos al mar. Porque
mientras sigamos así, felicitándonos por la elevación canónica de nuestras
subjetividades como remiendos fragmentarios de una totalidad que ya ni siquiera
somos capaces de imaginar, no haremos más que constatar nuestra querencia hacia
este orden despótico en el que somos producidos en serie.
Concluyendo, haríamos bien en
reconocernos en estas máscaras tecnológicas, fragmentadas y ruinosas que nos
ofrece esta exposición e intuir que ese malestar ante la contemplación no es
sino reflejo de esa carcoma que nos correo por dentro y que surge de una
cobardía ante la llegada de una ola que, definitivamente, borre nuestros rostros
en la arena.
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