Marian Garrido |
APUNTES PARA UNA
PSIQUIATRÍA DESTRUCTIVA
SALA DE ARTE JOVEN (MADRID): 30/03/17-21/05/17
Que la fecha elegida
para celebrar el día mundial del trastorno bipolar no sea otra que la efeméride
de la muerte de Van Gogh dice mucho
de la relación del arte con la locura. Una relación difícil y desorbitada, una
relación plagada de encuentros y desencuentros, una relación que tiene mucho de
idealización y que parte de una mala comprensión tanto de lo que es el arte
como de lo que es, en tanto que enfermedad y sufrimiento, la locura.
Todo comenzó con el
romanticismo y continuó sin mayor problema hasta el surrealismo para volver a
renacer a través de un par de tesis freudianas –como bien pueden ser el retorno
de lo reprimido y el mundo onírico de los sueños y su sentido desplazado– tamizadas
y amplificadas por su trabazón marxista y sesentayochista. Desde las izquierdas,
lideradas por el freudo-marxismo, la locura y el trauma comenzaron a ser
pensadas como efectos psicopatológicos creados por el propio sistema capitalista.
Así, poco más tarde, en los años setenta, desde los campos de la filosofía, la
psiquiatría y la sociología, sobre todo vinculado al magisterio de Deleuze y Guattari y el sentido de un esquizoanálisis no como “terapia”
llamada a reinterpretar bloques traumáticos para acoplarlos al fluir
normalizado del “yo” sino como posibilidades de enarbolar otra identidad en
constante devenir, la locura –y a su rebufo el arte– encontró un caldo de
cultivo para hacer de ella uno de los intentos más capaces de resistencia a la
virulencia de la razón instrumental.
Misha Bies Golas |
Pero el problema es y
ha sido siempre el mismo: una razón que no se sabe enclavada y producida en las
mismas fauces de la dromótica ideológica –o que como poco no (lo) sabe
reconocer(se)– no tiene ninguna capacidad para remontar corriente libidinal de
ningún tipo. Es decir: una razón que no conozca su momento de falsedad
difícilmente puede apuntar hacia su momento de verdad. Por mucha teoría
represiva que uno le ponga al asunto, la locura como punto de apoyo desde donde
mover el mundo supone eso mismo: una exterioridad del engranaje psico-policial
que la produce.
En este sentido, ni
locos ni no locos, ni ellos ni nosotros, tratar de pensar en el desanudamiento
libidinal de altos montantes de energía empleados en la construcción de una subjetividad
“normativa” como medio capaz de trastocar el imperio dogmático de la razón
ideológica nos parece una empresa arriesgada en dos sentidos. Uno, en su impotencia:
pues en el límite siempre se puede apuntar a una indiscernibilidad entre ambos –¿no
dijo ya Nietzsche que los valores de
sano y enfermo son los primeros en quedar moldeados? Y dos, debido a que la
implosión psicótica en direcciones cuasi infinitas no garantiza más que la
hegemonía de la propia diferencia, una vertorización y fragmentación de un
cuerpo social y yoico atravesado por antagonismos multiformes con ninguna capacidad
más que la de plegarse a quién sabe qué razón(es).
Dora García |
Sumidos en esta
problemática para la que el arte no encuentra solución ninguna, y teniendo en
cuenta lo que acabamos de apuntar ,la tesitura más apropiada en la actualidad
–y la que como comisario Alfredo Aracil lleva
a cabo– no es tanto vislumbrar campos de emancipación en la labor de la
anti-psiquiatría ni en ver a los locos como benditos héroes de una tiranía del
capital que no ha hecho mella en ellos –precisamente por ello deben ser
internados– sino en ver a los demás, a nosotros mismos, como una gran comunidad
de enfermos mentales, diagnosticados con parecidos síntomas –bulimia escópica,
infantilismo recalcitrante, angustia al psico-drama que encarna la propia fantasía
ideológica, narcisismo endémico, etc– parapetados detrás de miles de pantallas que
nos permiten tener una relación sintomatológica con la realidad.
De esta guisa, la
exposición combina obras actuales con documentos de manicomios de los años
cincuenta –incluso los dibujos de un interno, el pintor expresionista González Rajel– para comprobar que no
hay tanta diferencia entre las psicopatologías de aquellos años y la pandemia
de angustia, depresión y neurosis con la que convivimos y que, de una u otra
manera y al operar como tecnología, nos produce como subjetividad. En este
sentido, si en la actualidad puede trazarse una línea continua –aunque fina y
débil– entre el arte y la locura no es ya para vislumbrar paraísos irracionales
bajo la realidad sino para apuntar a una misma incapacidad, la de nosotros los
cuerdos y la de ellos los locos, a la hora de plegarnos a la realidad
envolvente. Desde este punto de vista –la enfermedad mental como síntoma explicativo
de nuestra subjetividad en tanto que aparato disciplinario– la exposición toca varios
puntos focales que pueden dar como resultado un más que decente visión de
conjunto. Y eso, además, contando con lo poco amable que es, para exponer arte,
la sala de arte joven de Madrid.
Jorge Anguita |
Sin otras valoraciones,
y quizá arriesgándonos en exceso, pensamos que el trabajo de La Rara
Troupe es lo que más se acerca a lo que el comisario ha
pretendido hacer. De hecho, ambos estuvieron juntos en noviembre pasado en el
MUSAC en unas jornadas con el sugerente título de ¿qué significa ser
normal hoy? Decimos esto porque el trabajo de La Rara
Troupe gira en torno a la salud mental y a los modos de expresión
y construcción que, desde lo colectivo, vehiculan alguna forma de identidad –multiforme,
deconstruida y nómada– haciendo hincapié en sus formas de autorepresentación y
narración. Teniendo esto en cuenta, me da que “psiquiatría destructiva” no es
tanto un nombre con punch como un interés, el del comisario, por subrayar la
necesidad de generar una alteridad en el programa de normativización de los
montantes libidinales cortados todos por el patrón de la fantasía capitalista. “Destructivo”
en tanto que se trata de operar una abertura en el muro de un superyó despótico,
una fractura en la lógica del sentido que reparte identidades y competencias
abogando, así, por lo disyuntivo de un nosotros en constante construcción.
El trabajo
de los demás artistas incide de una manera u otra en esta misma idea, acentuando
como Misha Bies Golas el proceso psíquico y
su cercanía con el rito, la espera, el acontecimiento y la repetición; el pensamiento
difuso y la asociación libre como el trabajo de Jorge Anguita; la fuerza de la memoria y de lo otro, asociado en este
caso a lo femenino, como hace Sofía Bauchwitz;
la creación y generación de un lenguaje, fónico y visual, para decir no sabemos
si lo otro pero sí al menos de manera diferente como hace la obra de Antonio Ferreira; o reivindicar, como hace Jaume Ferrete Vázquez, la voz y su reverberación entre exterior e
interior, entre fonema y monema, entre pensamiento y habla, como modulación capaz
de acercarse a lo inaudible, lo ininteligible, el silencio, lo sordo, etc.
En
definitiva, una exposición con epicentro en la locura y su poder disruptivo que,
a pesar de no ser un tema que nos deleite debido a la pluralidad de problemas
teóricos sobre los que se concita, goza de los suficientes resortes para hacer
de ella lugar de peregrinaje –porque a esta sala de arte se peregrina– en esta
primavera madrileña.
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