lunes, 17 de abril de 2017

ARTE Y LOCURA: AMIGOS NO TAN ÍNTIMOS

Marian Garrido


APUNTES PARA UNA PSIQUIATRÍA DESTRUCTIVA
SALA DE ARTE JOVEN (MADRID): 30/03/17-21/05/17

Que la fecha elegida para celebrar el día mundial del trastorno bipolar no sea otra que la efeméride de la muerte de Van Gogh dice mucho de la relación del arte con la locura. Una relación difícil y desorbitada, una relación plagada de encuentros y desencuentros, una relación que tiene mucho de idealización y que parte de una mala comprensión tanto de lo que es el arte como de lo que es, en tanto que enfermedad y sufrimiento, la locura.
Todo comenzó con el romanticismo y continuó sin mayor problema hasta el surrealismo para volver a renacer a través de un par de tesis freudianas –como bien pueden ser el retorno de lo reprimido y el mundo onírico de los sueños y su sentido desplazado– tamizadas y amplificadas por su trabazón marxista y sesentayochista. Desde las izquierdas, lideradas por el freudo-marxismo, la locura y el trauma comenzaron a ser pensadas como efectos psicopatológicos creados por el propio sistema capitalista. Así, poco más tarde, en los años setenta, desde los campos de la filosofía, la psiquiatría y la sociología, sobre todo vinculado al magisterio de Deleuze y Guattari y el sentido de un esquizoanálisis no como “terapia” llamada a reinterpretar bloques traumáticos para acoplarlos al fluir normalizado del “yo” sino como posibilidades de enarbolar otra identidad en constante devenir, la locura –y a su rebufo el arte– encontró un caldo de cultivo para hacer de ella uno de los intentos más capaces de resistencia a la virulencia de la razón instrumental.  
 
Misha Bies Golas
 
Pero el problema es y ha sido siempre el mismo: una razón que no se sabe enclavada y producida en las mismas fauces de la dromótica ideológica –o que como poco no (lo) sabe reconocer(se)– no tiene ninguna capacidad para remontar corriente libidinal de ningún tipo. Es decir: una razón que no conozca su momento de falsedad difícilmente puede apuntar hacia su momento de verdad. Por mucha teoría represiva que uno le ponga al asunto, la locura como punto de apoyo desde donde mover el mundo supone eso mismo: una exterioridad del engranaje psico-policial que la produce.
En este sentido, ni locos ni no locos, ni ellos ni nosotros, tratar de pensar en el desanudamiento libidinal de altos montantes de energía empleados en la construcción de una subjetividad “normativa” como medio capaz de trastocar el imperio dogmático de la razón ideológica nos parece una empresa arriesgada en dos sentidos. Uno, en su impotencia: pues en el límite siempre se puede apuntar a una indiscernibilidad entre ambos –¿no dijo ya Nietzsche que los valores de sano y enfermo son los primeros en quedar moldeados? Y dos, debido a que la implosión psicótica en direcciones cuasi infinitas no garantiza más que la hegemonía de la propia diferencia, una vertorización y fragmentación de un cuerpo social y yoico atravesado por antagonismos multiformes con ninguna capacidad más que la de plegarse a quién sabe qué razón(es).
 
Dora García
 
Sumidos en esta problemática para la que el arte no encuentra solución ninguna, y teniendo en cuenta lo que acabamos de apuntar ,la tesitura más apropiada en la actualidad –y la que como comisario Alfredo Aracil lleva a cabo– no es tanto vislumbrar campos de emancipación en la labor de la anti-psiquiatría ni en ver a los locos como benditos héroes de una tiranía del capital que no ha hecho mella en ellos –precisamente por ello deben ser internados– sino en ver a los demás, a nosotros mismos, como una gran comunidad de enfermos mentales, diagnosticados con parecidos síntomas –bulimia escópica, infantilismo recalcitrante, angustia al psico-drama que encarna la propia fantasía ideológica, narcisismo endémico, etc– parapetados detrás de miles de pantallas que nos permiten tener una relación sintomatológica con la realidad.
De esta guisa, la exposición combina obras actuales con documentos de manicomios de los años cincuenta –incluso los dibujos de un interno, el pintor expresionista González Rajel– para comprobar que no hay tanta diferencia entre las psicopatologías de aquellos años y la pandemia de angustia, depresión y neurosis con la que convivimos y que, de una u otra manera y al operar como tecnología, nos produce como subjetividad. En este sentido, si en la actualidad puede trazarse una línea continua –aunque fina y débil– entre el arte y la locura no es ya para vislumbrar paraísos irracionales bajo la realidad sino para apuntar a una misma incapacidad, la de nosotros los cuerdos y la de ellos los locos, a la hora de plegarnos a la realidad envolvente. Desde este punto de vista –la enfermedad mental como síntoma explicativo de nuestra subjetividad en tanto que aparato disciplinario– la exposición toca varios puntos focales que pueden dar como resultado un más que decente visión de conjunto. Y eso, además, contando con lo poco amable que es, para exponer arte, la sala de arte joven de Madrid.
 
Jorge Anguita
 
Sin otras valoraciones, y quizá arriesgándonos en exceso, pensamos que el trabajo de La Rara Troupe es lo que más se acerca a lo que el comisario ha pretendido hacer. De hecho, ambos estuvieron juntos en noviembre pasado en el MUSAC en unas jornadas con el sugerente título de ¿qué significa ser normal hoy? Decimos esto porque el trabajo de La Rara Troupe gira en torno a la salud mental y a los modos de expresión y construcción que, desde lo colectivo, vehiculan alguna forma de identidad –multiforme, deconstruida y nómada– haciendo hincapié en sus formas de autorepresentación y narración. Teniendo esto en cuenta, me da que “psiquiatría destructiva” no es tanto un nombre con punch como un interés, el del comisario, por subrayar la necesidad de generar una alteridad en el programa de normativización de los montantes libidinales cortados todos por el patrón de la fantasía capitalista. “Destructivo” en tanto que se trata de operar una abertura en el muro de un superyó despótico, una fractura en la lógica del sentido que reparte identidades y competencias abogando, así, por lo disyuntivo de un nosotros en constante construcción.
    El trabajo de los demás artistas incide de una manera u otra en esta misma idea, acentuando como Misha Bies Golas el proceso psíquico y su cercanía con el rito, la espera, el acontecimiento y la repetición; el pensamiento difuso y la asociación libre como el trabajo de Jorge Anguita; la fuerza de la memoria y de lo otro, asociado en este caso a lo femenino, como hace Sofía Bauchwitz; la creación y generación de un lenguaje, fónico y visual, para decir no sabemos si lo otro pero sí al menos de manera diferente como hace la obra de Antonio Ferreira; o reivindicar, como hace Jaume Ferrete Vázquez,  la voz y su reverberación entre exterior e interior, entre fonema y monema, entre pensamiento y habla, como modulación capaz de acercarse a lo inaudible, lo ininteligible, el silencio, lo sordo, etc.
En definitiva, una exposición con epicentro en la locura y su poder disruptivo que, a pesar de no ser un tema que nos deleite debido a la pluralidad de problemas teóricos sobre los que se concita, goza de los suficientes resortes para hacer de ella lugar de peregrinaje –porque a esta sala de arte se peregrina– en esta primavera madrileña.

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